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MILTON.-Mírame, Cromwell. Veo que tus ojos se inflaman y que vas a decirme por qué me atrevo a hablarte sin obtener tu venia. Pero mi sitio es extraño en tu Consejo de sabios: si alguno me buscara entre ellos, diría: «Ese mudo es Milton.» Ese es el papel que aquí desempeño. De este modo, yo, que haré aprender al mundo mis versos, en el Consejo de Cromwell soy el único que no tengo voz. Pero ser ciego y mudo es para mi demasiado. Te va a perder el sueño de la fatal diadema, hermano, y me quedo a pleitear por ti contra ti mismo. Quieres ser rey, Cromwell, y te dices: «Sólo por mí ha vencido el pueblo; yo he sido el que le ha llevado a los combates, por mí dirige sus súplicas, por mí vierte su sangre, por mí encuentra alivios: debo reinar, así será dichoso, porque después de tanto sufrir, ha cambiado de rey y ha renovado sus cadenas.» Este pensamiento me hace ruborizar. Desde hace quince años, revuelto el pueblo, goza en provecho tuyo de la libertad; sus grandes intereses sólo han sido para ti un negocio y la muerte del rey una herencia. Aunque te digo esto, no creas que trato de rebajarte, no; nadie puede eclipsarte: poderoso por el pensamiento y poderoso por la espada, fuiste tan grande, que en ti yo creí encontrar el ideal del héroe que soñé; y en todo Israel nadie te ha querido tanto y nadie te ha colocado a tanta altura. ¡Y por un vano título, por una palabra tan vacía como sonora, el apóstol, el héroe, el santo quiere deshonrarse! En tus designios profundos, ¿qué es lo que pretendes? ¡La púrpura, andrajo vil; el cetro, pueril juguete! Te ha arrojado la tempestad a la cumbre del Estado, y como tu suerte te embriaga, quieres adornar la cabeza con el resplandor de la aureola de los reyes, que para tu pueblo se ha desvanecido. ¡Oh, viejo!, ¿qué has hecho de tus virtudes juveniles? Te dices a ti mismo: «Es muy agradable, después de haber combatido, dormirse en el trono, rodeado de homenajes, ser rey, mandar en Westminster, rezar en Temple-Bar, atravesar, seguido de un cortejo, por entre la multitud servil y llevar florones alrededor de la cimera. ¿Pero todo son glorias, Cromwell? Acuérdate de Carlos I y no te atrevas a recoger en su sangre la corona ni a edificarte con su cadalso un trono. ¿Te atreves a ser rey? ¿No piensas, no temes que llegue un día en que, enlutado con el crespón, este mismo White-Hall, donde brilla tu grandeza, abra otra vez su ventana fatal? ¿Te sonríes? Mucha fe tienes en tu estrella. Acuérdate de Carlos Stuardo. Cuando iba a morir, cuando el hacha estaba preparada, un verdugo encubierto hizo caer su cabeza; y a pesar de ser rey, delante de su pueblo murió sin que nadie le socorriera, sin saber siquiera quién puso fin a sus días. Por su camino tú marchas a tu perdición, y un velo igual oscurece tu fortuna: teme que ella no se parezca al espectro enmascarado que sobre el cadalso aparece cuando suena su hora. Este es el desenlace terrible de los sueños del orgullo, Cromwell. Sólo por un lado el trono es abordable y se sube por él; por el otro se desciende a la tumba. Permanece siendo Cromwell.
CROMWELL.-Me habla de un modo singular mi intérprete secretario; sois demasiado poeta para pertenecer al Consejo de Estado. En el ardor de ese transporte lírico olvidasteis que soy alteza y milord; aunque mi humildad sufre en adornarse con ese título frívolo, el Pueblo por quien reino y por quien me inmolo se empeña en que lo use, y ya que me resigno a usarlo resignaos vos también.
Tiene razón en el fondo, pero me ha importunado recordándome a Carlos ..., comparándome con él... Pero se equivoca...; los reyes como Oliverio no mueren de ese modo; se les da de puñaladas, pero no se les juzga. Sin embargo, Milton me ha dejado inquieto.