José de Acosta
Historia natural y moral de las Indias

Libro séptimo

Capítulo XXVI

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Capítulo XXVI

 

De la muerte de Motezuma y salida de los españoles de Méjico En la ausencia de Cortés de Méjico, pareció al que quedó en su lugar hacer un castigo en los mejicanos, y fué tan excesivo y murió tanta nobleza en un gran mitote o baile que hicieron en palacio, que todo el pueblo se alborotó y con furiosa rabia tomaron armas para vengarse y matar los españoles; y así les cercaron la casa y apretaron reciamente, sin que bastase el daño que recibían de la artillería y ballestas, que era grande, a desvialles de su porfía.

Duraron en esto muchos días, quitándoles los bastimentos y no dejando entrar ni salir criatura. Peleaban con piedras, dardos arrojadizos, su modo de lanzas y espadas, que son unos garrotes en que tienen cuatro o seis navajas agudísimas, y tales, que en estas refriegas refieren las historias que de un golpe de estas navajas llevó un indio a cercén todo el cuello de un caballo. Como un día peleasen con esta determinación y furia, para quietalles hicieron los españoles subir a Motezuma con otro principal a lo alto de una azotea, amparados con las rodelas de dos soldados que iban con ellos. En viendo a su señor Motezuma pararon todos y tuvieron grande silencio. Díjoles entonces Motezuma, por medio de aquel principal, a voces, que se sosegasen y que no hiciesen guerra a los españoles, pues estando él preso, como vían, no les había de aprovechar.

Oyendo esto un mozo generoso, llamado Quicuxtemoc, a quien ya trataban de levantar por su rey, dijo a voces a Motezuma que se fuese para bellaco, pues había sido tan cobarde, y que no le habían ya de obedecer, sino darle el castigo que merecía, llamándole por más afrenta de mujer. Con esto, enarcando su arco, comenzó a tirarle flechas, y el pueblo volvió a tirar piedras y proseguir su combate. Dicen muchos que esta vez le dieron a Motezuma una pedrada, de que murió. Los indios de Méjico afirman que no hubo tal, sino que después murió la muerte que luego diré.

Como se vieron tan apretados, Alvarado y los demás enviaron al capitán Cortés aviso del gran peligro en que estaban. Y él, habiendo con destreza y valor puesto recaudo en el Narváez, y cogídole para sí la mayor parte de su gente, vino a grandes jornadas a socorrer a los suyos a Méjico, y aguardando a tiempo que los indios estuviesen descansando, porque era su uso en la guerra, cada cuatro días descansar uno, con maña y esfuerzo entró, hasta ponerse con el socorro en las casas reales, donde se habían hecho fuertes los españoles; por lo cual hicieron muchas alegrías y jugaron el artillería.

Mas como la rabia de los mejicanos creciese, sin haber medio para sosegarlos, y los bastimentos les fuesen faltando del todo, viendo que no había esperanza de más defensa, acordó el capitán Cortés salirse una noche a cencerros atapados, y habiendo hecho unas puentes de madera para pasar dos acequias grandísimas y muy peligrosas, salió con muy gran silencio a media noche. Y habiendo ya pasado gran parte de la gente la primera acequia, antes de pasar la segunda fueron sentidos de una india, la cual fué dando grandes voces que se iban sus enemigos, y a las voces se convocó y acudió todo el pueblo con terrible furia; de modo que al pasar la segunda acequia, de heridos y atropellados cayeron muertos más de trescientos, adonde está hoy una ermita que, impertinentemente y sin razón, la llaman de los Mártires.

Muchos, por guarecer el oro y joyas que tenían, no pudieron escapar; otros, deteniéndose en recogello y traello, fueron presos por los mejicanos y cruelmente sacrificados ante sus ídolos. Al rey Motezuma hallaron los mejicanos muerto y pasado, según dicen, de puñaladas; y es su opinión que aquella noche le mataron los españoles, con otros principales. El marqués, en la relación que envió al emperador, antes dice que a un hijo de Motezuma, que él llevaba consigo, con otros nobles, le mataron aquella noche los mejicanos. Y dice que toda la riqueza de oro y piedras y plata que llevaban se cayó en la laguna, donde nunca más pareció.

Como quiera que sea, Motezuma acabó miserablemente, y de su gran soberbia y tiranías pagó el justo juicio del Señor de los cielos lo que merecía. Porque, viniendo a poder de los indios su cuerpo, no quisieron hacerle exequias de rey, ni aun de hombre común, desechándole con gran desprecio y enojo. Un criado suyo, doliéndose de tanta desventura de un rey, temido y adorado antes como dios, allá le hizo una hoguera y puso sus cenizas donde pudo, en lugar harto desechado. Volviendo a los españoles que escaparon, pasaron grandísima fatiga y trabajo, porque los indios les fueron siguiendo obstinadamente dos o tres días, sin dejarles reposar un momento, y ellos iban tan fatigados de comida, que muy pocos granos de maíz se repartían para comer.

Las relaciones de los españoles y las de los indios concuerdan en que aquí les libró nuestro Señor por milagro, defendiéndoles la Madre de misericordia y Reina del cielo, María, maravillosamente en un cerrillo, donde a tres leguas de Méjico está hasta el día de hoy fundada una iglesia en memoria de esto, con título de Nuestra Señora del Socorro. Fuéronse a los amigos de Tlascala, donde se rehicieron y, con su ayuda y con el admirable valor y gran traza de Fernando Cortés, volvieron a hacer la guerra a Méjico, por mar y tierra, con la invención de los bergantines que echaron a la laguna; y después de muchos combates y más de sesenta peleas peligrosísimas, vinieron a ganar del todo la ciudad día de San Hipólito, a trece de agosto de mil y quinientos y veinte y un años.

El último rey de los mejicanos, habiendo porfiadísimamente sustentando la guerra, a lo último fué tomado en una canoa grande, donde iba huyendo, y traído con otros principales ante Fernando Cortés. El reyezuelo, con extraño valor, arrancando una daga, se llegó a Cortés y le dijo: Hasta agora yo he hecho lo que he podido en defensa de los míos; agora no debo más sino darle ésta, y que con ella me mates. Respondió Cortés que él no quería matarle, ni había sido su intención de dañarles; mas que su porfía tan loca tenía la culpa de tanto mal y destruición, como habían padecido; que bien sabían cuántas veces les habían requerido con la paz y amistad. Con esto le mandó poner guardia y tratar muy bien a él y a todos los demás que habían escapado.

Sucedieron en esta conquista de Méjico muchas cosas maravillosas, y no tengo por mentira, ni por encarecimiento, lo que dicen los que escriben, que favoreció Dios el negocio de los españoles con muchos milagros, y sin el favor del cielo era imposible vencerse tantas dificultades y allanarse toda la tierra al mando de tan pocos hombres. Porque, aunque nosotros fuésemos pecadores e indignos de tal favor, la causa de Dios y gloria de nuestra fe y bien de tantos millares de almas, como de aquellas naciones tenía el Señor predestinadas, requería que para la mudanza que vemos se pusiesen medios sobrenaturales y propios del que llama a su conocimiento a los ciegos y presos, y les da luz y libertad con su sagrado evangelio. Y porque esto mejor se crea y entienda, referiré algunos ejemplos que me parecen a propósito de esta historia.


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