IntraText Índice | Palabras: Alfabética - Frecuencia - Inverso - Longitud - Estadísticas | Ayuda | Biblioteca IntraText | Búsqueda |
Prefacio | «» |
Link to concordances are always highlighted on mouse hover
La aparición de este drama en el teatro dio motivo a un acto ministerial inaudito.
Al día siguiente de su estreno remitió al autor, Jouslin de la Salle, director de escena del Teatro Francés, el siguiente oficio, cuyo original conserva:
«En este momento, que son las diez y media, acabo de recibir la orden de suspender las representaciones de EL REY SE DIVIERTE, que me comunica H. Taillor en nombre del ministro.
Lo primero que le ocurrió al autor fue dudar de lo que estaba leyendo, porque el acto era arbitrario hasta lo increíble.
En efecto, la Constitución, llamada La Carta, dice: «Los franceses tienen derecho de publicar...» El texto no sólo concede el derecho de imprimir, sino el derecho de publicar. El teatro, pues, no es más que un medio de publicación como la prensa, como el grabado y como la litografía. La libertad del teatro está implícitamente consignada en la Constitución como las demás libertades del pensamiento. La ley fundamental añade: «La censura no podrá restablecerse nunca.» No dice el texto la censura de los periódicos, la censura de los libros; habla de la censura en general, de la del teatro como de la de los escritos. Las obras dramáticas no pueden ser, pues, legalmente censuradas. En otra parte la Constitución dice: «Queda abolida la confiscación.» Pues la supresión de una obra, después de haberse representado, no sólo es un acto de censura y de arbitrariedad, sino que es además una verdadera confiscación, porque usurpa violentamente al autor y al teatro su legítima propiedad.
En una palabra, para que todo sea claro, para que los cuatro o cinco grandes principios sociales que la Revolución francesa grabó en bronce queden intactos en sus pedestales de granito, la Constitución deja abolido expresamente en su último artículo todo lo que sea contrario a su letra y a su espíritu en nuestras leyes anteriores.
Esto es lo formal. El decreto ministerial que prohíbe la representación de un drama, por medio de la censura atenta a la libertad y por medio de la confiscación a la propiedad. Todo nuestro derecho público se subleva contra semejante hecho de fuerza.
El autor no se decidía a creer en tanta insolencia y en tanta locura, y se presentó en el teatro, donde le confirmaron lo ocurrido. El ministro, por sí y ante sí, redactó la susodicha orden, sin fundarse en razón alguna. El ministro usurpó la obra a su autor, su derecho y su propiedad; no le faltó más que encerrarlo en la Bastilla.
La Comedia Francesa, estupefacta y consternada, quiso dar algunos pasos cerca del ministro para obtener la revocación de tan extraña orden, pero fueron inútiles. El Consejo de ministros se había reunido aquel día, y la orden del ministro del día 23 pasó a ser el día 24 una orden de todo el Ministerio. El 23 suspendieron la representación del drama, el 24 lo prohibieron, conminando a la empresa a que borrara de los carteles el pavoroso título EL REY SE DIVIERTE. Intimaron además al Teatro Francés a que se abstuviera de quejarse. Acaso hubiera sido conveniente resistir este despotismo asiático, pero a eso no se atreven los teatros, pues el temor de que les retiren las subvenciones los convierte en siervos y en vasallos, en eunucos y en mudos.
El autor permaneció y debió permanecer extraño a estos manejos del teatro. Es poeta y no depende de ningún ministro. Los ruegos y las solicitudes que acaso le aconsejaban su interés, le prohibía entablarlas su deber de escritor libre. Pedir favor al poder era reconocerlo: la libertad y la propiedad no deben pedirse en las antesalas, y un derecho no debe solícitarse como un favor; para conseguir el favor se acude al ministro, para lograr un derecho se le pide al país. Al país, pues, se dirige el autor. Existen dos caminos para obtener la justicia: el de la opinión pública y el de los tribunales. El autor recurre a ambos.
Ante la opinión Pública el proceso está ya juzgado y ganado. Por eso el autor da las sinceras gracias a todos los individuos graves e independientes de la literatura y de las artes, que en esta ocasión le han dado tantas pruebas de simpatía y de cordialidad. Contaba con su apoyo, porque sabe que cuando se trata de luchar por la libertad de la inteligencia y del pensamiento no irá nunca solo al combate.
Por mezquinos cálculos, el gobierno se vanagloriaba de contar como auxiliares hasta con los hombres que forman en las filas de la oposición y con las pasiones literarias sublevadas hace tiempo contra el autor; el gobierno se había imaginado que los odios literarios serían más tenaces aun que los odios políticos, fundándose en que los primeros nacen del amor propio y los segundos de los intereses. El poder se equivocó: su acto brutal indignó a los hombres honrados de todas las opiniones. El autor vio con gran satisfacción aliarse a él, para afrontar la arbitrariedad y la injusticia, a muchos de los que con más violencia le atacaban el día anterior. Si por casualidad algunos odios inveterados persisten contra él, sienten ahora el auxilio momentáneo que prestaron entonces al poder. Cuantos enemigos honrados y leales cuenta el autor se le han ofrecido, tendiéndole la mano, sin perjuicio de que vuelvan al combate literario tan luego como acabe el combate político. El que es perseguido en Francia no tiene otro enemigo que su perseguidor.
Si después de sentar que el acto ministerial es odioso e incalificable y contra derecho, descendemos por un momento a discutirlo como hecho material, la primera cuestión que se nos presenta es la siguiente: ¿Por qué motivo se dictó semejante medida?
Hay que decirlo, porque así es, y porque si el porvenir se ocupa un día de la pequeñez de nuestros hombres, no será este detalle el menos curioso de este curioso acontecimiento. Parece que los encargados de censurar se han escandalizado, ofendidos en su moralidad, de EL REY SE DIVIERTE; este drama ha ofendido el pudor de los gendarmes: la brigada Leotand presenció la primera representación y la encontró obscena; la oficina de las buenas costumbres se ha tapado la cara y Vidocq se ha ruborizado. En una palabra, la consigna que la censura dio a la policía es la siguiente: El drama es inmoral. Veamos si tienen razón.
Daremos explicaciones, no a la policía, a la que yo, como hombre honrado, prohíbo hablar de estas materias, sino al escaso número de personas respetables y concienzudas, que por lo que han oído decir, o por no haberlo comprendido en la primera representación, se las ha impulsado a pronunciar tan injusto fallo. El drama corre ya impreso: si no lo habéis visto representar, leedlo, y si lo habéis visto en el teatro, leedlo también. Recordad que su estreno, más que representación, fue una especie de batalla de Montlhery (y perdonadme esta vanidosa comparación), fue una batalla en la que los parisienses y los borgoñones creyeron, ambos por su parte, haberme embolsado la victoria, como dice Matthieu.
¿Que la obra es inmoral? Vamos a verlo. Veamos primero si es inmoral en el fondo. Triboulet es deforme, está enfermo, es bufón de palacio, y esta triple miseria que le envuelve le convierte en malvado. Triboulet odia al rey, porque es rey, a los señores porque son señores y a los hombres porque no han nacido con una joroba en la espalda como él. Su único pasatiempo consiste en trabajar para que choquen los señores contra el rey, y que perezca el más débil víctima del más fuerte. Deprava al rey, le corrompe, le embrutece y le empuja hacia la tiranía, hacia la ignorancia y hacia el vicio; le introduce en medio de las familias de los nobles, señalándole con el dedo la esposa que puede seducir, la hermana que puede robar, la hija que puede perder. El rey, en manos de Triboulet, no es más que un polichinela todopoderoso, que amarga todas las existencias que el bufón se empeña en deshonrar. Un día, en medio de una fiesta, cuando Triboulet induce al rey a robar a la mujer de M. de Cossé, llega hasta el monarca Saint-Vallier y le reprocha en alta voz la deshonra de Diana de Poitiers: Triboulet insulta y escarnece a este padre, a quien el rey ha robado la hija. De aquí arranca todo el asunto del drama. Su verdadero asunto es la maldición de Saint-Vallier. Llegamos al segundo acto, y vamos a ver sobre quién recae la maldición de Saint-Vallier. Triboulet es hombre, es padre, y tiene una hija que ama con todo su corazón. Todo el interés del drama estriba en que Triboulet tiene una hija, que oculta a todo el mundo en un barrio desierto y en una casa solitaria. Cuanto más hace que corra por la ciudad el contagio del escándalo y del vicio, tanto más aislada y oculta tiene a su hija, a la que educa en la inocencia, en la fe y en el pudor. Le inquieta el temor de que se pervierta, porque él, que es perverso, sabe lo que sufre el que no es bueno. Pues bien, la maldición del anciano alcanzará a Triboulet en la única cosa que ama en el mundo, en su hija. El rey, a quien Triboulet induce a robar mujeres, robará al bufón su hija, y éste se verá castigado por la Providencia del mismo modo que Saint-Vallier. Cuando verá a su hija deshonrada y perdida, tenderá al rey un lazo para vengarla, pero también en este lazo caerá su hija. Triboulet tiene dos discípulos, el rey y su hija: al rey lo arrastra al vicio y a Blanca la encamina hacia la virtud. El uno pierde al otro: el bufón quiere robar para el rey la esposa de M. de Cossé, y roba su propia hija; quiere asesinar al rey para vengarla y es su hija la que recibe la puñalada. El castigo no se detiene en la mitad del camino; la maldición del padre de Diana cae de lleno sobre el padre de Blanca. No nos toca a nosotros decidir si este enredo encierra interés dramático; pero es claro, es evidente, es indudable que entraña una idea moral. En el fondo de algunas obras del autor se ve la fatalidad, pero en el fondo de ésta se ve la Providencia.
Repetimos que no discutimos aquí con la policía, a la que no queremos hacer tanto honor, sino con la parte del público a la que pueda parecer necesaria esta discusión.
¿Si el drama en su parte de inventiva es moral, será inmoral en su ejecución? Propuesta la cuestión de este modo, ella misma se defiende: probablemente nadie encontrará nada inmoral en los actos primero y segundo. ¿Parecerá acaso inmoral la situación del tercero? Leed ese tercer acto, y luego nos diréis con probidad que la impresión que os causa es profundamente casta, virtuosa y honrada.
¿Será inmoral el cuarto acto? ¿Desde cuándo no es permitido a un rey cortejar en la escena a una moza de posada? Esto no es nuevo, ni en la historia ni en el teatro; os diremos más: hasta la misma historia nos autorizaba para presentar en público a Francisco I, ebrio en los tabucos de la calle del Pelícano. Llevar el rey a una casa pública no sería tampoco nuevo; esto se ve en el teatro griego, que es clásico; esto se ve en Shakespeare, que representa el teatro romántico; pero esto no pasa en EL REY SE DIVIERTE. El autor del drama conoce todo lo que se refiere de la casa de Saltabadil; pero ¿por qué quieren hacerle decir lo que no ha dicho? ¿Por qué se le hace traspasar a la fuerza un límite que no traspasa? La Magdalena, tan calumniada, de su obra, no es tan descarada como las Lisetas y las Martas del teatro antiguo. La cabaña de Saltabadil es una hostería, una taberna sospechosa, una madriguera, pero no es un lupanar. Es un lugar siniestro, terrible y espantoso, pero no es un lugar obsceno.
Quedan, pues, por juzgar los detalles del estilo. El autor acepta por jueces de la austera severidad de su estilo a los mismos que se escandalizan de las palabras que pronuncia la nodriza de Julieta y el padre de Ofelia, a los que se escandalizan de Beaumarchais y de Regnard en la Escuela de las mujeres y en el Anfitrión. Pero donde el autor ha creído necesario ser franco, ha creído que debía serlo de su cuenta y riesgo, aunque siempre con gravedad y con mesura, pues le gusta el arte casto, pero no el arte gazmoño.
He aquí la obra contra la que el Ministerio intentó sublevar tantas prevenciones, acusándola de inmoralidad. El gobierno tenía motivos secretos para concitar contra EL REY SE DIVIERTE la mayoría posible de preocupaciones, y hubiera deseado que el público la ahogase sin conocerla, como para vengar un agravio imaginario; hubiera querido ahogarla como Otelo ahoga a Desdémona; pero como esto no sucedió, Yago tuvo que arrojar la máscara y encargarse de ello. Al día siguiente del estreno se prohibió de orden superior la representación de la obra.
Si por un instante aceptamos la hipótesis ridícula de que en esta ocasión, únicamente el celo por la moral pública mueve a nuestros gobernantes, que, escandalizados al ver el desenfreno de ciertos teatros, desean hacer un escarmiento contra ley y contra derecho con una obra y con un escritor, sería extraña la elección de la obra, y mucho más la elección del autor. En efecto; ¿a quién el poder miope ataca tan extrañamente? A un escritor cuyo talento es discutible, pero no su carácter; a un hombre de bien a toda prueba, ser raro y venerable en esa época; a un poeta a quien indigna la licencia en los teatros, y que hace dieciocho meses, al susurrarse que iba a establecerse la censura, fue con otros poetas dramáticos a advertir al ministro que viera lo que hacía, pero reclamando en voz alta una ley represiva para los excesos del teatro, a la vez que protestaba contra la censura, como seguramente recordará el ministro. El autor de EL REY SE DIVIERTE es un artista que se ha consagrado al arte, que jamás ha buscado éxitos por medios indignos, y que se ha acostumbrado toda su vida a mirar al público cara a cara; es un hombre sincero, que ha combatido más de una vez por la libertad y contra todo lo arbitrario; que en 1829 rechazó la indemnización que el gobierno de entonces le prometía por haberle prohibido representar Marion de Lorme; y que después de 1830, esto es, después de la Revolución de Julio, se negó contra su propio interés a permitir la representación del susodicho drama.
Ahora juzgad con conocimiento de causa: a una parte están el autor y su obra, y a otra el Ministerio y sus actos. Después de destruir la supuesta moralidad de esta obra, vamos a señalar el verdadero motivo de prohibir sus representaciones, motivo de antesala de corte y secreto, motivo que no se revela por pudor. Pero ha transpirado ya hasta el público, y como el público lo ha adivinado, no seremos más explícitos. Acaso sea útil a nuestra causa dar a nuestros adversarios ejemplo de cortesía y de moderación, y que los particulares den al gobierno lecciones de dignidad y de prudencia y el perseguido al que le persigue. Nosotros no somos de los que tratan de curar las propias heridas emponzoñando las ajenas. Realmente hay en el tercer acto de este drama un verso en el que la torpe sagacidad de algunos familiares de palacio ha descubierto una alusión, en la que el público ni el autor habían pensado hasta entonces, pero que después de denunciarle como a tal se convierte en sangrienta y cruel injuria. Ese solo verso ha sido suficiente para que el Teatro Francés recibiera la orden de no presentar ya a la curiosidad del público la frasecilla sediciosa EL REY SE DIVIERTE. Este verso, que es un hierro candente, no le vamos a citar, ni aun nos ocuparemos de él en otra parte más que en el último extremo, en el caso de que se coartase nuestra defensa.
No queremos hacer revivir antiguos escándalos históricos ahorrando en lo posible a una persona de altísima jerarquía las consecuencias de aturdimientos palaciegos. Hasta un rey puede hacérsele la guerra generosamente, y así hacemos; pero piensen los poderosos lo conveniente que es tener por amigo al que sólo puede aplastar con la censura las alusiones que se le dirigen.
Tampoco sabemos si seremos indulgente hasta con el Ministerio. El gobierno de Julio es un recién nacido, sólo cuenta treinta meses de vida, está en la cuna, por decirlo así, y le acometen rabietas infantiles. No merece que se gaste con él mucha cólera viril. Cuando crezca veremos.
Mirando la cuestión desde el punto de vista privado, la confiscación de la obra de que se trata inspira quizá más lástima al autor de este drama que a cualquier otro. En efecto, hace catorce años que escribe, y casi todas sus obras han merecido el malhadado honor de escogerse para campo de batalla en cuanto aparecen en la escena. No ha escrito obra que no haya desaparecido más o menos pronto, moviendo ruido y haciendo polvo y humo. Por lo tanto, cuando da una obra al teatro, lo que le importa, viendo que no debe esperar que el auditorio se entere el día del estreno, es que obtenga una serie de representaciones. Si el primer día ahoga su voz el tumulto y no puede comprender el público el pensamiento del drama, los días siguientes puede rectificar la impresión del primer día. Hernani consiguió cincuenta y tres representaciones, Marion de Lorme sesenta y una, pero EL REY SE DIVIERTE, gracias al atropello oficial, sólo se representó una vez. El perjuicio ocasionado al autor es considerable, porque nadie es ya capaz de ofrecerle, intacta y bajo el punto de vista en que estaba colocada, esta tercera experiencia dramática, tan importante para él.
Es curioso el momento de transición política en que nos encontramos; es uno de esos instantes de fatiga general, en los que los actos más despóticos son posibles en esta sociedad, tan penetrada de ideas de emancipación y de libertad. Francia corrió mucho y de prisa en 1830, haciendo tres buenas jornadas, tres grandes etapas en el camino de la civilización y del progreso. Ahora hay ya muchos fatigados y que, faltos de aliento, piden que se haga alto, pretendiendo detener a los espíritus generosos que no se cansan y que se empenan en seguir adelante. Quieren esperar a los rezagados que se quedaron atrás y darles tiempo para que les alcancen. De esto nace un temor tan singular a todo lo que anda, a todo lo que se menea, a todo lo que habla, a todo lo que piensa. Es situación extraña, fácil de comprender, pero difícil de definir.
En nuestra opinión, el gobierno abusa de la predisposición al reposo y del miedo a nuevas revoluciones; nos tiraniza en pequeña escala, y se equivoca para él y para nosotros. Si cree que ahora son indiferentes para los espíritus las ideas de libertad, se engaña; lo que tienen es cansancio, y llegará un día en que se le pida estrecha cuenta de los actos ilegales que acumula contra nosotros de algún tiempo a esta parte. Hace dos años podía temer que se turbase el orden, pero hoy debe temer coartar la libertad. Verdaderamente, causa profundo dolor ver cómo termina la Revolución de Julio: Mulier formosa suyerne.
Considerando la poca importancia que tiene el autor y la obra, la medida ministerial de que se trata no debía tener gran importancia. Sólo fue un desdichado golpe de Estado literario, que no tiene otro mérito que el de no desemparejar la colección de actos arbitrarios que le han precedido; pero si elevamos la cuestión, comprenderemos que aquí no se trata sólo de un drama y de un poeta, sino de la libertad y de la propiedad, y las dos están muy interesadas en esta cuestión. Se ventilan, pues, en ella altos y serios intereses, y aunque el autor se vea obligado a entablar este importante litigio por un sencillo proceso comercial contra el Teatro Francés, no pudiendo atacar directamente al Ministerio, que se ha parapetado detrás del no ha lugar del Consejo de Estado, espera que su causa aparecerá a los ojos de todo el mundo como una gran causa, el día en que la presente en la barra del tribunal consular, llevando la libertad en su mano derecha y la propiedad en su mano izquierda. El autor personalmente abogará por la independencia de su arte, y defenderá con energía su derecho, sin odio a nadie, pero también sin temor. Cuenta con el apoyo de todos, con el auxilio franco de la prensa, con la justicia de la opinión y con la equidad de los tribunales. No duda que triunfará y que se levantará el estado de sitio en la ciudad literaria lo mismo que en la ciudad política.
Cuando el autor reivindique intacta, inviolable y sagrada su libertad de poeta y de ciudadano, volverá pacíficamente a consagrarse al trabajo de toda su vida, del que se le arranca con violencia, y del que no hubiera querido separarse ni un instante. Desde luego, tiene que representar su papel político, que, aunque no lo buscó, se ve obligado a aceptar. En realidad, el poder que nos atropella no ganará mucho con que nosotros, hombres de arte, abandonemos nuestro trabajo tranquilo y solitario y vayamos a confundirnos, indignados, ofendidos y severos, con el público irreverente y burlón que hace quince años ve pasar entre silbidos a pobres diablos políticos, que creen haber edificado un edificio social porque todos los días van y vienen, sudando y jadeantes, a llevar y traer multitud de proyectos de ley desde las Tullerías al palacio de Borbón y desde el palacio de Borbón al Luxemburgo.
«» |