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Mientras hacía estas reflexiones, preocupándome al mismo tiempo por la buena combinación de un plan de viaje, pasaba el tiempo y mi criado no volvía. Era un hombre que la necesidad me había hecho tomar a mi servicio hacia unas cuantas semanas y sobre la fidelidad del cual había entrado en sospechas. La idea de que podía haberse llevado mi maleta se me había apenas presentado, y me fui corriendo a la posada; ya era tiempo. Al dar la vuelta a la esquina de la calle donde está el hotel de la Buena Mujer le vi salir precipitadamente por la puerta, precedido de un mozo de cuerda que llevaba mi maleta. Se había encargado él mismo de mi saquito, y en vez de tomar del lado de mi casa, se encaminaba a la izquierda, en una dirección opuesta a la que debía seguir. Su intención era manifiesta; le alcancé fácilmente y, sin decirle nada, fui andando un rato a su lado antes de que él lo notara. Si se quisiera pintar la expresión del asombro y del espanto llegados al más alto grado en el semblante humano, mi criado habría sido el modelo más perfecto cuando me vio a su lado. Tuve tiempo de sobra para hacer el estudio de aquel modelo, porque estaba tan desconcertado por mi aparición inesperada y por la severidad con que yo le miraba, que continuó andando un rato a mi lado sin proferir una sola palabra, como si nos estuviéramos paseando juntos. En fin: balbuceó el pretexto de un quehacer en la calle Grand-Doire; pero le puse en buen camino, y volvimos a casa, en donde lo despedí.
Sólo fue entonces cuando me propuse hacer un nuevo viaje por mi cuarto, durante la última noche que allí tenía que pasar, y me ocupé en seguida de los preparativos.