Xavier de Maistre
Expedición nocturna alrededor de mi cuarto

Capítulo XXIX

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Capítulo XXIX

 

Todas estas confidencias, mi querida Sofía, no la habrán hecho olvidar, así lo espero, la posición molesta en la cual me había quedado, agarrado a mi ventana. La emoción que me había producido el aspecto del lindo pie de mi vecina duraba todavía, y había vuelto a caer más que nunca bajo el encanto peligroso de la zapatilla, cuando un suceso imprevisto vino a sacarme del peligro en que me encontraba de precipitarme a la calle desde un quinto piso. Un murciélago que revoloteaba en torno de la casa, y que, viéndome inmóvil hacía tiempo, me tomé, al parecer, por una chimenea, vino de repente a posarse sobre mí y se agarró a una de mis orejas; sentí sobre mis mejillas la horrible frescura de sus alas húmedas. Todos los ecos de Turín respondieron al grito furioso que lancé a pesar mío. Los centinelas, a lo lejos, dieron el quién vive, y en la calle la marcha precipitada de una patrulla.

 

Abandoné sin gran pesar la vista del balcón, que ya no tenía ningún atractivo para mí. El frío de la noche se había apoderado de mí. Un ligero estremecimiento me sacudió de pies a cabeza, y al abrocharme la bata para entrar en calor vi con gran sentimiento que aquella sensación de frío, junta con el atropello del murciélago, había bastado para cambiar otra vez el curso de mis ideas. La zapatilla mágica no había tenido en aquel momento más influencia sobre mi que la cabellera de Berenice o cualquiera otra constelación. Calculé en seguida cuán poco razonable era pasar la noche expuesto a la intemperie del aire, en vez de seguir la voz de la Naturaleza, que nos ordena el sueño. Mi razón, que en aquel momento obraba sola en mí, me hizo ver esto demostrado como si fuera una proposición de Euclides. En fin: me quedé de pronto privado de imaginación y de entusiasmo Y entregado sin socorro a la triste realidad. ¡Existencia desagradable! Tanto valdría ser un árbol seco en un bosque, o bien un obelisco en medio de una plaza.

 

-¡Qué par de extrañas máquinas -exclamé entonces - la cabeza y el corazón del hombre! Arrastrado alternativamente por estos dos móviles de sus actos en direcciones contrarias, la última que sigue le parece siempre la mejor. ¡Oh, locura del entusiasmo y del sentimiento!, dice la fría razón. ¡Oh, debilidad e incertidumbre de la razón!, dice el sentimiento. ¿Quién podrá nunca, quién osará decidir entre ambos?

 

Pensaba yo que sería realmente grande tratar la cuestión en el mismo punto y hora y resolver de una vez a cuál de estos dos guías convenía confiarme por el resto de mis días. ¿Seguiré de hoy en adelante a mi cabeza o a mi corazón? Examinémoslo.

 

 

 

 


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