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Al tu siglo transportado,
Digas que fui condepnado
E finalmente, Macías
Infierno de los enamorados.
Suponemos de buena fe que pocas de nuestras lectoras se habrán encontrado en la situación de Elvira, si bien no nos atreveríamos a asegurar otro tanto de nuestros lectores con respecto a la del encerrado doncel. Era, efectivamente, aquélla bastante extraordinaria. En balde había dirigido la virtud más rígida todas las acciones y palabras de Elvira; en balde había resistido, a costa de los mayores tormentos, a la encendida pasión de su imprudente amante. Una inexplicable fatalidad pesaba sobre ella y sobre cuanto la rodeaba. Ella había inspirado inocentemente una pasión frenética, que sólo podía emponzoñar su vida o adelantar su muerte; pero semejante a la abeja, que se lastima al picar y deja perdido el aguijón en la herida que hace, Elvira no había ganado el corazón del doncel sino a costa del suyo. Más virtuosa, como mujer, luchaba más tiempo; pero luchaba con un enemigo más fuerte que ella, y sólo la mano del Todopoderoso, que acababa de implorar, podía salvarla del hondo precipicio que ante sus pies miraba. Amaba a su esposo por otra parte; y ¿cómo no amarle? Era, pues, tan inocente como desgraciada.
La misma fatalidad que pesaba sobre Elvira había alcanzado al doncel. Había bebido sin saberlo la ponzoña que corría por sus venas. Largo tiempo había luchado también el deber con el amor; pero un concurso de circunstancias no buscadas le habían venido a poner en tal estado, que así le era fácil sacudir el yugo, como le es fácil a la débil paloma desasirse de las crueles garras del sacre devorador.
La puerta del gabinete donde Macías había entrado era compuesta de dos altas hojas, construidas según el gusto gótico, o por mejor decir, góticos arabescos, que tenían entonces todos los adornos arquitectónicos. Pero en cada una de sus hojas una ventanilla cerrada por una cruz de hierro, y puesta a la altura poco más o menos de una persona, proporcionaba desgraciadamente al caballero la deplorable facilidad de ver cuanto pasaba en la cámara donde los dos esposos estaban, no pudiendo ser él visto a causa de la oscuridad en que se hallaba sepultado aquella especie de astillero o gabinete de armas, que no tenía más luz que la que del salón inmediato recibía.
El semblante pálido y deshecho de Elvira, sus ojos encendidos de llorar, una indefinible tristeza que oscurecía sus facciones, como una nube oscurece el día, y cierta agitación particular, hija del temor y del cuidado con que entonces estaba, la hubieran hecho interesante a los ojos de cualquiera por indiferente que hubiera sido a los tiros del amor. Hacía tiempo, por el contrario, que no había tenido Hernán Pérez un día que tanto hubiese contribuido a disipar su natural melancolía. Había cazado con Su Alteza y con don Enrique de Villena, que ambos a dos le habían colmado de favores; aquélla había sido la primera vez que se había hallado en público en calidad de caballero, y el corazón del hombre es harto débil para no lisonjearse de semejantes distinciones. Deseaba partir con una persona querida su satisfacción; y ¿con quién mejor que con su esposa? Dirigióse a ella con un semblante más animado y franco de lo que comúnmente solía.
-He tardado, ¿no es verdad, Elvira? -dijo acercándose a ella con un hermoso azor en el puño izquierdo -. ¿He tardado?
-No, Hernán; antes paréceme que habéis venido...
-¿No me esperabais todavía? Esta es la suerte de los maridos. Nunca se los espera.
-¡Santo Dios! -dijo para sí Elvira, hasta cuyo corazón había penetrado esta casual alusión.
-¿Estáis triste, Elvira? -continuó Hernán acariciando al pájaro distraídamente - Cualquiera diría que habíais cometido alguna acción de que tuvieseis que avergonzaros. Si os hubiera sorprendido con un amante no tendríais la cara más lastimosamente melancólica. Si he venido a haceros mala obra...
-¡Esposo mío! -exclamó Elvira, destrozada en su interior - Sabéis que ha tiempo que la debilidad de mi cabeza...
-Tenaces son esos males de cabeza y terribles -añadió Hernán -. También está triste este pájaro. Miradle, Elvira. Su Alteza acaba de cambiármele por el mío; ha cazado tan bien esta mañana que ha querido quedarse con él. Nos ha encantado a todos. ¿Queréis creer que cuantas veces le ha soltado Su Alteza y don Enrique de Villena, otras tantas ha vuelto con la presa? Sólo una vez que le solté yo se vino con las garras vacías. Sobre eso quiso Su Alteza darme vaya. «¡Ea!, dijo, Vadillo, hoy no estáis para cazar. Hoy no cogeréis pájaro ninguno... » ¿Qué tenéis, Elvira?... Sobre eso fue tal la rabia que concebí, que se lo ofrecí al Rey, y de buena voluntad. Efectivamente no era mi estrella cazar hoy. De ahí a poco Su Alteza se empeñó en que le soltara su doncel favorito... y también cazó; pero yo nada. Verdad es que Macías caza bien. Pero, esposa, ¿os alteráis? Esa agitación... acaso... su nombre sólo os ofende. ¿Tanto le aborrecéis? ¿Recordáis por ventura?... Pero veo que os incomoda demasiado. Nunca hemos hablado de eso. No hablemos jamás ya. Volviendo a la caza, Elvira, está visto que hoy no cazo. Diome, pues, este azor en cambio del mío, y ¡pardiez! que está triste. Acaso habrá dejado su compañera al venir a mi poder. Los animales nos dan ejemplo de fidelidad, ¿no es verdad, Elvira? Capaz será de morirse. ¡Azor!, ¡azor! Sólo por eso le quiero. Él no caza hoy, es verdad; en eso se parece a mí; pero es fiel, y váyase lo uno por lo otro; porque en eso se parece a vos.
Volvía Elvira la cabeza a una y otra parte; tosía, bostezaba; cubríase el rostro con el pañuelo; pero la agitación que en su exterior se notaba era, comparada con el desorden de sus pensamientos y la lucha atroz de sus sensaciones, lo que es la arrugada superficie del mar azotado por una blanda brisa, comparada con el furor y embate de las montañas de agua que subleva y despide contra el cielo una deshecha borrasca. Al pajecillo íbasele un color y veníasele otro, que aunque de corta edad, ni se le ocultaba el riesgo del encerrado mancebo, ni el de Elvira si llegaba a ser descubierto, ni la terrible simpatía que entre aquella situación y el diálogo del hidalgo reinaba.
Comenzó éste a parar la atención en el singular estado de su esposa.
-Os entiendo, Elvira -dijo después de un momento de pausa - , os entiendo. Las conversaciones de dos esposos que se aman no han menester testigos, y vos tenéis sin duda algún secreto que fiarme.
-¿Yo? -preguntó azorada Elvira -. ¿De qué inferís?...
-Sí; Jaime -continuó Hernán Pérez - , yo te llamaré.
-Ah, dejadle, señor; el paje no incomoda...
-No importa. Lleva este azor adentro. Que le cuiden. Que no se escape sobre todo; era el favorito de Su Alteza, y tan ilustre huésped no puede sino honrar mi casa.
Preciso le fue al paje obedecer. La orden estaba dada de una manera muy positiva, y el haber insistido, por otra parte, demasiado, sólo hubiera conducido a dar sospechas.
Elvira hizo un esfuerzo para levantarse, y dirigiéndose al paje, bastante separado ya de su esposo, aparentó acariciar al ave, pero díjole en realidad al oído:
-Jaime, vuelve dentro de un momento; si he conseguido apartar de aquí a Hernán Pérez, facilita la salida al caballero. ¡Y que no vuelva nunca, nunca!
-Bien, querida prima -respondió el paje en voz alta - , no es éste el primer pájaro que he cuidado. Yo os aseguro de que se le tratará como merece. ¡Azor! ¡azor! -se fue diciendo en seguida, y saltaba al mismo tiempo aparentando con la mayor inteligencia el indiferente atolondramiento de su alocada edad.
-Pienso, Hernán Pérez -dijo Elvira acercándose a su esposo - , que el aire libre me sentaría bien. Si quisierais, pudiéramos...
-Esposa mía -repuso Hernán Pérez, cuyos deseos de conversar a solas con Elvira irritaban más y más los obstáculos que se le querían oponer - , no lo creáis. Se ha levantado un viento fuerte, que sólo podría perjudicaros. Venid y sentaos a mi lado. No es mi carácter, Elvira, esa fatal reserva que circunstancias desgraciadas me han hecho usar con vos de algún tiempo a esta parte. El corazón del hombre se cansa del silencio; llega un caso, por fin, en que necesita, como el agua oprimida, un desahogo. Me es necesaria, Elvira, una larga explicación.
-¡Dios mío! -dijo Elvira para sí - , ¡en vuestras manos me encomiendo! -resignada con esta breve oración mental, sentóse trémula y agitada al lado de Hernán, que cogiéndole una mano y oprimiéndosela cariñosamente, continuó, clavando tiernamente sus ojos en los de ella:
-Sí, Elvira, oídme. Si os creyese una mujer vulgar, una mujer capaz de guardar secretos para vuestro esposo, no os abriría mi corazón. Pero ¡ah! vos sois víctima también hace ya tiempo de esta fatal reserva que ha helado nuestra existencia. Maldición sobre el ser impasible y yerto, que cerrado siempre para sus semejantes, vive sólo dentro de sí y sólo para sí. Su consorte es un vivo, condenado a vivir atado a un cadáver.
-¿Qué decís?
-Sé que el destino ha arrojado entre nosotros un ser desgraciado; sé que una inclinación a que disteis acaso demasiado imperio sobre vuestro corazón...
-¡Hernán Pérez! -exclamó asustada Elvira.
-Sí, ¿a qué negarlo? Vos amabais a la condesa, más acaso de lo que la misma amistad tiene derecho a exigir.
-Cierto que la amé siempre mucho -interrumpió Elvira con más serenidad.
-No culpo en vos ese sentimiento, si bien pudiera estar celoso de él. Nace de un corazón generoso; pero...
-Permitidme que en ese punto no dé oídos, señor, a vuestras reconvenciones... -dijo Elvira pensando más en abreviar el diálogo que en meditar prudentemente sus respuestas.
-¿Es posible, Elvira, es posible?
-He jurado guardar silencio...
-Permitidme que calle ahora; algún día sabréis, y no está muy lejos tal vez, que esa misma amistad que me echabais no ha mucho en cara os hace mirar a don Enrique bajo un aspecto falso. Basteos saber que no he creído faltaros...
-Dejemos en buena hora ese punto, si tanto os incomoda. Vengamos a otro. Sabéis, Elvira, que soy vuestro esposo... Hay un hombre, sin embargo...
-Esas palabras, señor... ¡Ah! soy inocente -exclamó Elvira precipitándose a los pies de Hernán Pérez.
-¿Cómo pudiera yo dudarlo, Elvira? Sois inocente; pero ¿basta acaso en el mundo en que vivimos ser inocente? ¿No es fuerza parecerlo también? Oídme. Vos sabéis cuánto os amé; os conduje al altar, partí con vos mi lecho, os entregué mi casa, porque os amaba, Elvira. Hay un hombre, sin embargo, que ha osado poner en vos los ojos.
-¡Ah!, señor, acaso os deslumbre...
-Nada me deslumbra, Elvira. No os haré cargo alguno. Vuestra palabra me basta. Mi honor está en vuestras manos. Ése fue el depósito sagrado que al desposarme os entregué. ¿Le habéis guardado, Elvira?
-¡Señor! -exclamó Elvira ahogando sus sollozos y volviendo el rostro a mirar con la mayor agitación el gabinete.
-La verdad, Elvira, y nada más. Mirad; yo os pedí vuestro corazón, no os lo robé; yo no os dije seréis mi esposa, sino ¿queréis serlo? ¿Para qué pensasteis que enlacé a mi suerte la de una mujer? Para hacerla feliz. No hago trovas, Elvira, no es el talento la cualidad de que blasono. Empero la honradez será siempre mi norte. Sed, Elvira, feliz. Decidme ahora cuáles son los medios que para serlo exigís. Hoy es tiempo todavía; mañana no lo será tal vez -.
-¡Ah! -exclamó Elvira en el mayor desorden -. ¿Vos habéis dudado, esposo? Si vierais, sin embargo, mi corazón, si vierais cuánto ha padecido... ¡Piedad, piedad de mí! No mando en mí, Fernán, ni sé quién soy.
-No os turbéis, Elvira; tranquilizaos. Eso me basta ¿Me amáis?
-¡Si os amo! ¿Cómo pudiera no amaros?
-Basta, Elvira; de hoy mas mis labios se sellarán; vuestra palabra va a guardar en lo sucesivo mi tranquilo sueño. ¡Elvira, Elvira!
Una larga escena de silencio, pero de elocuente silencio, se siguió a esta enérgica exclamación. Elvira, al oírla, miró dolorosamente al gabinete. Presentóse entonces a sus ojos el amor, terrible presagio de sangre y de desgracia. Asustada cerró los ojos, y no pudiendo resistir a la lucha interior que la devoraba y a la imagen de cuánto debería sufrir el que estaba condenado a ser testigo de escena tan amarga, dejó caer su cabeza desmayada sobre el hombro de Hernán Pérez. Un torrente de sus lágrimas inundó el pecho del hidalgo; de esas lágrimas de hiel que se forman y corren lentamente, que manan con dolor, con amarguísimo dolor, del mismo corazón.
-Ah, perdonadme, Elvira -dijo arrebatado el hidalgo de ternura y de entusiasmo - , perdonadme si he podido ofenderos con dudas ofensivas...
-¿Que os perdone, señor? -exclamó Elvira -. ¿Yo a vos? Perdonadme vos a mí.
Al llegar aquí anudáronse las palabras en la garganta de Elvira, y no la dejaron sus sollozos proseguir. Un sentimiento profundo de vergüenza y remordimiento, y una expansión espontánea de generosidad se habían apoderado de ella. Un momento menos de reflexión, y la infeliz Elvira declaraba a los pies de su suspicaz esposo su deplorable estado; pero el doncel estaba en su casa todavía. La menor imprudencia suya hubiera tenido funestas consecuencias. Alzó los ojos al cielo Elvira y contentóse con llorar.
-¡Macías, Macías! -dijo para sí -. ¡Oh, quién pudiera aborrecerte!
-¡Me ama, me ama como el primer día! -exclamó Hernán Pérez con loco frenesí; arrojándose en seguida en sus brazos, estampó en su pura frente un ósculo conyugal. Elvira sintió su rostro encenderse de rubor al contacto fatal. Bajó los ojos avergonzada, y hubiera querido más bien ver con ellos el infierno todo que haber encontrado con los de su esposo, tranquilos, entonces, serenos, confiados, como lo está el ignorante pasajero que duerme con placer a la pérfida sombra del nogal.
También el doncel oyó el ósculo dado en la frente de Elvira, que resonó en su corazón como la voz de la verdad en la tumba. Helóse su sangre toda dentro de sus venas. Sus ojos, lanzados fuera de su órbita, devoraban desde la oscuridad el rostro divino de la hermosura, reclinada en brazos de otro. Sus manos, cerradas por sí solas y comprimidas, sacudieron la cruz de hierro que cerraba la ventanilla, y si no bastaron a romperla sus esfuerzos, torciéronla como un mimbre delicado.
-¡Se aman, se aman! -exclamó el doncel con voz ronca y apenas inteligible -. ¡Maldición, maldición sobre ellos y sobre mí! -y una lágrima, pero una lágrima sola, se abrió paso con dificultad a lo largo de su mejilla, fría como el mármol.