Xavier de Maistre
Expedición nocturna alrededor de mi cuarto

Capítulo VI

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Capítulo VI

 

Sería inútil hablar de las dimensiones de mi nuevo cuarto. Se parece tanto al primero, que se les confundiría al pronto, si por una precaución del arquitecto no tuviese el techo una inclinación oblicuamente del lado de la calle, dando al tejado la dirección que exigen las leyes de la hidráulica para dar salida al agua de la lluvia. Recibe la luz por una sola abertura de dos pies y medio de ancho por cuatro pies de alto, estando unos seis a siete pies aproximadamente por encima del piso, y se llega hasta ella por una escalerilla.

 

La elevación de mi ventana por encima del suelo es una de las circunstancias favorables, que pueden ser debidas lo mismo al azar que al genio del arquitecto. La luz casi perpendicular que extendía por mi recinto le daba un aspecto misterioso. El antiguo templo del Panteón recibe la luz de una manera análoga. Además, ningún objeto exterior podía distraerme. Semejante a los navegantes que, perdidos en el vasto océano, no ven más que el cielo y el mar, yo no veía más que el cielo y mi cuarto, y los objetos exteriores más cercanos sobre los cuales podía llevar mi mirada eran la Luna y la estrella de la mañana; lo cual me ponía en una relación inmediata con el cielo y daba a mis pensamientos un vuelo elevado, que jamás habrían tenido de haber escogido mi vivienda en un piso bajo.

 

La ventana de que he hablado se elevaba por encima del tejado y constituía un precioso ventanillo. Su altura sobre el horizonte era tan grande, que cuando los primeros rayos del Sol venían a iluminarla, todavía la calle permanecía envuelta en sombras. Así es que también disfrutaba de una de las más hermosas vistas que pueden imaginarse. Pero las vistas más hermosas acaban pronto por cansarnos cuando se contemplan con demasiada frecuencia; los ojos se habitúan y se acaba por no hacer ningún caso. La situación de mi ventana me preservaba también de este inconveniente, porque no vela nunca el magnífico espectáculo de la campiña de Turín sin tener que subir cuatro o cinco escalones; lo cual me procuraba un goce siempre vivo, porque era poco frecuente. Cuando, cansado, quería un agradable recreo, terminaba mi jornada subiéndome a la ventana.

 

Desde el primer escalón no veía aún más que el cielo; no tardaba en aparecer ante mis ojos el templo colosal de Supergio. La colina de Turín sobre la cual descansa se iba elevando poco a poco ante mí, cubierta de bosques y de ricos viñedos, mostrando con orgullo al sol poniente sus jardines y sus palacios, mientras que unas viviendas sencillas y modestas parecían esconderse a medias en los valles para servir de retiro al hombre prudente y favorecer sus meditaciones.

 

¡Preciosa colina! Me has visto con frecuencia buscar tus retiros solitarios y preferir tus senderos apartados a los paseos brillantes de la capital; me has visto con frecuencia perdido en tus laberintos de césped, escuchando el trino de la alondra matinal, lleno el corazón de una vaga inquietud y del deseo ardiente de fijarme para siempre en tus valles deliciosos. Te saludo, preciosa colina; ¡estás grabada en mi corazón! ¡Ojalá el rocío celeste haga, si es posible, tus campos más fértiles y tus bosquecillos más frondosos! ¡Ojalá tus habitantes puedan disfrutar en paz de su felicidad y tus senderos sombreados series favorables y saludables! ¡Ojalá, en fin, tu tierra dichosa pueda ser siempre el dulce asilo de la verdadera filosofía, de la ciencia modesta, de la amistad sincera y hospitalaria que yo he encontrado en ella!


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