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Una vez salvada la interesante Virginia, me sustraigo modestamente a su reconocimiento y, deseando siempre prestar mis servicios a las beldades, me aprovecho de la oscuridad de una noche lluviosa y voy furtivamente a abrir la tumba de una joven vestal que el Senado romano tuvo la barbarie de hacer enterrar viva por haber dejado apagarse el fuego sagrado de Vesta, o puede ser acaso por haberse quemado ligeramente. Voy andando silenciosamente por las calles extraviadas de Roma, con la alegría interior que precede a las buenas obras, sobre todo cuando no están exentas de peligro. Evito con cuidado el Capitolio, por temor de despertar a los gansos y, deslizándome a través de los guardias de la puerta Colina, llego felizmente ante la tumba sin ser visto.
Al ruido que hago levantando la losa que la cubre, la infortunada saca la cabeza desgreñada del suelo húmedo del sepulcro. La veo, a la luz de la lámpara sepulcral, lanzar en torno suyo miradas extraviadas; en su delirio, la desgraciada víctima cree estar ya en las orillas del Cocito. «¡Oh, Minos! -exclama -; ¡oh, juez inexorable!; yo amaba, es cierto, en la Tierra, contraviniendo las leyes severas de Vesta. ¡Si los dioses son tan bárbaros como los hombres, abre, abre para mí los abismos del Tártaro! Amaba y amo todavía.» «No, no; no estás aún en el reino de los muertos; ¡ven, joven infortunada, vuelve a la Tierra y vuelve a renacer a la luz y al amor!» Cogí al mismo tiempo su mano, ya helada por el frío de la tumba; la levanté en mis brazos, la apreté contra mi corazón y la arranqué, en fin, de aquel siniestro lugar, palpitante de espanto y de agradecimiento.
No vaya usted a creer, señora, que un motivo personal de ningún género sea el móvil de esta buena acción. La esperanza de interesar en mi favor a la bella ex vestal no entra para nada en cuanto hago en su favor, puesto que volvería entonces al antiguo método; puedo asegurar, palabra de viajero, que todo el tiempo que ha durado nuestro paseo, desde la puerta Colina hasta el sitio en que hoy se encuentra el panteón de los Escipiones, a pesar de la oscuridad profunda y en los momentos mismos en que su debilidad me obligaba a sostenerla en mis brazos, no he dejado de tratarla con las consideraciones y el respeto debidos a su infortunio, y la he entregado escrupulosamente a su amante, que la esperaba en el camino.