3. ¿Qué ha
aprendido la vida consagrada, tras tantos años de experiencia, mediante el
esfuerzo de inculturación?
Ha aprendido que nosotros no
evangelizamos las culturas: el Señor nos apremia a evangelizar a hombres y
mujeres en el seno de sus propias culturas en un proceso que no puede ser sino
lento, muy lento, simplemente porque los cambios culturales son marcadamente
lentos. Hemos aprendido que la fe no existe en estado puro, por cuanto siempre
integrada e inevitablemente inculturada. Por otra parte, la cultura jamás es
una realidad estática, permanece siempre expuesta al embate invasor de la
globalización. Por todas estas razones, la inculturación no es tanto una
interacción entre fe y cultura cuanto un encuentro intercultural entre una
cultura que lleva el mensaje evangélico y una cultura que, implícita o
explícitamente, aguarda a Cristo. La interculturación es, consecuentemente, un
diálogo existencial entre el evangelio vivido en una cultura y un pueblo que
vive su propia cultura. En este encuentro se da un auténtico intercambio de
dones: no una relación unilateral en la que alguien da y otro se contenta con
recibir, sino una interacción en la que una cultura se pone al servicio de la
otra como ésta desea ser servida para vivir en plenitud, aunque de otra manera,
el evangelio; y en la que la otra cultura que, aun al recibir, purifica y
enriquece el evangelio que aspira a vivir. Para que la interculturación sea
verdadera fuente de intercambios en el Espíritu, es preciso no sólo evitar la
imposición de nuestras propias estructuras culturales, sino incluso testimoniar
la creatividad del Espíritu, atentos a lo que el Espíritu nos sugiere cuando hombres
y mujeres a la espera nos confiesan que el evangelio no les dice nada y nos
fuerzan así a un constante discernimiento para captar la sensibilidad cultural
que se esconde tras su incomprensión o su incorrecta interpretación. He aquí
unas cuantas indicaciones que muestran cómo la dinámica de la inculturación se
enriquece con nuevas perspectivas.
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