José de Acosta
Historia natural y moral de las Indias

Libro séptimo

Capítulo XXVIII

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Capítulo XXVIII

 

De la disposición que la divina providencia ordenó en Indias para la entrada en la religión cristiana en ellas Quiero dar fin a esta Historia de Indias, con declarar la admirable traza, con que Dios dispuso y preparó la entrada del evangelio en ellas, que es mucho de considerar, para alabar y engrandecer el saber y bondad del Criador.

Por la relación y discurso que en estos libros he escrito, podrá cualquiera entender, que así en el Perú, como en la Nueva España, al tiempo que entraron los cristianos, habían llegado aquellos Reinos a lo sumo, y estaban en la cumbre de su pujanza, pues los Ingas poseían en el Perú desde el reino de Chile hasta pasado el de Quito, que son mil leguas; y estaban tan servidos y ricos de oro, plata y todas riquezas. Y en Méjico, Motezuma imperaba desde el mar océano del norte, hasta el mar del sur, siendo temido y adorado, no como hombre, sino como dios.

A este tiempo juzgó el Altísimo, que aquella piedra de Daniel, 250 que quebrantó los reinos y monarquías del mundo, quebrantase también los de estotro mundo nuevo, y así como la ley de Cristo vino, cuando la monarquía de Roma había llegado a su cumbre, así también fué en las Indias occidentales. Y verdaderamente fué suma providencia del Señor. Porque el haber en el orbe una cabeza, y un señor temporal (como notan los sagrados doctores), hizo que el evangelio se pudiese comunicar con facilidad a tantas gentes y naciones. Y lo mismo sucedió en las Indias, donde el haber llegado la noticia de Cristo a las cabezas de tantos reinos y gentes, hizo que con facilidad pasase por todas ellas.

Y aun aquí hay un particular notable, que como iban los señores de Méjico y del Cuzco conquistando tierras, iban introduciendo también su lengua, porque aunque hubo y hay muy gran diversidad de lenguas particulares y propias; pero la lengua cortesana del Cuzco corrió y corre hoy día más de mil lenguas, y la de Méjico debe correr poco menos. Lo cual para facilitar la predicación en tiempo que los predicadores no reciben el don de lenguas como antiguamente, no ha importado poco, sino muy mucho.

De cuanta ayuda haya sido para la predicación y conversión de las gentes la grandeza de estos dos imperios, que he dicho, mírelo quien quisiere en la suma dificultad que se ha experimentado en reducir a Cristo los indios que no reconocen un señor. Véanlo en la Florida, y en el Brasil, y en los Andes y en otras cien partes, donde no se ha hecho tanto efecto, en cincuenta años, como en el Perú y Nueva España en menos de cinco se hizo.

Si dicen, que el ser rica esa tierra fué la causa, yo no lo niego; pero esa riqueza era imposible habella, ni conservalla, si no hubiera monarquía. Y eso mismo es traza de Dios, en tiempo que los predicadores de el evangelio somos tan fríos y faltos de espíritu, que haya mercaderes y soldados que con el calor de la cudicia y del mando, busquen y hallen nuevas gentes, donde pacemos con nuestra mercadería. Pues como San Agustín dice, la profecía de Isaías se cumplió, en dilatarse la Iglesia de Cristo, no sólo a la diestra, sino también a la siniestra, que es como él declara, crecer por medios humanos y terrenos de hombres, que más se buscan a sí, que a Jesucristo.

Fué también gran providencia de el Señor, que cuando fueron los primeros españoles, hallaron ayuda en los mismos indios, por haber parcialidades y grandes divisiones. En el Perú está claro que la división entre los dos hermanos Atahualpa y Guáscar, recién muerto el gran rey Guaynacapa su padre, esa dió la entrada al marqués don Francisco Pizarro, y a los españoles, queriéndolos por amigos cada uno de ellos, y estando ocupados en hacerse la guerra el uno al otro. En la Nueva España no es menos averiguado, que el ayuda de los de la provincia de Tlascala, por la perpetua enemistad que tenían con los mejicanos, dió al marqués don Fernando Cortés, y a los suyos la victoria y señorío de Méjico, y sin ellos fuera imposible ganarla, ni aun sustentarse en la tierra.

Quién estima en poco a los indios, y juzga que con la ventaja que tienen los españoles de sus personas y caballos, y armas ofensivas y defensivas, podrán conquistar cualquier tierra y nación de indios, mucho, mucho se engaña. Ahí está Chile, o por mejor decir Arauco y Tucapel, que son dos valles que ha más de veinte y cinco años, que con pelear cada año, y hacer todo su posible, no les han podido ganar nuestros españoles cuasi un pie de tierra, porque perdido una vez el miedo a los caballos y arcabuces, y sabiendo que el español cae también con la pedrada, y con la flecha, atrévense los bárbaros, y éntranse por las picas, y hacen su hecho.

¿Cuántos años ha que en la Nueva España se hace gente, y va contra los Chichimecos, que son unos pocos de indios desnudos con sus arcos y flechas; y hasta el día de hoy no están vencidos, antes cada día más atrevidos y desvergonzados? ¿Pues los Chunchos, Chiriguanas, y Pilcozones y los demás de los Andes? ¿No fué la flor del Perú llevando tan grande aparato de armas y gente como vimos? ¿Qué hizo? ¿Con qué ganancia volvió? Volvió no poco contenta de haber escapado con la vida, perdido el bagaje, y caballos cuasi todos.

No piense nadie, que diciendo indios, ha de entender hombre de tronchos, y si no llegue y pruebe. Atribúyase la gloria a quien se debe, que es principalmente a Dios, y a su admirable disposición, que si Motezuma en Méjico, y el Inga en el Perú se pusieran a resistir a los españoles la entrada, poca parte fuera Cortés, ni Pizarro, aunque fueron excelentes capitanes, para hacer pie en la tierra.

Fué también no pequeña ayuda para recibir los indios bien la ley de Cristo, la gran sujeción que tuvieron a sus reyes y señores. Y la misma servidumbre y sujeción al demonio y a sus tiranías, y yugo tan pesado, fué excelente disposición para la divina Sabiduría, que de los mismos males se aprovecha para bienes y coge el bien suyo del mal ajeno, que él no sembró. Es llano, que ninguna gente de las Indias occidentales ha sido, ni es más apta para el evangelio, que los que han estado más sujetos a sus señores, y mayor carga han llevado, así de tributos y servicios, como de ritos y usos mortíferos. Todo lo que poseyeron los reyes mejicanos y del Perú, es hoy lo más cultivado de cristiandad, y donde menos dificultad hay en gobierno político y eclesiástico. El yugo pesadísimo e incomportable de las leyes de satanás, y sacrificios y ceremonias, ya dijimos arriba, que los mismos indios estaban ya tan cansados de llevarlo, que consultaban entre sí de buscar otra ley y otros dioses a quien servir. Así les pareció, y parece la ley de Cristo justa, suave, limpia, buena, igual, y toda llena de bienes.

Y lo que tiene dificultad en nuestra ley, que es creer misterios tan altos y soberanos, facilitóse mucho entre éstos, con haberles platicado el diablo otras cosas mucho más difíciles; y las mismas cosas que hurtó de nuestra ley evangélica como su modo de comunión y confesión, y adoración de tres en uno, y otras tales, a pesar del enemigo, sirvieron para que las recibiesen bien en la verdad los que en la mentira las habían recibido; en todo es Dios sabio y maravilloso, y con sus mismas armas vence al adversario, y con su lazo le coge, y con su espada le degüella.

Finalmente, quiso nuestro Dios (que había criado estas gentes, y tanto tiempo estaba, al parecer, olvidado de ellas, cuando llegó la dichosa hora) hacer, que los mismos demonios, enemigos de los hombres, tenidos falsamente por dioses, diesen a su pesar testimonio de la venida de la verdadera ley, del poder de Cristo y del triunfo de su cruz, como por los anuncios, y profecías, y señales y prodigios, arriba referidos, y por otros muchos que en el Perú, y en diversas partes pasaron, certísimamente consta. Y los mismos ministros de satanás, indios hechiceros y magos lo han confesado, y no se puede negar, porque es evidente y notorio al mundo, que donde se pone la cruz, y hay iglesias, y se confiesa el nombre de Cristo, no osa chistar el demonio, y han cesado sus pláticas y oráculos y respuestas y apariencias visibles, que tan ordinarias eran en toda su infidelidad. Y si algún maldito ministro suyo participa hoy algo de esto, es allá en las cuevas o simas, y lugares escondidísimos, y del todo remotos del nombre y trato de cristianos; sea el sumo Señor bendito por sus grandes misericordias y por la gloria de su santo nombre.

Cierto, si a esta gente, como Cristo les dió ley, y yugo suave, y carga ligera, así los que les rigen temporal y espiritualmente, no les echasen más peso del que pueden bien llevar, como las cédulas del buen Emperador, de gloriosa memoria, lo disponen y mandan, y con esto hubiese siquiera la mitad del cuidado en ayudarles a su salvación, del que se pone en aprovecharnos de sus pobres sudores y trabajos, sería la cristiandad más apacible y dichosa del mundo; nuestros pecados no dan muchas veces lugar a más bien. Pero con esto digo lo que es verdad, y para mí muy cierta, que aunque la primera entrada del evangelio en muchas partes no fué con la sinceridad y medios cristianos que debiera ser; mas la bondad de Dios sacó bien de ese mal, y hizo que la sujeción de los indios les fuese su entero remedio y salud.

Véase todo lo que en nuestros siglos se ha de nuevo allegado a la cristiandad en oriente y poniente, y véase cuán poca seguridad y firmeza ha habido en la fe y religión cristiana, donde quiera que los nuevamente convertidos han tenido entera libertad para disponer de sí a su albedrío: en los indios sujetos la cristiandad va sin duda creciendo y mejorando, y dando de cada día más fruto, y en otros de otra suerte, de principios más dichosos, va descayendo y amenazando ruina. Y aunque en las Indias occidentales fueron los principios bien trabajosos, no dejó el Señor de enviar luego muy buenos obreros y fieles ministros suyos, varones santos y apostólicos, como fueron fray Martín de Valencia, de San Francisco; fray Domingo de Betanzos, de Santo Domingo; fray Juan de Roa, de San Agustín, con otros siervos del Señor, que vivieron santamente, y obraron cosas sobre humanas. Perlados también sabios y santos y sacerdotes muy dignos de memoria, de los cuales no sólo oímos milagros notables y hechos propios de apóstoles; pero aún en nuestro tiempo los conocimos y tratamos en este grado.

Mas porque el intento mío no ha sido más que tratar lo que toca a la Historia propia de los mismos indios, y llegar hasta el tiempo que el Padre de nuestro Señor Jesucristo tuvo por bien comunicalles la luz de su palabra, no pasaré adelante, dejando para otro tiempo, o para mejor ingenio, el discurso del evangelio en las Indias occidentales, pidiendo al sumo Señor de todos, y rogando a sus siervos supliquen ahincadamente a la Divina Majestad que se digne por su bondad visitar a menudo, y acrecentar con dones del cielo la nueva cristiandad, que en los últimos siglos ha plantado en los términos de la tierra. Sea al Rey de los siglos gloria, y honra y imperio por siempre jamás. Amén.

 

Todo lo que en estos siete libros desta Historia Natural y Moral de Indias está escripto, sujeto al sentido y corrección de la Santa Iglesia Católica Romana en todo y por todo. En Madrid, 21 de febrero, 1589.

Fué impreso en Sevilla, casa de Juan de León, junto a las Siete Revueltas, 1590.

Aug. lib. 2, de conc. Evang., cap. 36.

 

 

 

 





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Dan. 2.



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