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Me parece oír desde aquí a la señora de Haut Castel, que no me perdona nada, pedirme cuentas de la romanza de que he hablado en el capítulo anterior. Por primera vez en mi vida me encuentro en la dura necesidad de rehusarla alguna cosa. Si insertase estos versos en mi viaje, las gentes me creerían probablemente el autor; lo cual acarrearía, sobre la necesidad de las contusiones, más de una broma pesada, que quiero evitar. Continuaré, pues, la relación de mi aventura con mi amable vecina, aventura cuya catástrofe inesperada, así como la delicadeza con la cual la he llevado, están hechas para interesar a toda clase de lectores. Pero antes de saber lo que ella me respondió y cómo fue recibida la galantería ingeniosa que yo la había dirigido, tengo que responder por anticipado a ciertas personas que se creen más elocuentes que yo y que me condenarán sin piedad por haber comenzado la conversación de una manera tan trivial, a juicio suyo. Les demostraré que si me hubiera mostrado ingenioso en aquella ocasión importante habría faltado abiertamente a las reglas de la prudencia y del buen gusto. Todo hombre que entra en conversación con una beldad diciendo una frase ingeniosa o dirigiéndola una galantería, por muy halagüeña que pueda ser, deja entrever pretensiones que no deben mostrarse más que cuando comienzan a ser fundadas. Además, si se muestra ingenioso, es evidente que trata de brillar y, por consiguiente, que piensa menos en su dama que en sí mismo. Ahora bien; las damas prefieren que se ocupen de ellas, y aunque no tengan siempre exactamente las mismas reflexiones que acabo de escribir, poseen un sentido exquisito y natural, que las enseña que una frase trivial dicha con el solo objeto de entablar la conversación y acercarse a ellas vale mil veces más que un rasgo de ingenio inspirado por la vanidad y más también (lo cual parecerá realmente asombroso) que una epístola dedicatoria en verso. Aún más: sostengo (aunque mi parecer haya de ser considerado como una paradoja) que este espíritu ligero y brillante de la conversación no es siquiera necesario tratándose de las uniones más duraderas, si realmente es el corazón quien las ha formado, y a pesar de todo lo que las personas que no han amado más que a medias digan de los largos intervalos que dejan entre ellos los sentimientos vivos del amor y de la amistad, las horas del día son siempre cortas cuando se pasan al lado de la amiga de uno y el silencio es tan interesante como la discusión.
Sea lo que quiera de mi disertación, es bien seguro que no vi nada mejor que decir, sobre el borde del tejado en que me encontraba, que las palabras antedichas. No había acabado de pronunciarlas cuando mi alma se trasladó toda entera al tímpano de mis oídos para no dejar perder el más mínimo matiz de los sonidos que esperaba oír. La bella levantó la cabeza para mirarme; sus largos cabellos se soltaron como un velo y sirvieron de fondo a su rostro encantador, que reflejaba la luz misteriosa de las estrellas. Ya su boca se había entreabierto, sus dulces palabras llegaban a sus labios... Pero ¡cielo santo! ¡Cuál fue mi sorpresa y mi terror!... Un ruido siniestro llegó hasta mis oídos: «¿Qué hace usted ahí, señora, a estas horas? ¡Quítese usted del balcón!», dijo una voz varonil y sonora desde dentro de la habitación. Me quedé petrificado.