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Tal fue la suerte de mi paloma artificial. Cuando el genio de la Mecánica la destinaba a seguir al águila en los cielos, el Destino le dio las inclinaciones de un topo.
Me paseaba tristemente y desalentado, como se está siempre tras una gran esperanza fallida, cuando al alzar los ojos vi una bandada de grullas que pasaba volando. Me paré para examinarlas. Avanzaban en orden triangular, como la columna inglesa en la batalla de Fontenay. Las veía atravesar el cielo de nube en nube. «¡Ah, qué bien vuelan! -decía yo en voz baja - ¡Con qué seguridad parecen deslizarse sobre el invisible sendero que recorren!» ¿Lo confesaré? ¡Ay! Pido por ello perdón. El horrible sentimiento de la envidia ha entrado una vez, una sola vez, en mi corazón, y lo suscitaba una bandada de grullas. Las seguía con la mirada, envidiándolas, hasta los límites del horizonte. Un largo rato inmóvil, en medio de la muchedumbre que se paseaba, observé el movimiento rápido de las golondrinas, y me asombré de verlas suspendidas en los aires, como si nunca hubiese visto aquel fenómeno. El sentimiento de una admiración profunda, ignorado por mí hasta entonces, iluminaba mi alma. Creía ver la Naturaleza por primera vez. Oía con sorpresa el zumbido de las moscas, el canto de los pájaros y ese ruido misterioso y confuso de la creación viva que entona un himno involuntario a su Creador. Concierto inefable, al cual sólo el hombre tiene el privilegio sublime de poder añadir acentos de gratitud. «¿Quién es el autor de este brillante mecanismo? -exclamé en el transporte que me animaba -. ¿Quién es Aquel que, abriendo su mano creadora, lanzó a los aires la primera golondrina? ¿Aquel que dio la orden a esos árboles de salir de la tierra y elevar sus ramas hacia el cielo? Y a ti que vas andando majestuosamente bajo su sombra, criatura hechicera, cuyos encantos imponen el respeto y el amor, ¿quién te ha puesto sobre la Tierra para hacerla más bella? ¿Cuál es el pensamiento que dibujó tus formas divinas, que fue bastante poderoso para crear la mirada y la sonrisa de la inocente beldad? Y yo mismo, que siento palpitar mi corazón..., ¿cuál es el objeto de mi existencia? ¿Qué soy yo y de dónde vengo, yo, el autor de la paloma artificial centrípeta?...» Apenas hube pronunciado esta palabra bárbara, cuando, volviendo en mí de repente, como un hombre dormido al cual arrojasen un cubo de agua, me apercibí de que varias personas me habían rodeado para examinarme, mientras mi entusiasmo me hacia hablar solo. Vi entonces a la bella Georgina que iba unos pasos delante de mí. La mitad de su mejilla izquierda, recargada de carmín, que yo entreveía a través de los rizos de su peluca rubia, acabó de ponerme al corriente de las cosas de este mundo, del cual acababa de ausentarme un momento.