Victor Hugo
Hernani

Acto Quinto

Escena III

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Escena III

HERNANI y DOÑA SOL

     SOL.- Por fin se fueron.

     HERNANI. (Atrayéndosela.)- ¡Amor mío!

     SOL. (Ruborizándose y retrocediendo.)- Es que... me parece que es ya muy tarde.

     HERNANI.- Siempre es tarde para estar solos y juntos.

     SOL.- Me ha fatigado tanto ruido. ¿No es verdad que esa alegría aturde y ahuyenta la felicidad?

     HERNANI.- Dices bien. La felicidad es grave y busca corazones de bronce para grabarse en ellos lentamente. El placer la asusta, echándole flores, y su sonrisa está más cerca de llorar que de reír.

     SOL.- En tus ojos esa sonrisa es para mí la luz del día.

     HERNANI.- ¿Vámonos?

     SOL.- Luego, luego.

     HERNANI.- Sólo soy tu esclavo y permaneceré aquí hasta que tú me digas; reiré o contaré, lo que tú quieras, pero mi alma arde. Dile al volcán que apague sus llamas, y el volcán cerrará el cráter y volverá a cubrir su falda de verde musgo y de flores: has vencido al Vesubio, que es ya tu esclavo, y nada te importa que la lava encienda su corazón. ¿Deseas que se cubra de flores? Pues forzoso será que el volcán ardiendo florezca ante tu vista.

     SOL.- ¡Qué bondadoso eres, Hernani de mi alma!

     HERNANI.- No vuelvas a pronunciar ese nombre, porque me haces recordar todo lo que he olvidado. En otro tiempo existió un Hernani, cuyos ojos brillaban como un puñal, un proscripto que sólo respiraba odio y venganza, pero yo no conozco a ese Hernani. Yo amo los prados, las flores, los bosques; yo soy don Juan de Aragón, esposo feliz de doña Sol de Silva.

     SOL.- También yo soy dichosa.

     HERNANI.- Nada me importan ya los andrajos, que al entrar dejé a la puerta. Volví a mi palacio y un ángel del Señor me esperaba en el umbral. Entré y puse en pie sus derribadas columnas, volví a encender el hogar, abrí las ventanas, arrasé la yerba que crecía en las losas del patio y respiré la alegría y el amor. Que se me devuelvan mis torres y castillos, mi penacho, mi asiento en el Consejo de Castilla, que me entreguen a doña Sol ruborizada y pura, y que nos dejen solos a los dos, y nada quiero saber ya de mi pasado. Nada , nada dije, nada hice. Vuelvo a empezar la vida, borro mi ayer, y todo lo olvido; tú sola bastas para mi felicidad.

     SOL.- ¡Qué bien sienta ese collar de oro sobre el terciopelo negro!

     HERNANI.- Antes que a mí, viste al rey con este traje.

     SOL.- Ni lo noté siquiera. ¡Qué me importan los demás hombres! Además, eso no consiste en el terciopelo ni en el raso, porque es tu cuello el que sienta bien al collar. ¿Lo ves? Estoy alegre y lloro. ¡Qué feliz soy! Ven conmigo a respirar un poco y a contemplar esta noche hermosa.

Lo acerca a la balaustrada.

     Ya se han extinguido las antorchas y la música de la fiesta; solos nos hemos quedado la noche y nosotros. Mientras todo duerme, vela cariñosamente la naturaleza por nosotros, y como nosotros la luna reposa en el cielo, sola y respirando el aire embalsamado de las flores. Hace poco, mientras hablabas, el trémulo brillo de la luna y el timbre de tu voz llegaban juntos a mi corazón; me sentía tan alegre y tan tranquila, que hubiera querido morir en aquel momento.

     HERNANI.- ¡Quién no se olvidará de todo al oír tu voz celeste! Tu palabra es un canto sobrehumano.

     SOL.- Este silencio es demasiado lúgubre y este sosiego demasiado profundo. Dime, amor mío, ¿no quisieras ver el fondo de una estrella? ¿No quisieras que una voz nocturna, tierna y cariñosa, cantara de repente?

     HERNANI.- No hace mucho huías de la luz y de los cantos.

     SOL.- Huía del baile, pero no de un pájaro que cante en el campo, ni de un ruiseñor perdido en la oscuridad, ni de alguna flauta oída desde lejos. La música dulcifica, hace que el alma sea armoniosa y despierta mil voces que cantan en el corazón. Oír lo que te digo sería delicioso.

Óyese el sonido lejano de una bocina.

     HERNANI.- ¡Ah!

     SOL.- Dios me ha oído.

     HERNANI. (Estremeciéndose.)- (¡Desdichada!)

     SOL.- Un ángel ha comprendido mi pensamiento; será tu ángel bueno.

     HERNANI.- Sí, mi ángel bueno... (Con amargura.)

Óyese por segunda vez el sonido de la bocina.

     ¡Otra vez!

     SOL.- D. Juan, ¿has dispuesto tú esa serenata?

     HERNANI.- (El tigre aúlla y reclama su presa.)

     SOL.- Esa armonía llena el corazón de júbilo. ¿Verdad, D. Juan mío?

     HERNANI. (Levantándose con aspecto terrible.)- ¡Llámame Hernani, llámame Hernani, que todavía me persigue ese nombre fatal!

     SOL. (Temblando.)- ¿Qué tienes?

     HERNANI.- Ese anciano...

     SOL.- ¡Me espantan tus miradas! ¿Qué tienes?

     HERNANI.- ¡Ese anciano que se está riendo en las tinieblas!... ¿No lo ves?

     SOL.- ¡Estáis desvariando! ¿Quién es ese anciano?

     HERNANI.- El anciano.

     SOL.- Te ruego de rodillas que calmes mi inquietud; ¿qué secreto es ese que te atormenta?

     HERNANI.- Se lo he jurado.

     SOL.- ¿Qué le has jurado?

DOÑA SOL sigue todos los movimientos de HERNANI Con ansiedad. De pronto éste se pasa la mano por la frente.

     HERNANI - (¿Qué le iba a decir?) ¿De qué te hablaba?

     SOL.- Me decías...

     HERNANI.- No, no te decía nada.... sufría mi espíritu; pero no te inquietes.

     SOL.- ¿Necesitas que te traiga algo? Manda a tu esclava.

Vuelve a sonar la bocina.

     HERNANI.- (¡Me lo exige, me lo exige y yo se lo he jurado!) (Buscando en el cinto espada o puñal, que no lleva.) Estoy desarmado!)

     SOL.- ¿Pero qué es lo que te hace sufrir?

     HERNANI.- Una herida antigua, que creí cerrada y que vuelve a abrirse. (Alejémosla de aquí.) Sol de mi vida, escucha: en aquella cajita que en días menos felices llevaba siempre conmigo...

     SOL.- cuál es...; ¿qué quieres que haga?

     HERNANI.- Encontrarás en ella un pomo de elixir, que podrá terminar mi sufrimiento. Ve y tráemelo.

     SOL.- En seguida.

Vase DOÑA SOL por la puerta de la cámara nupcial.




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