Xavier de Maistre
Expedición nocturna alrededor de mi cuarto

Capítulo XXIII

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Capítulo XXIII

 

Había yo observado en el transcurso de mi vida que, cuando estaba enamorado según el método ordinario, mis sensaciones no respondían nunca a mis esperanzas y mi imaginación se veía defraudada en todos sus planes. Reflexionando en esto con atención, pensé que si me fuera posible extender el sentimiento que me lleva al amor individual hasta todo el sexo, que es su objetivo, me procuraría nuevos goces sin comprometerme en modo alguno. ¿Qué reproche, en efecto, podría hacerse a un hombre que se encuentra provisto de un corazón bastante enérgico para amar a todas las mujeres amables del universo? Sí, señora; yo las amo a todas, y no sólo a las que conozco o a las que espero encontrar, sino a todas las que existen sobre el haz de la Tierra. Y más aún: amo a todas las mujeres que han existido y a las que existirán, sin contar el número mayor todavía que mi imaginación saca de la nada; todas las mujeres posibles, en fin, están comprendidas en el vasto círculo de mis afectos.

 

¿Por qué injusto y raro capricho habría yo de encerrar un corazón como el mío en los límites estrechos de una sociedad? ¡Qué digo! ¿Por qué circunscribir sus expansiones en los límites de un reino, ni siquiera de una república?

 

Sentada al pie de una encina sacudida por el huracán, una joven viuda india mezcla sus suspiros con el ruido de los vientos desencadenados. Las armas del guerrero que ella amaba están colgadas sobre su cabeza, y el ruido lúgubre que hacen oír al entrechocarse lleva de nuevo a su corazón el recuerdo de su felicidad pasada. Al mismo tiempo el rayo surca las nubes y la luz lívida de los relámpagos se refleja en sus ojos inmóviles. Mientras la hoguera que ha de abrasarla se eleva, ella, sola, sin consuelo, en el estupor de la desesperación, espera una muerte espantosa, que una cruel superstición la hace preferir a la vida.

 

¡Cuán dulce y melancólico goce no habría de experimentar un hombre sensible al acercarse a aquella infortunada para consolarla! Mientras que, sentado en el césped a su lado, trato de disuadirla del horrible sacrificio y, mezclando mis suspiros con los suyos y mis lágrimas con sus lágrimas, me esfuerzo por distraerla en sus dolores, las gentes de la ciudad acuden a casa de la señora de A..., cuyo marido acaba de morirse de un ataque de apoplejía. Resuelta también ella a no sobrevivir a su desgracia, insensible a las lágrimas y a las súplicas de sus amigos, se deja morir de hambre, y desde esta mañana, que han venido imprudentemente a anunciarla la noticia, la infortunada no ha comido mas que un bizcocho y no ha bebido más que una copita de vino de Málaga. No concedo a esta mujer desolada más que la simple atención necesaria para no infringir las leyes de mi sistema universal y me marcho en seguida de su casa, porque soy, naturalmente, escrupuloso y no quiero confundirme con una multitud de consoladores, ni tampoco con las personas demasiado fáciles de consolar.

 

Las beldades desgraciadas tienen especialmente derechos sobre mi corazón, y el tributo de sensibilidad que les debo no amengua el interés que me inspiran las que son dichosas. Esta disposición varía hasta lo infinito mis placeres y me permite pasar alternativamente de la melancolía a la alegría y de una tranquilidad sentimental a la exaltación. Con frecuencia también forjo intrigas amorosas en la historia antigua y borro líneas enteras en los viejos registros del Destino. ¡Cuántas veces no he contenido la mano parricida de Virginio y salvado la vida a su hija infortunada, víctima a la vez del exceso del crimen y del de la virtud! Este suceso me llena de terror cuando se presenta a mi pensamiento; no me extraño que fuera el origen de una revolución.

 

Confío que las personas razonables, así como las almas compasivas, me agradecerán haber arreglado este asunto amistosamente, y todo hombre que conoce un poco el mundo estimará, como yo, que si hubieran dejado en paz al decenviro, este hombre apasionado habría seguramente hecho justicia a la virtud de Virginia; los padres habrían intervenido; el pobre Virginio, al fin, se habría calmado, y la boda habría sido el desenlace, según todas las formalidades requeridas por la ley.

 

¿Pero qué habría sido del infortunado amante desdeñado? Pues bien; ¿qué ha ganado con aquel homicidio el amante? Pero puesto que se empeña usted en afligirse por su suerte, le diré a usted, mi querida María, que seis meses después de la muerte de Virginia, no sólo se había consolado, sino que se había felizmente casado, y que después de haber tenido varios hijos, perdió a su mujer y se volvió a casar al cabo de seis semanas con la viuda de un tribuno del pueblo. Estas circunstancias, ignoradas hasta hoy, han sido descubiertas y descifradas en un manuscrito palimpsesto de la Biblioteca Ambrosiana por un sabio anticuario italiano. Vendrán a aumentar, desgraciadamente, con una página más la historia admirable y ya demasiado larga de la República romana.

 

 

 

 


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