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Un sentimiento desagradable turbaba, no obstante, el placer que yo experimentaba entregándome a estas meditaciones. ¡Cuán pocas personas, me decía a mi mismo, disfrutan ahora conmigo el espectáculo sublime que el cielo muestra inútilmente a los hombres aletargados!... Bien está, tratándose de los que duermen; ¿pero qué les costaría a los que se pasean, a los que salen en tropel del teatro, mirar un instante y admirar las brillantes constelaciones que irradian por todas partes sobre sus cabezas? No; los espectadores atentos de Scapin o de Jocrisse tendrán a menos alzar la mirada; van a volver estúpidamente a su casa, o donde sea, sin pensar que el cielo existe... ¡Qué cosa más rara!... Porque se le puede ver con frecuencia y gratis, no quieren mirarlo. Si el firmamento permaneciese siempre velado a nuestra vista; si el espectáculo que nos ofrece dependiera de un empresario, los palcos de preferencia en los tejados valdrían un dineral y las damas de Turín se disputarían con furor una luneta.
-¡Oh, si yo fuera soberano de un país -exclamé presa de justa indignación -, haría cada noche tocar a rebato y obligaría a mis súbditos de todas las edades, de todo sexo y de toda condición, a asomarse al balcón y a contemplar las estrellas!...
En este punto, la razón, que en mi reino no tiene más que un derecho dudoso de reconvención, fue, no obstante, más feliz que de ordinario en las representaciones que me propuso con motivo del edicto inconsiderado que yo quería promulgar en mis Estados: «Señor -me dijo -: ¿no se dignará Vuestra Majestad hacer una excepción en favor de las noches lluviosas, puesto que, en este caso, estando el cielo cubierto...» «Muy bien, muy bien - respondí -; no se me había ocurrido; tome usted nota de una excepción en favor de las noches lluviosas.» «Señor añadió: pienso que sería a propósito exceptuar también las noches serenas, cuando el frío es excesivo y sopla el cierzo, puesto que la ejecución rigurosa del edicto abrumaría a los felices súbditos de Vuestra Majestad con una colección de constipados y catarros.» Empezaba a ver muchas dificultades en la ejecución de mi proyecto; pero se me hacía duro tener que desandar lo andado. «Será preciso -dije - escribir al Consejo de Medicina y a la Academia de Ciencias para fijar el grado del termómetro centígrado en el cual mis súbditos puedan quedar dispensados de asomarse al balcón; pero quiero, exijo absolutamente, que la orden sea ejecutada con todo rigor.» «¿Y los enfermos, señor?» «Eso está claro: que sean exceptuados; la humanidad debe estar sobre todo.» «Si no temiera cansar a Vuestra Majestad, le haría aún observar que se podría (en el caso en que lo juzgase a propósito y en que la cosa no presentase grandes inconvenientes) añadir también una excepción en favor de los ciegos, puesto que, privados del órgano de la vista...» «Bueno; ¿está ya todo?», interrumpí de mal humor. «Perdón, señor, ¿y los enamorados? ¿El corazón tan sensible de Vuestra Majestad podría obligarles por fuerza a que contemplasen también las estrellas?» « ¡Bueno, bueno! -dijo el rey -; dejemos eso: ya pensaremos en ello más despacio. Me hará usted una Memoria sobre el asunto.»
¡Dios santo!... ¡Dios santo!... ¡Cuánto hay que reflexionar antes de promulgar un edicto de buena policía!