Xavier de Maistre
Expedición nocturna alrededor de mi cuarto

Capítulo XXX

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Capítulo XXX

 

Al tiempo de pronunciar estas palabras advertí un dolor sordo en aquel de mis pies que se apoyaba sobre el escalón. Estaba yo, además, muy fatigado de la posición difícil que había tenido hasta entonces. Me bajé despacio para sentarme y, dejando colgar mis piernas a derecha e izquierda de la ventana, empecé mi viaje a caballo. Siempre he preferido esta manera de viajar a todas las demás y me gustan con pasión los caballos; sin embargo, de todos los que he visto, o de las cuales he podido tener noticia, aquel cuya posesión hubiera deseado más ardientemente es el caballo de madera de que se habla en Las mil y una noches, sobre el cual se podía viajar por los aires y que partía como un relámpago cuando se daba vueltas a un pequeño tornillo que tenía entre sus orejas.

 

Ahora bien, puede advertirse que mi montura se parece mucho a la de Las mil y una noches. Por su posición, el viajero a caballo sobre una ventana comunica por un lado con el cielo y disfruta del imponente espectáculo de la Naturaleza: los meteoros y los astros están a su disposición; por el otro lado, el aspecto de su morada y de los objetos que contiene le llevan a la idea de su existencia y le hacen volver a entrar en sí mismo. Un solo movimiento de la cabeza reemplaza al tornillo encantado y basta para operar en el alma del viajero un cambio tan rápido como extraordinario. Alternativamente habitante de la tierra y de los cielos, su espíritu y su corazón recorren todos los goces que es dado al hombre disfrutar.

 

Tuve el presentimiento anticipado de todo el partido que podría sacar de mi montura. Cuando me senté bien a plomo en la silla, y arrellenado lo mejor posible, seguro de no tener nada que temer de los ladrones ni de los tropezones de mi caballo, creí la ocasión muy favorable para entregarme al examen del problema que tenía que resolver acerca de la preeminencia de la razón o del sentimiento. Pero la primera reflexión que hice sobre este asunto me paró en seco. ¿Tengo yo derecho a erigirme en juez de semejante litigio?, me dije entre ; ¿yo, que en mi conciencia fallo de antemano en favor del sentimiento?

 

Pero, por otra parte, si excluyo las personas cuyo corazón predomina sobre la cabeza, ¿a quién podré consultar? ¿A un geómetra? ¡Bah!, esas gentes están vendidas a la razón. Para decidir este punto sería necesario encontrar un hombre que hubiese recibido de la Naturaleza igual dosis de razón y de sentimiento, y que en el momento de resolver estas dos facultades estuvieran perfectamente en equilibrio... ¡Cosa imposible! Sería más fácil equilibrar una república.

 

El único juez competente sería, pues, el que no tuviera nada de común ni con una ni con otro; un hombre, en fin, sin cabeza y sin corazón. Esta extraña consecuencia sublevó a mi razón; mi corazón, por su parte, protestó de que él no había intervenido para nada en ella. Sin embargo, me parecía haber razonado del todo bien, y habría con este motivo tenido la más deplorable idea de mis facultades intelectuales si hubiese reflexionado que en las especulaciones de alta metafísica, como la de que se trata, filósofos de primer orden han sido con frecuencia llevados, mediante razonamientos lógicos, a deducir consecuencias espantosas, que han influido sobre la felicidad de la sociedad humana. Me consolaré, pues, pensando que el resultado de mis especulaciones no haría, por lo menos, daño a nadie. Dejé la cuestión indecisa y resolví, para el resto de mis días, seguir alternativamente a mi corazón o a mi cabeza, según que uno de los dos venciera al otro. Creo, en efecto, que es el mejor método. No he conseguido con él, en verdad, una gran fortuna hasta ahora, me decía a mí mismo. No importa; sigo mi camino; desciendo la senda rápida de la vida sin miedo y sin proyectos, a veces riendo, llorando a veces, y con frecuencia los dos a la par, o bien tarareando una vieja canción cualquiera para distraerme a lo largo del camino. Otras veces cojo una margarita en un rincón de la maleza; arranco las hojas una tras otra, diciéndome: «Me ama un poco, mucho, apasionadamente, nada en absoluto.» La última casi siempre coincide con este nada en absoluto. En efecto; Elisa no me ama ya.

 

Mientras me ocupo de este modo, la generación entera de los que viven va pasando; semejante a una ola inmensa, pronto va conmigo a romperse en las orillas de la eternidad, y como si el huracán de la vida no fuera bastante impetuoso, como si nos empujara demasiado lentamente a los confines de la existencia, las naciones en masa se degüellan aprisa y corriendo y anticipan el término fijado por la Naturaleza. Unos conquistadores, arrastrados ellos mismos por el torbellino rápido del tiempo, se entretienen en hacer morder el polvo a millones de hombres. ¡Eh, señores míos! ¿En qué pensáis? ¡Esperad!... Esas buenas gentes iban a morirse ellos solos; ¿no veis la ola que avanza? Ya su espuma se acerca a la orilla... ¡Esperad, en nombre del cielo, todavía un instante, y vosotros y vuestros enemigos y yo y las margaritas, todo eso va a concluir! ¿Puede uno encontrar bastante extraña semejante demencia? Vaya, pues; es una cosa resuelta: de hoy en adelante, yo mismo no volveré más a deshojar margaritas.

 

 

 

 


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