José de Acosta
Historia natural y moral de las Indias

Libro séptimo

Capítulo XX

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Capítulo XX

 

De la elección del gran Motezuma, último rey de Méjico En el tiempo que entraron los españoles en la Nueva España, que fué el año del Señor de mil quinientos diez y ocho, reinaba Motezuma, el segundo de este nombre y último rey de los mejicanos; digo último, porque, aunque después de muerto éste, los de Méjico eligieron otro, y aun en vida del mismo Motezuma, declarándole por enemigo de la patria, según adelante se verá; pero el que sucedió, y el que vino cautivo a poder del marqués del Valle, no tuvieron más del nombre y título de reyes, por estar ya cuasi todo su reino rendido a los españoles. Así que a Motezuma con razón le contamos por último, y como tal así llegó a lo último de la potencia y grandeza mejicana, que para entre bárbaros pone a todos grande admiración. Por esta causa, y por ser ésta la sazón que Dios quiso para entrar la noticia de su evangelio y reino de Jesucristo en aquella tierra, referiré un poco más por extenso las cosas de este rey.

Era Motezuma de suyo muy grave y muy reposado; por maravilla se oía hablar, y cuando hablaba en el supremo consejo, de que él era, ponía admiración su aviso y consideración, por donde, aun antes de ser rey, era temido y respetado. Estaba de ordinario recogido en una gran pieza, que tenía para sí diputada en el gran templo de Vitzilipuztli, donde decía le comunicaba mucho su ídolo, hablando con él, y así presumía de muy religioso y devoto. Con estas partes, y con ser nobilísimo y de grande ánimo, fué su elección muy fácil y breve, como en persona en quien todos tenían puestos los ojos para tal cargo.

Sabiendo su elección, se fué a esconder al templo a aquella pieza de su recogimiento; fuese por consideración del negocio tan arduo que era regir tanta gente, fuese (como yo más creo) por hipocresía y muestra que no estimaba el imperio, allí, en fin, le hallaron y tomaron y llevaron con el acompañamiento y regocijo posible a su consistorio. Venía él con tanta gravedad, que todos decían le estaba bien su nombre de Motezuma, que quiere decir señor sañudo. gran reverencia los electores, diéronle noticia de su elección, fué de allí al brasero de los dioses a incensar y luego ofrecer sus sacrificios, sacándose sangre de orejas, molledos y espinillas, como era costumbre. Pusiéronle sus atavíos de rey y horadándole las narices por las ternillas, colgáronle de ellas una esmeralda riquísima; usos bárbaros y penosos, mas el fausto de mandar hacía no se sintiesen.

Sentado después en su trono oyó las oraciones que le hicieron, que, según se usaba, eran con elegancia y artificio. La primera hizo el rey de Tezcuco, que, por haberse conservado con fresca memoria y ser digna de oír, la porné aquí, y fué así: La gran ventura que ha alcanzado todo este reino, nobilísimo mancebo, en haber merecido tenerte a ti por cabeza de todo él, bien se deja entender por la facilidad y concordia de tu elección y por el alegría tan general que todos por ella muestran. Tienen cierto muy gran razón, no que está ya el imperio mejicano tan grande y tan dilatado, que para regir un mundo como éste y llevar carga de tanto peso, no se requiere menos fortaleza y brío que el de tu firme y animoso corazón, ni menos reposo, saber y prudencia, que la tuya. Claramente veo yo que el omnipotente Dios ama esta ciudad, pues le ha dado luz para escoger lo que le convenía. Porque, ¿quién duda que un príncipe, que antes de reinar había investigado los nueve dobleces del cielo, agora, obligándole el cargo de su reino, con tan vivo sentido no alcanzará las cosas de la tierra, para acudir a su gente? ¿Quién duda que el gran esfuerzo que has siempre valerosamente mostrado en casos de importancia, no te haya de sobrar agora, donde tanto es menester? ¿Quién pensará que en tanto valor haya de faltar remedio al huérfano y a la viuda? ¿Quién no se persuadirá que el imperio mejicano haya ya llegado a la cumbre de la autoridad, pues te comunicó el Señor de lo criado tanta, que en sólo verte la pones a quien te mira? Alégrate, ¡oh tierra dichosa!, que te ha dado el Criador un príncipe que te será columna firme en que estribes, será padre y amparo de que te socorras, sera más que hermano en la piedad y misericordia para con los suyos. Tienes por cierto rey que no tomará ocasión con el estado para regalarse y estarse tendido en el lecho, ocupado en vicios y pasatiempos; antes al mejor sueño le sobresaltará su corazón y le dejará desvelado el cuidado que de ti ha de tener. El más sabroso bocado de su comida no sentirá, suspenso, en imaginar en tu bien. Dime, pues, reino dichoso, si tengo razón en decir que te regocijes y alientes con tal rey. Y tú, ¡oh generosísimo mancebo y muy poderoso señor nuestro!, ten confianza y buen ánimo, que pues el Señor de todo lo criado te ha dado este oficio, también te dará su esfuerzo para tenerle. Y el que en todo el tiempo pasado ha sido tan liberal contigo, puedes bien confiar que no te negará sus mayores dones, pues te ha puesto en mayor estado, del cual goces por muchos años y buenos.

Estuvo el rey Motezuma muy atento a este razonamiento, el cual acabado, dicen se enterneció de suerte que, acometiendo a responder por tres veces, no pudo, vencido de lágrimas, lágrimas que el propio gusto suele bien derramar, guisando un modo de devoción salida de su propio contentamiento, con muestra de grande humildad. En fin, reportándose, dijo brevemente: Harto ciego estuviera yo, buey rey de Tezcuco, si no viera y entendiera que las cosas que me has dicho ha sido puro favor que me has querido hacer, pues habiendo tantos hombres tan nobles y generosos en este reino, echastes mano para él del menos suficiente, que soy yo. Y es cierto que siento tan pocas prendas en mí para negocio tan arduo, que no qué me hacer, sino acudir al Señor de lo criado, que me favorezca, y pedir a todos que se lo supliquen por mí. Dichas estas palabras, se tornó a enternecer y llorar.


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