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Ya mirando por las rejillas de las puertas de los calabozos, y luego se sienta en un banco.
EL HIJO DEL CARCELERO.- Alberto... Alberto... Tú no naciste para este oficio... Un día y otro día, no ver más que lástimas, sin poder aliviarlas ni manifestar siquiera que se sienten... Mi pobre mujer tiene razón... Más vale ganar un pedazo de pan regado con el sudor de la frente, que no con las lágrimas de los desgraciados... Y si Dios nos concede un hijo, entonces... ya se lo he ofrecido: no quiero que se críe aquí, sino en medio de los campos, y nosotros con él... ¡Qué felicidad!... ¡Ea!... Fuera pereza... y vamos a concluir la requisa. (Coge un farol que habrá sobre una de las mesas y se va por una de las galerías. En el fondo del teatro se ve sólo una luz y queda casi a oscuras.)