Xavier de Maistre
Expedición nocturna alrededor de mi cuarto

Capítulo XXXVII

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Capítulo XXXVII

 

El reloj del campanario de San Felipe dio lentamente las doce de la noche. Conté uno tras otro cada tintineo de la campana. Y el último me arrancó un suspiro. «He aquí, pues -me dije -, un día que acaba de mi vida»; y aunque las vibraciones decrecientes del sonido del bronce se estremezcan aún en mis oídos, la Parte de mi viaje que ha precedido a la medianoche está ya tan lejos de mí como el viaje de Ulises o el de Jasón. En este abismo del Pasado los instantes y los siglos tienen la misma duración; y el porvenir ¿tiene más realidad? Son dos nadas, entre las cuales me encuentro en equilibrio como sobre el filo de una hoja de espada. En verdad, el tiempo me parece algo tan inconcebible, que me faltaría poco para creer que no existe realmente y que lo que llamamos así no es otra cosa que un castigo del pensamiento.

 

Me regocijaba por haber encontrado esta definición del tiempo, tan tenebrosa como el tiempo mismo, cuando otro reloj dio las doce de la noche; lo cual me procuró un sentimiento desagradable. Me queda siempre un fondo de mal humor cuando me he ocupado inútilmente de un problema insoluble, y me parecía muy poco a propósito aquella segunda advertencia de la campana dirigida a un filósofo como yo. Pero sentí de veras un verdadero despecho, unos segundos después, al oír a lo lejos la tercera campana, la del convento de los capuchinos, situado en la otra orilla del Po, dar también las doce, como si lo hiciera con malicia.

 

Cuando mi tía llamaba a una vieja criada algo arisca, por la que tenía bastante afecto, sin embargo, no se contentaba, en su impaciencia, con tirar una sola vez del cordón de la campanilla, sino que tiraba sin parar hasta que la criada acudía. «Vamos, venga usted, señorita Branchet.» Y ésta, incomodada por aquellas prisas, acudía despacito y respondía con mucha acritud, antes de entrar en el salón: «Ya voy, señora, ya voyParecido fue el sentimiento malhumorado que experimenté al oír la campana indiscreta de los capuchinos dar las doce por tercera vez. «Ya lo -exclamé, tendiendo las manos en dirección del reloj -; si ya lo ; que son las doce; de sobra que lo

 

Es, a no dudarlo, merced a un consejo insidioso del espíritu maligno por lo que los hombres han encargado a esa hora dividir los días. Encerrados en sus habitaciones, duermen o se divierten, mientras la hora fatal corta un hilo de su existencia; al día siguiente se levantan alegremente, sin sospechar ni remotamente que ha pasado un día más. En vano la voz profética del bronce les anuncia la proximidad de la eternidad; en vano les repite tristemente cada hora que pasa; nada oyen, o si oyen, no comprenden. ¡Oh, medianoche.... hora terrible!... No soy supersticioso; pero esta hora me inspiró siempre una especie de temor, y tengo el presentimiento de que si alguna vez me he de morir será a la medianoche. ¿Me habré de morir, pues, algún día? ¿Cómo me moriré? Yo, que hablo, que me siento a mí mismo, que me palpo, ¿yo habré de morir? Me cuesta algún trabajo creerlo, porque, en fin, que los demás se mueran, no hay cosa más natural; eso lo vemos todos los días; vemos pasar a los muertos, ya estamos acostumbrados; pero morirse uno mismo, morirse en persona, ¡eso es un poco fuerte! Y ustedes, señores, que toman estas reflexiones como si fueran un galimatías, sabed que tal es la manera de pensar de todo el mundo, y la de usted también. Nadie piensa en que se ha de morir. Si existiera una raza de hombres inmortales, la idea de la muerte les horrorizaría más que a nosotros.

 

Hay en esto algo que no me explico. ¿Cómo es que los hombres, sin cesar agitados por la esperanza y por las quimeras del porvenir se inquietan tan poco por lo que ese porvenir les ofrece como cierto e inevitable? ¿No sería la Naturaleza bienhechora misma la que nos habría dado esta venturosa indiferencia, a fin de que pudiéramos cumplir tranquilamente nuestro destino? Creo, en efecto, que se puede ser una buena persona a carta cabal sin añadir a los males reales de la vida esa disposición de espíritu que lleva a las reflexiones lúgubres y sin atormentarse la imaginación con negros fantasmas. En fin: pienso que hay que permitirse la risa, o por lo menos sonreírse, cuantas veces la ocasión inocente se presenta.

 

Así acaba la meditación que me había inspirado el reloj de San Felipe. La habría llevado más lejos si no me hubiera asaltado algún escrúpulo acerca de la severidad de la moral que acabo de establecer. Pero como no quiero profundizar en esta duda, me puse a tararear el aire de las Locuras de España, que tiene el don de cambiar el curso de mis ideas cuando van por mal camino. Fue tan pronto el efecto, que terminé en el acto mi paseo a caballo.

 

 

 

 


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