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El tiempo estaba sereno; la Vía láctea, como una ligera nube, cruzaba el cielo; un suave rayo irradiaba de cada estrella para llegar hasta mí, y al examinar una de ellas atentamente, sus compañeras parecían centellear más vivamente para atraer mis miradas.
Es para mí una delicia, siempre renovada, contemplar el cielo estrellado, y no tengo que reprocharme haber hecho un solo viaje, ni siquiera un simple paseo nocturno, sin pagar el tributo de admiración que es debido a las maravillas del firmamento. Aunque me dé cuenta de toda la impotencia de mi pensamiento, en estas elevadas meditaciones encuentro un placer que no sabría expresar ocupándome en ellas. Me gusta pensar que no es el azar lo que trae hasta mis ojos esta encarnación de los mundos remotos, y cada estrella vierte con su luz un rayo de esperanza en mi corazón. Pues qué, ¿no tendrían estas maravillas más relación conmigo que la de brillar ante mis ojos, y mi pensamiento, que se eleva hasta ellas; mi corazón, que se conmueve a su aspecto, habrían de serles extraños?... Espectador efímero de un espectáculo eterno, el hombre alza un instante los ojos hacia el cielo y los vuelve a cerrar para siempre; pero durante este instante rápido que le es concedido, desde todos los puntos del cielo y desde los confines del universo, un rayo consolador parte desde cada mundo y viene a herir sus miradas para anunciarle que existe una relación entre la inmensidad y él y que él está asociado a la eternidad.