Mariano José de Larra
El doncel de Don Enrique el Doliente

Capítulo trigesimocuarto

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Capítulo trigesimocuarto

 

                                        

En una torre fue puesto

 

Con cadenas a recado.

 

.................................

 

La condesa entrara dentro

 

Do está el conde aprisionado.

 

........................................

 

Ambos hablan en secreto

 

Y conciertan en celado;

 

Que por librar tal persona

 

A más que esto era obligado.

 

Rom. de Sepúlveda.

 

     Cuando Ferrus, encargado por el conde de Cangas y el astrólogo de la prisión del enamorado Macías, pensó albergarse en la hostalería del complaciente Nuño, no fue ciertamente porque no hubiese en el castillo albergue digno de él.

     Es fuerza remontarnos más al origen de las cosas para explicar de un modo satisfactorio esta singularidad.

     Fácilmente comprenderá el lector, impuesto ya en los diversos caracteres sobre que gira nuestra narración, que necesitando los dos autores de esta intriga el mayor secreto, sólo podían fiar tan importante comisión al que ya estaba forzosamente en él; el reparo de la falta de valor no podía tener en este caso mucho peso, porque habían de acompañarle otros, los cuales sólo sabían que debían prender a un hombre, sin saber quién fuese; y para mandar a éstos y aprisionar con ellos a un caballero que salía descuidado de una cita amorosa, no se necesitaba un gran fondo de arrojo y determinación. Por otra parte, Ferrus era hombre fríamente malo y cruel: ¿quién podía, pues, desempeñar mejor que él la inexorable comisión que se le confiaba? Lográbase, además, de este modo la ventaja de apartar de la Corte al único hombre que podría en un caso adverso comprometer al conde, y la de tener en el castillo un ente capaz de cualquier acción determinada, si llegaba ocasión apurada en que estorbase la existencia del preso. Combinadas estas diversas circunstancias, sólo quedaba que pensar en ligar el interés de Ferrus al feliz éxito de la expedición, de una manera que hiciese imposible toda traición. El conde para esto creyó que no podría haber medios mejores que la gratitud por una parte y la esperanza del premio por otra; así, decidió hacer libre a su siervo y loco favorito. Quitóle el collar de metal que en seña de servidumbre llevaba, e hízole de su siervo un vasallo. Con extraordinario placer renunció Ferrus a su bonete de sonajas de juglar y al molesto oficio de divertir con bufonadas a sus superiores; y sus sentimientos de fidelidad llegaron a tocar en un acendramiento difícil de explicar, ni menos de igualar, cuando el conde le manifestó que le hacía libre entonces para confiarle la alcaldía del castillo de Arjonilla; añadiéndole, que si desempeñaba fielmente este importante cargo, no pararía en esto sólo su favor. Bien entrevió Ferrus, por consiguiente, que toda su prosperidad futura dependía de que Villena saliese con el maestrazgo, y siendo eso imposible si se llegaba a probar algún día que don Enrique había muerto a su esposa, hizo firme propósito Ferrus de consentir primero que le hiciesen pedazos que en dejar la menor esperanza de salvación al asegurado doncel. Su muerte, en último caso, hubiera sido para él una grandísima friolera puesta en balanza con su futura grandeza.

     El lector sabe que, merced a la tenacidad de Elvira, se había logrado la industria del astrólogo con más felicidad aún que lo que él podía nunca haber esperado, si bien había contado siempre con la ventaja que le ofrecía el haber de bajar el doncel de la reja alta de una manera que impedía toda defensa. Llevó a Arjonilla unas instrucciones del conde, severas sí, pero no sanguinarias, y otras del judío aplicables a todas las circunstancias que pudieran ocurrir, y un tanto menos escrupulosas, porque éste se hallaba ya tan interesado como Ferrus en la grandeza del conde y sumamente ligado a sus intrigas por el peligro que corría, si llegaba a descubrirse algún día la horrible maquinación en que no había tenido él la menor parte,

     No se había previsto, empero, una circunstancia bien temible. El conde, que había tenido grande interés en que su castillo de Arjonilla estuviese de algún tiempo a aquella parte bajo la custodia de alguno de sus más allegados servidores, por razones que él se sabía, y que algún día sabrán nuestros lectores, había confiado su alcaldía a su camarero Rui Pero, de quien no hemos vuelto a hablar por esta causa. Éste era hombre duro y fiel: por lo tanto suspicaz e irascible. No pudo, pues, sentarle bien la orden que le intimó Ferrus en nombre del conde, su común señor, ni menos el imperio y mal entendida arrogancia con que se la oía prescribir a un hombre que acababa de salir de la nada, a un siervo cuyo collar de metal acababa de romper su amo, y cuyas sonajas de azófar y bonete de loco estaban todavía demasiado recientes en la memoria del noble camarero para que le pudiese inspirar respeto ni estimación el que venía a ocupar su mismo destino, con desdoro de su clase y prerrogativas. Mandábale a decir el conde que siendo necesaria su asistencia a su lado, sólo tardase en ponerse en camino para Otordesillas, donde debía encontrarle para hacer entrega del castillo al nuevo alcaide, y enterarle de cuanto él se figurase que conducía a su mejor servicio. Rui Pero, llevado de su mal humor, no perdonó medio alguno de inspirar terror a Ferrus acerca de la responsabilidad que sobre sí acababa de tomar y de las dificultades que ofrecía la conservación del castillo de un secreto tan inmediato a población, y en que si era fácil impedir la entrada a los extraños, no lo era tanto estorbar que tuvieran los de dentro alguna comunicación con los de fuera; insistió bastante, además, en la fama que de encantado tenía el castillo y en lo que de él contaban los habitantes, cosa que no contribuyó en nada a tranquilizar el ánimo de Ferrus, ya de suyo naturalmente enemigo de encantos y prodigios. Deseoso de averiguar si debería temer o no cuanto en el particular Rui Pero le refería, determinó dormir una noche en la hostalería del pueblo, así para averiguar a punto fijo el fundamento que podrían tener aquellas tradiciones, que cual telas de araña se adhieren siempre a los edificios viejos, como para escudriñar si se había traslucido algo entre los habitantes de Arjonilla acerca de los misteriosos secretos que encerraba a la sazón la antigua hechura del amante de Zelindaja, y acerca del objeto de su propio viaje. Ésta era la verdadera causa de aquella extravagancia.

     No bien se había despertado Ferrus, cuando tenía ya a la cabecera de su cama al complaciente Nuño, con la montera en la mano, y con un como gustéis siempre asomado a los labios para salir a la menor indicación del huésped. Entablóse entre ambos, mientras que Ferrus se vestía, un diálogo que por lo largo e inútil a nuestro propósito, perdonamos a nuestros lectores con el interesado objeto de que nos perdonen ellos a nosotros cosas de mayor monta y trascendencia. Baste decir que por él pudo Ferrus formar una exacta idea de su verdadera posición, y no le hubo de parecer tan mala como Rui Pero se la había pintado, porque decidió volver inmediatamente a su castillo, y aun hizo propósito de darse por encargado y enterado de todo lo más pronto posible, pues bien se le alcanzaba que el disgusto y mal humor del camarero sólo podían resultar en daño de la intriga de su amo.

     Tuvo el hostalero, prevenido por Peransúrez en la madrugada del mismo día, el buen talento de no hablar a Ferrus de la imprudente conversación tenida en público la noche anterior en su cocina después de haberse él recogido, y Hernando, a quien importaba no ser conocido, de Ferrus sobre todo, se mantuvo oculto hasta que supo que había regresado al castillo el ex juglar, pagada ya la cuenta de su gasto, aunque no tan opíparamente como el hostalero esperaba, cosa que se supo porque al despedirse Ferrus de él, díjole:

   -Dios os prospere y os , buen Nuño, lo que más os convenga.

     Y se notó que Nuño no le había respondido el como gustéis de ordenanza. Esta observación de los historiadores del tiempo, que hablan con toda profundidad del lance, es tan justa, que cuando Nuño habló con Peransúrez después de la partida de Ferrus, no sólo no insistió en la apuesta, sino que se inclinó ya, por cierta antipatía que había nacido en su corazón repentinamente contra Ferrus, a la parte del emprendedor montero, diciéndole entre otras cosas que tendría un placer singular en que se jugase una pasada que metiese ruido al señor alcaide nuevo del castillo del moro, por su arrogancia y su petulante continente.

     No echó Peransúrez en saco roto esta buena predisposición al mal del hostalero, y reuniéndose a toda prisa con Hernando, procedieron a dar el paso que en su deliberación de la noche anterior les había parecido más conducente y atinado para el logro de su arrojado intento.

     Entretanto era varia la posición de los habitantes del castillo. En los patios interiores divertían sus ocios tirando al blanco o bohordando hombres de armas, a quienes estaba confiada su defensa y custodia; algún grupo de ballesteros o archeros pacíficos discurrían más apartados acerca de la singular reserva que reinaba en todas las operaciones de aquel edificio verdaderamente mágico, porque no eran todos sabedores de lo que encerraban sus altas murallas. Algunos sí sabían que habían traído ellos mismos un prisionero, por ejemplo, pero ni sabían quién era ni le habían vuelto a ver. Tales habían sido y eran las precauciones observadas sabiamente por los principales emisarios del conde.

     Había sido colocado el nuevo huésped en una sala baja incrustada, digámoslo así, en el corazón de una mole de piedra, que esto y no otra cosa era cada paredón del castillo. No tenía más adornos que el que le proporcionaban algunas telas de araña, indicio de la poca consideración con que al caballero se trataba, y varios informes lamparones que dibujaba la humedad con caprichosa desigualdad en las desnudas paredes de aquel calabozo. Hacía más horrorosa la prisión un rumor monótono y profundísimo, muy semejante al que produce el brazo de agua que sale de la presa de un molino, que rompe por entre las guijas de una cascada o que se desprende de un batán. El que haya tenido alguna vez la desgracia de verse privado de su libertad en una oscura prisión oyendo día y noche el acompasado golpeo de un reloj de péndola, será el único que pueda apreciar la situación del doncel, condenado a aquel tristísimo son. No recibía más luz aquel cavernoso nicho que la que le prestaba en los días más claros del año un agujero redondo y cerrado con cuatro hierros cruzados y practicado en la parte más alta del muro. Hallábase situado a orilla de una zanja, hecha a lo largo de la muralla interior; por la zanja corría, produciendo el rumor que hemos descrito, un residuo del torrente, que llenaba con sus aguas el foso exterior del edificio, y entre la zanja y la muralla interior había una ancha y espaciosa plataforma. Era preciso, pues, pasar la zanja desde la plataforma para entrar en la prisión destinada al doncel; pero esto sólo se podía verificar bajando el rastrillo que la cerraba sirviéndole de puerta. La rara colocación de aquella cueva indicaba que había sido construida desde luego para encerrar presos de importancia, y a quienes se quisiese quitar la vida prontamente como represalia, en caso de hallarse ya tomado el castillo por el enemigo. La situación por otra parte, su hondura y el ruido del torrente, impedían que pudiese ser oída en ningún caso la voz del prisionero que en aquella caverna se encerrase. Casi enfrente de ella venía a caer, entre las dos murallas, la torre principal de la fortaleza. Mirando oblicuamente por el agujero conductor de la luz, que dejamos descrito, divisábanse con trabajo algunas altas ventanas. Nada se podía ver de día de lo que dentro de ellas pasaba; pero de noche, cuando reinaba la más completa oscuridad, veía el doncel una luz arder en lo interior de una habitación, moverse a ratos, mudar de sitio, desaparecer, y aun producir sombras de diversos tamaños y figuras, bastantes a atemorizar en aquel tiempo de superstición un corazón menos determinado que el del doncel; sobre todo en un castillo que hacían encantado las tradiciones más remotas del país, y cuyo destino parecía ser realmente el de pertenecer siempre a seres nigrománticos, como le sucedía a la sazón, que era dueño de él el conde de Cangas, a quien nadie tenía por menos mago que el amante de Zelindaja. De noche también, y cuando se columbraban las temerosas sombras, era cuando solía mezclarse con el silbido del viento y el ruido de la lluvia, o el estruendo de la tempestad, una voz aguda y dolorosa, que era la que tenía espantada la comarca, y la que nuestro buen Nuño, había oído la noche que se retiraba de su labor, como en nuestro capítulo anterior dejamos dicho.

     Finalmente, otra entrada tenía la prisión del doncel. Una escalerilla de caracol la ponía en comunicación con una larga galería interior del castillo; pero una puerta de hierro sumamente pequeña y cerrada por defuera con pesados cerrojos y candados, cuyas llaves poseía sólo el alcaide, imposibilitaba por esta parte toda esperanza de evasión. Un mal lecho había sido dispuesto a ruegos del prisionero en la caverna, y había conseguido por favor singular que le dejasen el pequeño laúd que a la espalda como trovador llevaba cuando su cita amorosa. Con él divertía su amarga posición pulsándole blandamente, y regándole con sus acerbas lágrimas, los ratos que no escribía en las paredes con un punzón alguna tristísima endecha, dirigida a la ingrata señora de sus pensamientos, cuyo rigor le había puesto en tan lastimero trance.

     La habitación que por ser la mejor y la más espaciosa se había reservado el alcaide, y que se habían repartido a la sazón Rui Pero y Ferrus, se hallaba en el piso bajo de la torre de que hemos hablado. Un salón anchuroso, adornado con varios trofeos y armas suspendidas en las paredes, era el departamento principal. Una larga mesa estaba clavada en medio; el hogar ardía en la cabecera de la sala, y en el extremo opuesto un aparador o bufete encerraba la vajilla estilada en aquel tiempo para el servicio de la mesa.

     Al anochecer del día en que nos encuentra nuestra historia, dos hombres arrellanados en dos grandes poltronas de baqueta española, la más apreciada entonces en Europa, conversaban tranquilamente uno enfrente de otro y separados por la mesa como si hubieran necesitado de un cuerpo intermedio para no reñir. Así parecía indicarlo su gesto displicente. El uno era Ferrus. En su rostro brillaba la satisfacción de un hombre que ha llegado a ocupar un destino superior a sus méritos y esperanzas. El otro era Rui Pero. Su continente era el de un hombre, por el contrario, herido en lo más delicado de su amor propio por un disfavor no merecido, y habíaselas con el emancipado juglar como podría habérselas un general acreditado por sus servicios y conocimientos con un guerrillero a quien hubiese igualado con él la fortuna.

     Una lámpara suspendida del techo iluminaba los rostros de entrambos, y los iluminaba mejor una alta vasija, cuyo preñado vientre vaciaba de cuando en cuando, en dos anchas copas, cierto jugo vivificador que embaulaban nuestros dos interlocutores a tragos repetidos en su cuerpo como en un cubo desfondado.

   -¿Cuándo pensáis partir, señor Rui Pero? -preguntó Ferrus después de uno de estos tragos, paladeando todavía el licor de Baco.

   -¿Habéis tomado ya, señor juglar -repuso Rui Pero - , es decir, señor Ferrus, alcaide del castillo de Arjonilla, las instrucciones que habíais menester?

   -Estoy tan apto, señor Rui Pero, para desempeñar la alcaidía de este famoso castillo, como el mejor camarero de Castilla -contestó Ferrus picado.

   -En ese caso, señor tal alcaide, pasado mañana al lucir el alba me pondré en camino para la corte, si no manda otra cosa vuestra señoría.

   -Gracias, señor Rui Pero.

   -¿Habéis mandado relevar las centinelas exteriores de la muralla y las dos de las torres y de la galería interior del preso?

   -Bien sabéis -contestó Ferrus - que no es ese cargo mío mientras estéis vos en el castillo. Y espero que no me comprometeréis con mi amo el señor conde ni querréis faltar al deber...

   -No acostumbro a faltar a mis deberes, señor Ferrus, y voy por tanto a disponer...

   -Esperad. Supongo que seguís con el cuidado de emplear en el servicio de centinelas los ballesteros que ignoran completamente la calificación de los prisioneros. De otra suerte...

   -No habéis menester suponerlo -dijo apurando su copa Rui Pero -; bastará con que lo creáis a pies juntillas. Además ya habréis conocido que necesita habilidad para escaparse el preso que tal intente hallándose encerrado en la prisión de la zanja.

   -Sí, según me habéis dicho, no conociendo el secreto del rastrillo, sólo la muerte sería el resultado de la menor tentativa de evasión. Admirable construcción la de ese calabozo. ¿Y quién construyó?...

   -¡Silencio! -dijo Rui Pero al ver entrar un tercero en la sala y gozoso de dar una lección de prudencia al inexperto Ferrus -. ¿Qué queréis vos? -añadió dirigiéndose al extraño.

   -Señor alcaide -respondió el faccionario que acababa de entrar - , han llamado al castillo dos caminantes fatigados...

   -A nadie se da hospedaje -repuso Rui Pero malhumorado.

   -Lo , señor alcaide. Pero advierta vuestra merced que no son caballeros, ni hombres de guerra. Son dos reverendos padres que piden albergue por esta noche.

   -¿Y por qué no lo buscan en Arjonilla?

   -Parece, señor, que van extraviados y pasan a estas horas por el castillo, ignorantes del camino que guía a la población. La copiosa lluvia que ha engruesado el torrente les obliga a pedir albergue.

   -¡Voto va! -dijo Rui Pero -. Lo más que por ellos podemos hacer es que les enseñe el camino un hombre del castillo.

   -Pero ése, señor, no los pasará en hombros a través del torrente -repuso el ballestero, temeroso de ser él elegido para aquella comisión.

   -Por otra parte -añadió Ferrus, a quien los vapores del vino daban confianza y determinación - , ¿qué peligro hay en albergar dos frailes? Dios sabe de dónde serán. Esos padres suelen venir de lejos e ir de paso; muy forasteros deben de ser, pues ignoran que el castillo es encantado y nada hospitalario. Van de paso.

   -Sin embargo, si pudiesen pasar el arroyo... -replicó Rui Pero.

   -¿Y queréis -dijo Ferrus, acercándose al oído del camarero - que nos expongamos a que pase un hombre del castillo la noche fuera de él y suelte la lengua mas de lo preciso? Eso es peor...

   -Peor, peor... -refunfuñó entre dientes el camarero.

   -Si gustáis, señor alcaide -dijo el ballestero - , se les contestará que vayan a buscar albergue a otra parte. Ello, la noche es terrible.

   -¿Terrible decís? -repuso Rui Pero asomándose a una ventana -. Sí; parece que el cielo se derrite en agua. Sería una inhumanidad por cierto.

   -No podemos consentir -añadió Ferrus - , que dos ministros del Altísimo queden a la intemperie en una noche...

   -En buen hora; que entren -dijo Rui Pero al ballestero, quien se fue a cumplir la orden,

   -¡Voto va! -añadió Ferrus - , éramos dos y seremos cuatro. Aún queda vino en esa vasija para otros tantos, y los padres no se desdeñarán de hacernos un rato de compañía, yendo sobre todo de camino. Todo el peligro que podemos recelar de los santos varones, señor camarero, es que nos echen algún sermón en latín que no entendamos, y así como así, dentro de un rato ya no nos íbamos a entender nosotros dos, según la faena que damos a nuestras copas.

     Una carcajada de Ferrus al concluir estas palabras probó que todavía no había perdido la costumbre, que se había hecho en él naturaleza, de decir bufonadas a todo trance, a pesar de su nueva dignidad.

     De allí a poco entraron humildemente en el salón dos reverendísimos padres, cuyos hábitos derramaban a hilos el agua, como un paraguas expuesto por gran rato a la lluvia y que se arrima a un rincón a medio cerrar.

     Saludáronles cortésmente nuestros dos amigos, y después de los primeros cumplimientos les invitaron a que se acercasen para secar sus hábitos al hogar, donde quedaron mirándose unos a otros largo espacio los dos opuestos alcaides y los dos bien avenidos frailes.

 

 


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