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El REY en el granero, SALTABADIL y MAGDALENA en la sala baja y BLANCA fuera de la casa.
BLANCA. -Me hace perder el juicio pensar que va a pasar la noche en esta casa, y no sé por qué creo que se acerca para mí el instante supremo. Perdóname, padre, si te desobedezco; si vuelvo aquí es porque no he podido resistir a la tentación... ¿Qué quiere hacer aquí y cómo terminará esto? Yo que vivía con los ojos cerrados, en completa ignorancia del mundo, me veo lanzada de repente en los tortuosos y difíciles caminos de la vida!... ¡Ay de mí, todo lo he perdido; virtud y felicidad! El ingrato ya no me ama... ¡Qué espantosa noche!... A todo se arriesga una mujer desesperada; a todo me arriesgo, yo que me asustaba de mi propia sombra. ¡Qué sucederá ahí dentro! ¡Matarán a alguno! (Se pone a observar.)
MAGDALENA. -¡Qué modo de llover y de tronar!
SALTABADIL. -Sin duda en el cielo está riñendo el matrimonio; el uno rabia y la otra llora.
BLANCA. -(¡Si mí padre supiera dónde estoy! Creo que hablan.)
MAGDALENA. -¿Sabes lo que estoy pensando?
SALTABADIL. -No lo sé.
MAGDALENA. -A ver si lo aciertas.
SALTABADIL. -No estoy ahora para acertijos.
MAGDALENA. -Pues pienso que ese joven es un buen ,mozo,
que se ha enamorado de mí según parece, y que, confiado en nuestra hospitalidad, se ha dormido. ¡No le matemos!
BLANCA. -(¡Cielos! ¡Qué oigo!)
SALTABADIL. (Sacando del baúl un saco de lona y dándoselo a su hermana.) -Recose en seguida ese saco.
MAGDALENA. -¿Para qué?
SALTABADIL. -Para meter en él el cadáver de ese buen mozo y echarlo al río.
MAGDALENA. -Pero...
SALTABADIL. -Si yo hiciera caso de ti no mataríamos a nadie; compón el saco.
BLANCA. -(Vaya un par de demonios.)
MAGDALENA. (Cosiendo el saco.) -Te obedeceré, pero hablemos.
MAGDALENA. -¿Odias a ese caballero?
SALTABADIL. -No; es capitán, y yo aprecio mucho a los hombres de espada, porque a ellos pertenezco.
MAGDALENA. -Pues es una necedad matar a un gallardo mozo por dar gusto a un repugnante jorobado.
SALTABADIL. -Pero he recibido del jorobado por matar al buen mozo diez escudos de oro a toca teja, y recibiré otros diez cuando le entregue el cadáver.
MAGDALENA. -Pues puedes matar al jorobado cuando te venga a traer los otros diez escudos, y te sale la misma cuenta.
MAGDALENA - ¿No te parece bien?
SALTABADIL. -¿Me tomas por algún bandido o por algún ladrón, que quieres que mate al cliente que me paga?
MAGDALENA. -Pues mete en el saco ese haz de leña que hay ahí, y como está oscuro, el jorobado creerá que encierra el cadáver.
SALTABADIL. -Eso es un disparate. No se lo puedo hacer creer.
MAGDALENA. -Quiero que le perdones.
SALTABADIL. -Pues es preciso que muera.
MAGDALENA. -Pues no morirá, porque le despertaré y se fugará.
BLANCA. -(¡Tiene buen corazón!)
SALTABADIL - ¿Y los diez escudos de oro?
SALTABADIL - No seas niña y déjame obrar.
Se coloca resuelta al pie de la escalera para cerrar el paso a su hermano, que, vencido por esta resistencia, vuelve al proscenio, como tratando de encontrar un medio de conciliar todo.
SALTABADIL. -El otro vendrá a medianoche a buscarme. Si de aquí a entonces viene un viajero cualquiera a pedirme posada, lo mato y lo meto en el saco en vez del militar. Estando tan oscura la noche, el jorobado no lo conocerá, y se dará por satisfecho con echar al río un cuerpo muerto. Esto es todo lo que puedo hacer por ti.
MAGDALENA. -Te lo agradezco; ¿pero quién ha de venir a la posada en semejante noche?
SALTABADIL. -Pues no hay otro medio de salvar al oficial.
BLANCA. -(¡Oh Dios! Sin duda queréis que yo muera. No debo hacer tan cruel sacrificio por un ingrato. ¡Oh Dios! No me impulséis a sacrificarme.)
MAGDALENA. -Verás cómo no se atreve nadie a pedirnos hospitalidad.
SALTABADIL. -Pues si no la pide nadie, no puedo faltar a mi palabra.
BLANCA. -(Estoy por avisar a la ronda..., ¿pero dónde la he de encontrar? Y si la encontrara, ese hombre denunciaría a mi padre.)
SALTABADIL. -Oyes? Ya está la hora muy próxima..., no tengo tiempo que perder: sólo me queda un cuarto de hora.
MAGDALENA. -Espera un momento más.
BLANCA. -(¡Esa mujer está llorando y yo la puedo socorrer!... Ya que él no me ama... ¿Para qué quiero vivir? ¡Moriré por él, pero eso es horrible!)
SALTABADIL. -No puedo esperar más.
BLANCA. -(¡Si supiera que me mataran sin hacerme sufrir! ¡Oh, Dios mío!)
SALTABADIL. -Es preciso que suba ya.
BLANCA. -(¡Morir sin haber cumplido dieciséis años! Es preciso, sin embargo...)
Llama a la puerta débilmente.
SALTABADIL. -Me parece que es el viento que hace crujir el techo.
MAGDALENA. -No, no, están llamando.
Corre a abrir el postigo y mira afuera.
SALTABADIL. -¡Es muy extraño!
MAGDALENA. -¿Quién es? Es un joven. (A SALTABADIL.) BLANCA. -¿Puedo quedarme en la posada esta noche? MAGDALENA. -Sí.
SALTABADIL. -Y dormirá bien.
SALTABADIL. -Espera un instante. Dame el puñal y lo afilaré un poco.
Le da el puñal, que lo afila en un hierro.
BLANCA. -(¡Gran Dios! ¡Afilan el arma homicida!)
MAGDALENA. -¡Pobre joven! Llama a la puerta de su tumba.
BLANCA. -(¡Estoy temblando! (Cayendo de rodillas.) ¡Dios mío, al presentarme ante ti, perdono a todos los que me han hecho daño; perdónales tú también.... desde el rey, a quien amo y compadezco, hasta ese demonio que me espera en la oscuridad para asesinarme! Voy a morir por un ingrato.) (Levantándose. Vuelve a llamar a la puerta.)
MAGDALENA. -Date prisa, que se cansa.
SALTABADIL. (Probando el filo en la mesa.) -Ya está bien. Espera que me esconda detrás de la puerta.
BLANCA. -(Oigo todo lo que dicen.)
SALTABADIL. (Detrás de la puerta con el puñal en la mano.) -Abre.
MAGDALENA. (Abriendo.) -Entrad.
BLANCA. (Retrocede un paso.) -(¡Dios me ampare!)
BLANCA. -(¡La hermana ayuda al hermano! ¡Perdónales, Dios, Y tú perdóname, padre mío!)
Entra y se ve a SALTABADIL levantar la mano con el puñal.
FIN DEL ACTO CUARTO