Xavier de Maistre
Expedición nocturna alrededor de mi cuarto

Capítulo XXXVIII

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Capítulo XXXVIII

 

Antes de volverme a mi cuarto eché una mirada sobre la ciudad y la campiña sombría de Turín, que iba a dejar quizá para siempre, y les dirigí mi último adiós. Nunca me había parecido tan hermosa la noche; nunca el espectáculo que tenía bajo mis ojos me había interesado tan vivamente. Cuando hube saludado la montaña y el templo de Supergio, me despedí de las torres, de los campanarios, de todos los objetos conocidos, que nunca hubiera creído recordar tan tristemente, y del aire, y del cielo, y del río, cuyo sordo murmullo parecía responder a mi adiós. ¡Oh! Si supiera describir el sentimiento, tierno y cruel a la vez, que llenaba mi corazón, y todos los recuerdos de la más hermosa mitad de mi vida pasada que se agolpaban en torno mío, como duendecillos, para que me quedara en Turín. Pero ¡ay! Los recuerdos de la felicidad pasada son las arrugas del alma. Cuando se es desgraciado, hay que arrojarlos fuera del pensamiento, como fantasmas burlones que vienen a insultar a nuestra situación presente; es entonces mil veces preferible abandonarse a las ilusiones engañosas de la esperanza, y sobre todo hay que hacer de tripas corazón y tener buen cuidado de no hacer a nadie confidente de las propias desgracias. He notado, en los viajes ordinarios que he hecho entre los hombres, que a fuerza de ser desgraciado acaba uno por ponerse en ridículo. En estos momentos desesperados nada hay más conveniente que la nueva manera de viajar, cuya descripción se acaba de leer. Hice entonces sobre esto una experiencia decisiva; no sólo conseguí olvidar el pasado, sino también conformarme animosamente con mis penas presentes. El tiempo se las llevará, me dije para consolarme; de todo se apodera y nada olvida al pasar, y sea que queramos pararlo, sea que lo empujemos hacia adelante, según el dicho vulgar, con los hombros, nuestros esfuerzos son igualmente vanos y en nada cambian su curso invariable. Aunque me preocupo, por lo general, muy poco de su rapidez, hay circunstancias, filiaciones de ideas, que me lo recuerdan de un modo extraordinario. Es cuando los hombres se callan, cuando el demonio del ruido permanece mudo en medio de su templo, en medio de una vida aletargada, entonces es cuando el tiempo eleva su voz y se hace oír a mi alma. El silencio y la oscuridad se convierten en sus intérpretes y me revelan su marcha misteriosa; no es ya un ente de razón, que mi pensamiento no puede comprender; mis sentidos mismos lo perciben. Le veo en el cielo, llevando delante de él a las estrellas hacia el Occidente. Allí está, empujando a los ríos al mar y rodando con las nieblas a lo largo de las colinas... Escucho: los vientos gimen bajo el esfuerzo de sus alas rápidas y la campana a lo lejos se estremece a su terrible paso.

 

«Sepamos aprovecharnos, sepamos aprovecharnos de su carrera -exclamé -. Quiero emplear útilmente los instantes que me va a quitarQueriendo sacar partido de esta buena resolución, en el mismo momento me incliné hacia adelante para lanzarme valientemente a la carrera, haciendo con la lengua un chasquido que en todo tiempo ha sido destinado a arrear a las caballerías; pero que es imposible escribir, según las reglas de la ortografía:

 

gh! gh! gh!

 

y di fin a mi excursión a caballo a galope tendido.

 

 

 

 


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