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Además de la mitad del género humano, al cual consagro un afecto tan vivo, ¿por qué no decirlo y querrán creerlo las gentes?, está dotado mi corazón de tal capacidad de ternura, que a todos los seres vivos y a las mismas cosas inanimadas las toca una buena parte. Amo a los árboles que me cobijan bajo su sombra y a los pájaros que lanzan sus trinos en la enramada, y el grito nocturno de la lechuza, y el ruido de los torrentes; amo a todo... ¡amo a la Luna!
Se ríe usted, señorita; es cómodo poner en ridículo los sentimientos que no se experimentan; pero los corazones que se parecen al mío me comprenderán.
Sí; me uno con verdadero cariño a todo lo que me rodea. Amo los caminos por donde paso, la fuente donde bebo; no me separo sin cierta pena de la rama que he cortado en la zanja; me vuelvo a mirarla después de haberla tirado: ya habíamos trabado conocimiento; siento pena por las hojas caídas, y hasta por el céfiro que pasa. ¿Dónde está ahora el que agitaba tus cabellos negros, Elisa, cuando, sentada a mi lado en las orillas del Doira, la víspera de nuestra separación eterna, me mirabas con triste silencio? ¿Dónde está tu mirada? ¿Dónde ha ido a parar aquel instante doloroso y querido?
-¡Oh, Tiempo..., divinidad terrible! No es tu cruel guadaña la que me espanta. Sólo temo a tus horribles hijos, la Indiferencia y el Olvido, que convierten en larga muerte las tres cuartas partes de nuestra existencia.
¡Ay! Aquel céfiro, aquella mirada, aquella sonrisa están tan lejos de mí como las aventuras de Ariadna. No quedan en el fondo de mi corazón más que tristes recuerdos y vanas memorias; ¡triste mezcla, sobre la cual mi vida flota todavía, como una nave desarbolada por la tempestad flota todavía unos instantes sobre el mar enfurecido!...