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Mientras me paseaba de este modo para excitar mi inspiración, una mujer joven y bonita, que vivía en el piso de abajo del mío, extrañándose del ruido que hacía, y acaso creyendo que daba un baile en mi cuarto, envió a su marido para enterarse de la causa del ruido. Estaba yo todavía aturdido del golpe que me había dado, cuando se entreabrió la puerta. Un hombre de alguna edad, que tenía una cara melancólica, adelantó la cabeza y echó una mirada curiosa en mi cuarto. En cuanto pasó la sorpresa que le produjo verme solo le dejé hablar: «Mi mujer tiene jaqueca, caballero -me dijo con tono de enfadado -; permitame usted que le advierta que...» Inmediatamente le interrumpí y mi estilo se resintió de la elevación de mis pensamientos. «Respetable mensajero de mi hermosa vecina -le dije en el lenguaje de los bardos -: ¿por qué tus ojos brillan bajo tus pobladas cejas como dos meteoros en la selva negra de Cromba? Tu hermosa compañera es un rayo de luz, y yo moriría cien veces antes que querer perturbar su reposo; pero tu aspecto, ¡oh, respetable mensajero!... Tu aspecto es sombrío como la cintra más alta de la caverna de Camora, cuando las nubes, amontonadas, de la tempestad oscurecen la faz de la noche y pesan sobre las campiñas silenciosas de Morvem.»
El vecino, que por lo visto no había leído nunca las poesías de Ossian, tomó equivocadamente el arrebato de entusiasmo que me animaba por un acceso de locura, y me pareció bastante confuso. Mi intención no era ofenderle; le ofrecí asiento y le rogué que se sentara; pero advertí que se retiraba lentamente y se persignaba, murmurando entre dientes: E matto, per Baceo, e matto. (Está loco de remate, por Baco, está loco de remate.)