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Dichos, D. CARLOS y su séquito
D. CARLOS avanza lentamente, con la mano izquierda en el pomo de la espada y la derecha en el pecho, mirando al duque con expresión de desconfianza y de cólera. D. RUY sale a recibirle y le saluda con profunda reverencia.
D. CARLOS.- ¿Por qué hoy, amado primo, tienes tan cerradas las puertas del castillo? Creía que estaba más enmohecida tu espada, e ignoraba que tuviese deseos de relucir en tu mano cuando venimos a verte. Te empeñas algo tarde en echarla de mozo. ¿Tenemos acaso moros en campaña? Me llamaré Boabdil o Mahoma y no CARLOS de Austria, para que me levantes el puente y me bajes el rastrillo?
D. CARLOS (A sus caballeros.)- Tomad las llaves y apoderaos de las puertas. (Vanse dos de los caballeros.) ¡Tratáis de despertar las rebeliones dormidas! ¡Vive Dios, señores duques, que si pretendéis hombrearos con el rey, el rey se colocará en su sitio y sentiréis que es vuestro amo y señor! A las cumbres más altas de los montes, donde tenéis los nidos, iré a destruir por mis propias manos vuestros señoríos.
RUY. (Irguiéndose.)- Los Silvas siempre fueron vasallos leales y...
D. CARLOS. (Interrumpiéndole.)-Contéstame sin rodeos, duque; contéstame, o hago arrasar tus once torres. Del incendio apagado queda una chispa encendida, de los rebeldes muertos en la refriega se salvó el caudillo: se salvó huyendo. Tú eres quien le encubre, tú ocultas en tu castillo a Hernani.
D. CARLOS.- Pues bien, quiero su cabeza o la tuya.
Ruy. (Inclinándose.)- Quedaréis satisfecho.
DOÑA SOL se deja caer en un sillón, con la cabeza entre las manos.
D. CARLOS.- Ve a traer al bandido.
El duque cruza los brazos, baja la cabeza y queda algunos momentos pensativo. El rey y DOÑA SOL le observan en silencio, agitados por emociones distintas. Por fin, el duque levanta la cabeza, se dirige al rey, le coge la mano y le lleva con lentitud ante el retrato más antiguo, que está a la derecha del espectador.
RUY.- Éste es el más antiguo de los Silvas, el abuelo, el principio de la raza, Silvius, que fue tres veces cónsul de Roma. El segundo es Galcerán de Silva, otro Cid, cuyos sagrados restos se guardan en Toro, en dorado féretro. Él fue quien libró a la ciudad de León del tributo de las cien doncellas. El tercero es D. Blas, que por su voluntad se desterró del reino por haber aconsejado mal al rey. El cuarto es D. Cristóbal: en el combate de Escalona, cuando huía del rey D. Sancho a pie, y su blanco penacho servía de puntería a los tiros enemigos, ¡Cristóbal! gritó, llamándole en su ayuda. Cristóbal le quitó el penacho y le dio su caballo. El quinto es D. Jorge, el que pagó el rescate del rey de Aragón, D. Ramiro.
D. CARLOS. (Cruzando los brazos y mirándole de pies a cabeza.)- D. Ruy Gómez, os admiro; continuad.
RUY.- Éste es Ruy Gómez de Silva, gran maestre de Santiago y de Calatrava: tomó trescientas banderas, ganó treinta batallas, y después de reconquistar para el rey a Motril, a Antequera, Suez y Níjar, murió pobre. Saludadle, señor. A su lado está D. Gil de Silva, su hijo, que fue espejo de lealtad, Este otro es D. Gaspar de Mendoza y de Silva, honor de su progenie. Todas las casas nobles tienen algo que ver con la de Silva. Sandoval nos teme y se nos enlaza; Manrique nos envidia; Lara nos respeta y Alencastre nos odia. Tocamos a la vez con los pies a los duques y con la frente a los reyes.
D. CARLOS.- ¡Os estáis burlando!
RUY.- Éste es D. Vázquez, llamado el Sabio. Éste es D. Jaime el Tuerto, que contuvo él solo un día a Zamit y a otros cien moros.
Al ver la impaciencia del rey, pasa de largo por entre algunos retratos y se dirige a los tres últimos de la izquierda.
Éste es mi noble abuelo: vivió sesenta años y guardó siempre la fe jurada hasta a los judíos. Este otro anciano de venerable aspecto es mi padre. Fue grande, aunque nació el último. Los moros de Granada habían hecho prisionero a su amigo el conde Alvar Jirón, pero mi padre reunió, para ir a buscarle, seiscientos hombres de guerra; hizo tallar en piedra un conde Alvar Jirón, que llevó consigo, jurando por su patrono no desistir de su empeño hasta que el conde de piedra menease la cabeza. Combatió por el conde y consiguió salvarle.
D. CARLOS.- Entregadme al bandido.
El duque se inclina ante el rey y se lo lleva de la mano hasta el retrato que sirve de puerta al escondrijo de HERNANI.
RUY.- Este retrato es el mío. Rey don CARLOS, os estoy agradecido, porque queréis conseguir que este retrato diga a los venideros que le contemplen: «El último Silva, hijo de una raza nobilísima, fue un traidor, que vendió la cabeza de su huésped.»
Alegría de DOÑA SOL. Movimiento de estupor en los circunstantes. Desconcertado el rey, se aleja con cólera del duque; después permanece algunos instantes en silencio, con los labios temblorosos y los ojos llameantes.
D. CARLOS.- Duque, tu castillo me estorba y lo haré derribar.
D. CARLOS.- Por tanta audacia arrasaré tus torres, y en el solar del castillo haré sembrar cáñamo.
RUY.- Prefiero, señor, ver crecer el cáñamo en el solar de mis torres, que ver caer una mancha en el blasón de los Silvas.
D. CARLOS.- En conclusión, duque, me has prometido entregarme esa cabeza...
RUY.- Señor, os he prometido la mía o la suya; os entrego la mía: tomadla.
D. CARLOS.- Bien, duque, pero yo pierdo en el cambio. La cabeza que necesito es la de un joven, que cuando se corte puede cogerse por los cabellos, lo que el verdugo no podría hacer con la tuya.
RUY.- No me afrentéis, señor; mi cabeza es ilustre y, aunque vieja, vale más que la de un rebelde.
D. CARLOS.- Entrégame a Hernani.
RUY.- Os dije lo que tenía que deciros, señor.
D. CARLOS. (A los suyos.)- Registrad todo el castillo, sin perdonar rincón ni agujero.
RUY.- Mi castillo es tan fiel como yo: sólo los dos sabemos este secreto, y los dos lo guardaremos.
D. CARLOS.- Piensa que soy el rey.
RUY.- Hasta que demolido mi castillo piedra a piedra me sirva de sepulcro, no encontraréis lo que buscáis.
D. CARLOS.- ¡Son inútiles mis ruegos y mis amenazas! Entrégame a Hernani o derribo tu cabeza y tu castillo.
D. CARLOS.- Pues en lugar de una tendré dos cabezas. (Al duque de ALCALÁ.) Prended al duque de Silva.
SOL. (Levantándose el velo e interponiéndose.)- Don CARLOS de Austria, sois un rey perverso.
D. CARLOS.- ¡Gran Dios, doña Sol!
SOL.- Bien se ve que no sois español.
D. CARLOS. (Turbado.)- Sois muy severa al juzgarme. (Se acerca a DOÑA SOL y le dice en voz baja.) Vos sois la causa de mi cólera, porque al hombre que se os acerca le convertís en ángel o en demonio; vuestros desdenes y vuestros enojos me convirtieron en tigre. Sin embargo, no quedaréis descontenta de mí. (En voz alta.) Amado primo, comprendo al fin que tus escrúpulos son legítimos; sé leal a tu huésped y desleal a tu rey. Soy mejor que tú y te perdono; pero me llevo en rehenes a tu sobrina.
RUY.- Vuestra generosidad y vuestra elocuencia perdonan la cabeza para torturar el corazón.
D. CARLOS.- Elige entre tu sobrina o el rebelde. Necesito uno de los dos.
D. CARLOS se aproxima a DOÑA SOL para llevársela y ésta se refugia en brazos de D. RUY GÓMEZ.
SOL.- Salvadme, señor. (Separándose de su tío.) (Desgraciada de mí! ¡Debo sacrificarme!) Os seguiré. (Al rey.)
D. CARLOS.- (Me ocurrió una magnífica idea.)
DOÑA SOL se dirige al cofrecillo, lo abre y toma el puñal que hay dentro y se lo esconde en el seno. D. CARLOS se dirige hacia ella y le presenta la mano.
D. CARLOS.- ¿Acaso alguna joya?
SOL.- Sí.
DOÑA SOL le da la mano y se dispone a seguirle. D. RUY, que se ha quedado inmóvil y como asombrado, de pronto grita:
RUY.- ¡Señor, dejadme a doña Sol, dejadme a mi esposa, dejadme a mi hija! ¡No tengo a nadie más en el mundo!
D. CARLOS.- Pues entregadme al bandido.
El duque vacila; mira su retrato, se vuelve hacia el rey y le dice:
RUY.- ¿Insistís en vuestros propósitos?
El duque, temblando, lleva la mano al resorte.
RUY.- ¡No! (Se arrepiente y se arrodilla a los pies del rey,) ¡Por compasión, señor, tomad mi cabeza!...
D. CARLOS.- Me llevo a doña Sol.
RUY.- Felizmente no os podéis llevar mi honor.
D. CARLOS. (Tomando la mano a DOÑA SOL.)- Adiós, duque.
El duque vuelve hacia el proscenio jadeante e inmóvil, sin ver ni oír nada, con la mirada fija y los brazos cruzados sobre el pecho; entretanto el rey sale con DOÑA SOL y con todo su séquito.
RUY.- Rey Carlos, mientras que sales alegre del castillo, mi antigua lealtad llorando sale del corazón.
Levanta la cabeza, pasea la vista a su alrededor y se encuentra solo. Se acerca a una de las panoplias, saca de ella dos espadas, las mide y las deja sobre la mesa. Después se dirige al retrato, toca el resorte y se abre la puerta secreta.