ACTO PRIMERO
Suena ruido de caja, y sale cayendo el infante don
ENRIQUE,
don ARIAS y don DIEGO, y algo detrás el REY don
Pedro, todos de camino
ENRIQUE: ¡Jesús mil veces!
ARIAS:
¡El cielo
te valga!
REY:
¿Qué fue?
ARIAS:
Cayó
el caballo, y arrojó
desde él al infante al suelo.
REY:
Si las torres de
Sevilla
saluda de esa manera,
¡nunca a Sevilla viniera,
nunca dejara a Castilla!
¿Enrique! ¡Hermano!
DIEGO:
¡Señor!
REY: ¿No vuelve?
ARIAS:
A un tiempo ha perdido
pulso, color y sentido.
¡Qué desdicha!
DIEGO:
¡Qué dolor!
REY:
Llegad a esa quinta bella,
que está del camino al paso,
don Arias, a ver si
acaso
recogido un poco en ella,
cobra salud el infante.
Todos os quedad aquí,
y dadme un caballo a mí,
que he de pasar
adelante;
que aunque este horror y mancilla
mi rémora pudo ser,
no me quiero detener
hasta llegar a Sevilla.
Allá llegará la
nueva
del suceso.
Vase el REY
ARIAS:
Esta ocasión
de su fiera condición
ha sido bastante prueba.
¿Quién a un hermano dejara,
tropezando de esta
suerte
en los brazos de la muerte?
¡Vive Dios!
DIEGO:
Calla, y repara
en que, si oyen las paredes,
los troncos, don Arias, ven,
y nada nos está
bien.
ARIAS: Tú, don Diego, llegar puedes
a esa quinta; y di que aquí
el infante mi señor
cayó. Pero no; mejor
será que los dos
así
le llevemos donde pueda
descansar.
DIEGO:
Has dicho bien.
ARIAS: Viva Enrique, y otro
bien
la suerte no me conceda.
Llevan al infante, y sale doña MENCÍA
y JACINTA, esclava herrada
MENCÍA: Desde la torre
los
vi,
y aunque quien son no podré
distinguir, Jacinta, sé
que una gran desdicha allí
ha sucedido. Venía
un bizarro
caballero
en un bruto tan ligero,
que en el viento parecía
un pájaro que volaba;
y es razón que lo presumas,
porque un penacho de
plumas
matices al aire daba.
El campo y el sol en ellas
compitieron resplandores;
que el campo le dio sus flores,
y el sol le dio sus
estrellas;
porque cambiaban de modo,
y de modo relucían,
que en todo al sol parecían,
y a la primavera en todo.
Corrió, pues, y
tropezó
el caballo, de manera
que lo que ave entonces era,
cuando en la tierra cayó
fue rosa; y así en rigor
imitó su
lucimiento
en sol, cielo, tierra y viento,
ave, bruto, estrella y flor.
JACINTA: ¡Ay señora! En
casa ha entrado...
MENCÍA: ¿Quién?
JACINTA:
...un confuso tropel
de gente.
MENCÍA:
¿Mas que con
él
a nuestra quinta han llegado?
Salen don ARIAS y don DIEGO, y sacan al infante don
ENRIQUE, y siéntanle en una silla
DIEGO: En las
casas de los nobles
tiene tan divino imperio
la sangre del rey, que ha dado
en la vuestra
atrevimiento
para entrar de esta manera.
MENCÍA: (¿Qué es esto que miro? ¡Ay
cielos!) Aparte
DIEGO: El infante don Enrique,
hermano del rey don Pedro,
a vuestras puertas cayó.
y llega aquí medio muerto.
MENCÍA: ¡Válgame Dios, qué desdicha!
ARIAS: Decidnos a qué aposento
podrá retirarse, en tanto
que vuelva al primero
aliento
su vida. ¿Pero qué miro?
¡Señora!
MENCÍA:
¡Don Arias!
ARIAS:
Creo
que es sueño fingido cuanto
estoy escuchando y viendo.
Que el infante don
Enrique,
más amante que primero,
vuelva a Sevilla, y te halle
con tan infeliz encuentro,
¿puede ser verdad?
MENCÍA:
Sí es;
¡y ojalá que fuera sueño!
ARIAS:
Pues, ¿qué haces aquí?
MENCÍA:
De espacio
lo sabrás; que ahora no es tiempo
sino sólo de acudir
a la vida de tu dueño.
ARIAS: ¿Quién le dijera que
así
llegara a verte?
MENCÍA:
Silencio,
que importa mucho, don Arias.
ARIAS: ¿Por qué?
MENCÍA:
Va mi honor en ello.
Entrad en ese retiro,
donde está un catre
cubierto
de un cuero turco y de flores;
y en él, aunque humilde lecho,
podrá descansar. Jacinta,
saca tú ropa al momento,
aguas y olores que sean
dignos de tan alto empleo.
Vase JACINTA
ARIAS: Los dos, mientras se adereza,
aquí al infante dejemos,
y a su remedio acudamos,
si hay en desdichas
remedio.
Vanse
don ARIAS y don DIEGO
MENCÍA:
Ya se fueron, ya he quedado
sola. ¡Oh quién pudiera, ah cielos,
con licencia de su honor
hacer aquí sentimientos!
¡Oh quién pudiera dar
voces,
y romper con el silencio
cárceles de nieve, donde
está aprisionado el fuego,
que ya, resuelto en cenizas,
es ruina que está
diciendo:
"Aquí fue amor"! Mas ¿qué digo?
¿Qué es esto, cielos, qué es esto?
Yo soy quien soy. Vuelva el aire
los repetidos acentos
que llevó; porque aun perdidos,
no es bien que publiquen ellos
lo que yo debo callar,
porque ya, con más acuerdo,
ni para sentir soy mía;
y solamente me huelgo
de tener hoy que sentir,
por tener en mis deseos
que vencer; pues no hay virtud
sin experiencia. Perfeto
está el oro en el
crisol,
el imán en el acero,
el diamante en el diamante,
los metales en el fuego;
y así mi honor en sí mismo
se acrisola, cuando
llego
a vencerme, pues no fuera
sin experiencias perfecto.
¡Piedad, divinos cielos!
¡Viva callando, pues callando muero!
¡Enrique! ¡Señor!
ENRIQUE:
¿Quién llama?
MENCÍA: ¡Albricias...
ENRIQUE:
¡Válgame el cielo!
MENCÍA: ...que vive tu alteza!
ENRIQUE:
¿Dónde
estoy?
MENCÍA:
En parte, a lo menos
donde de vuestra salud
hay quien se huelgue.
ENRIQUE:
Lo creo,
si esta dicha, por ser mía,
no se deshace en el viento,
pues consultando conmigo
estoy, si despierto sueño,
o si dormido discurro,
pues a un tiempo duermo y velo.
Pero ¿para qué averiguo,
poniendo a mayores riesgos
la verdad? Nunca despierte
si es verdad que agora
duermo;
y nunca duerma en mi vida
si es verdad que estoy despierto.
MENCÍA: Vuestra alteza, gran señor,
trate prevenido y cuerdo
de su salud, cuya vida
dilate siglos eternos,
fénix de su misma fama,
imitando al que en el fuego
ave, llama, ascua y gusano,
urna, pira, voz y
incendio,
nace, vive, dura y muere,
hijo y padre de sí mesmo;
que después sabrá de mí
dónde está.
ENRIQUE:
No lo deseo;
que si estoy vivo y te
miro,
ya mayor dicha no espero;
ni mayor dicha tampoco,
si te miro estando muerto;
pues es fuerza que sea gloria
donde vive ángel tan
bello.
Y así no quiero saber
qué acasos ni qué sucesos
aquí mi vida guiaron,
ni aquí la tuya trajeron;
pues con saber que estoy
donde
estás tú, vivo contento;
y así, ni tú que decirme,
ni yo que escucharte tengo.
MENCÍA: (Presto de tantos
favores
Aparte
será desengaño el
tiempo).
Dígame ahora, ¿cómo está
vuestra alteza?
ENRIQUE:
Estoy tan bueno,
que nunca estuvo mejor;
sólo en esta pierna siento
un dolor.
MENCÍA:
Fue gran
caída;
pero en descansando, pienso
que cobraréis la salud;
y ya os están previniendo
cama donde descanséis.
Que me perdonéis, os
ruego,
la humildad de la posada;
aunque disculpada quedo...
ENRIQUE: Muy como señora habláis,
Mencía. ¿Sois vos el dueño
de esta casa?
MENCÍA:
No,
señor;
pero de quien lo es, sospecho
que lo soy.
ENRIQUE:
Y ¿quién lo es?
MENCÍA: Un ilustre caballero,
Gutierre Alfonso Solís,
mi esposo y esclavo
vuestro.
ENRIQUE: ¡Vuestro esposo!
Levántase don ENRIQUE
MENCÍA:
Sí, señor.
No os levantéis, deteneos;
ved que no podéis estar
en pie.
ENRIQUE:
Sí puedo, sí puedo.
Sale don
ARIAS
ARIAS:
Dame, gran señor, las plantas,
que mil veces todo y beso,
agradecido a la dicha
que en tu salud nos ha vuelto
la vida a todos.
Sale don DIEGO
DIEGO:
Ya puede
vuestra alteza a ese
aposento
retirarse, donde está
prevenido todo aquello
que pudo en la fantasía
bosquejar el pensamiento.
ENRIQUE: Don Arias, dame un
caballo;
dame un caballo, don Diego.
Salgamos presto de aquí.
ARIAS: ¿Qué decís?
ENRIQUE:
Que me deis presto
un caballo.
DIEGO:
Pues, señor...
ARIAS:
Mira...
ENRIQUE:
Estáse Troya ardiendo,
y Eneas de mis sentidos,
he de librarlos del fuego.
Vase don
DIEGO
¡Ay, don Arias, la caída
no fue acaso, sino agüero
de mi muerte! Y con
razón,
pues fue divino decreto
que viniese a morir yo,
con tan justo sentimiento,
donde tú estabas casada,
porque nos diesen a un
tiempo
pésames y parabienes
de tu boda y de mi entierro.
De verse el bruto a tu sombra,
pensé que, altivo y soberbio,
engendró con
osadía
bizarros atrevimientos,
cuando presumiendo de ave,
con relinchos cuerpo a cuerpo
desafïaba los rayos,
después que venció los
vientos;
y no fue sino que al ver
tu casa, montes de celos
se le pusieron delante,
porque tropezase en ellos;
que aun un bruto se
desboca
con celos; y no hay tan diestro
jinete, que allí no pierda
los estribos al correrlos.
Milagro de tu hermosura
presumí el feliz
suceso
de mi vida, pero ya,
más desengañado, pienso
que no fue sino venganza
de mi muerte; pues es cierto
que muero, y que no hay
milagros
que se examinen muriendo.
MENCÍA: Quien oyere a vuestra alteza
quejas, agravios, desprecios,
podrá formar de mi honor
presunciones y concetos
indignos de él; y yo agora,
por si acaso llevó el viento
cabal alguna razón,
sin que en partidos acentos
la troncase, responder
a tantos agravios quiero,
porque donde fueron quejas,
vayan con el mismo aliento
desengaños. Vuestra alteza,
liberal de sus deseos,
generoso de sus gustos,
pródigo de sus afectos,
puso los ojos en mí;
es verdad, yo lo confieso.
Bien sabe, de tantos
años
de experiencias, el respeto
con que constante mi honor
fue una montaña de hielo,
conquistada de las flores,
escuadrones que arma el
tiempo.
Si me casé, ¿de qué engaño
se queja, siendo sujeto
imposible a sus pasiones,
reservado a sus intentos,
pues soy para dama
más,
lo que para esposa menos?
Y así, en esta parte ya
disculpara, en la que tengo
de mujer, a vuestros pies
humilde, señor, os
ruego
no os ausentéis de esta casa,
poniendo a tan claro riesgo
la salud.
ENRIQUE:
¡Cuánto mayor
en esta casa le tengo!
GUTIERRE: Déme los pies vuestra
alteza,
si
puedo de tanto sol
tocar,
¡oh rayo español!,
la
majestad y grandeza.
Con
alegría y tristeza
hoy a
vuestras plantas llego,
y mi
aliento, lince y ciego,
entre
asombros y desmayos,
es
águila a tantos rayos,
mariposa
a tanto fuego;
tristeza de la caída
que
puso con triste efeto
a
Castilla en tanto aprieto;
y
alegría de la vida
que
vuelve restituída
a su
pompa, a su belleza,
cuando en gusto vuestra alteza
trueca ya la pena mía.
¿Quién vio triste la alegría?
¿Quién vio alegre la tristeza?
Y honrad por tan breve espacio
esta
esfera, aunque pequeña;
porque
el sol no se desdeña,
después que ilustró un palacio,
de
iluminar el topacio
de
algún pajizo arrebol.
Y pues sois rayo español,
descansad aquí; que es ley
hacer
el palacio el rey
también, si hace esfera el sol.
ENRIQUE: El gusto y pesar
estimo
del
modo que le sentís,
Gutierre Alfonso Solís;
y así
en el alma le imprimo,
donde
a tenerle me animo
guardado.
GUTIERRE:
Sabe tu alteza
honrar.
ENRIQUE:
Y aunque la grandeza
de
esta casa fuera aquí
grande esfera para mí,
pues
lo que de otra belleza,
no me puedo
detener;
que
pienso que esta caída
ha de
costarme la vida;
y no
sólo por caer,
sino
también por hacer
que
no pasase adelante
mi
intento; y es importante
irme;
que hasta un desengaño
cada
minuto es un año,
es un
siglo cada instante.
GUTIERRE: Señor, ¿vuestra alteza
tiene
causa
tal, que su inquietud
aventure la salud
de
una vida que previene
tantos aplausos?
ENRIQUE:
Conviene
llegar a Sevilla hoy.
GUTIERRE: Necio en apurar estoy
vuestro intento; pero creo
que
mi lealtad y deseo...
ENRIQUE: Y si yo la causa os doy,
¿qué diréis?
GUTIERRE:
Yo no os la pido;
que a vos, señor, no es bien hecho
examinaros el pecho.
ENRIQUE:
Pues escuchad: yo he tenido
un amigo tal, que ha sido
otro
yo.
GUTIERRE:
Dichoso fue.
ENRIQUE: A éste en mi ausencia fïé
el
alma, la vida, el gusto
en
una mujer. ¿Fue justo
que,
atropellando la fe
que debió al respeto mío,
faltase en ausencia?
GUTIERRE:
No.
ENRIQUE: Pues a otro dueño le dio
llaves de aquel albedrío;
al
pecho que yo le fío,
introdujo otro señor;
otro
goza su favor.
¿Podrá un hombre enamorado
sosegar con tal cuidado,
descansar con tal dolor?
GUTIERRE: No, señor.
ENRIQUE:
Cuando los cielos
tanto
me fatigan hoy,
que
en cualquier parte que estoy,
estoy
mirando mis celos,
tan
presentes mis desvelos
están
delante de mí,
que
aquí los miro, y así
de
aquí ausentarme deseo;
que
aunque van conmigo, creo
que
se han de quedar aquí.
MENCÍA: Dicen que el primer
consejo
ha de
ser de la mujer;
y
así, señor, quiero ser
-- perdonad si os aconsejo --
quien
os dé consuelo. Dejo
aparte celos, y
digo
que
aguardéis a vuestro amigo,
hasta
ver si se disculpa;
que
hay calidades de culpa
que
no merecen castigo.
No os despeñe vuestro brío;
mirad, aunque estéis celoso,
que
ninguno es poderoso
en el
ajeno albedrío.
Cuanto al amigo, confío
que
os he respondido ya;
cuanto
a la dama, quizá
fuerza, y no mudanza fue;
oídla
vos, que yo sé
que
ella se disculpará.
ENRIQUE: No es posible.
Sale don DIEGO
DIEGO:
Ya está allí
el
caballo apercibido.
GUTIERRE: Si es del que hoy habéis caído,
no subáis en él, y aquí
recibid, señor, de mí,
una
pía hermosa y bella,
a
quien una palma sella,
signo
que vuestra la hace;
que
también un bruto nace
con
mala o con buena estrella.
Es este prodigio, pues,
proporcionado y bien hecho,
dilatado de anca y pecho;
de
cabeza y cuello es
corto, de brazos y pies
fuerte, a uno y otro elemento
les
da en sí lugar y asiento,
siendo el bruto de la palma
tierra el cuerpo, fuego el alma,
mar
la espuma, y todo viento.
ENRIQUE: El alma aquí no
podría
distinguir lo que procura,
la
pía de la pintura,
o por
mejor bizarría,
la
pintura de la pía.
COQUÍN: Aquí entro yo. A mí me
dé
vuestra alteza mano o pie,
lo
que está -- que esto es más llano -- ,
o más
a pie, o más a mano.
GUTIERRE: Aparte, necio.
ENRIQUE:
¿Por qué?
Dejalde, su humor le abona.
COQUÍN: En hablando de la pía,
entra
la persona mía,
que
es su segunda persona.
ENRIQUE: Pues ¿quién sois?
COQUÍN:
¿No lo pregona
mi
estilo? Yo soy, en fin,
Coquín, hijo de Coquín,
de
aquesta casa escudero,
de la
pía despensero,
pues
le siso al celemín
la mitad de la comida;
y en efeto, señor, hoy,
por ser vuestro día, os doy
norabuena muy cumplida.
ENRIQUE: ¿Mi día?
COQUÍN:
Es cosa sabida.
ENRIQUE: Su día llama uno
aquél
que
es a sus gustos fïel,
y lo
fue a la pena mía;
¿cómo
pudo ser mi día?
COQUÍN: Cayendo, señor, en él;
y para que se publique
en
cuantos lunarios hay,
desde
hoy diré: "A tanto cay
San
Infante don Enrique."
GUTIERRE: Tu alteza, señor, aplique
la
espuela al ijar; que el día
ya en
la tumba helada y fría,
huésped del undoso dios,
hace
noche.
ENRIQUE:
Guárdeos Dios,
hermosísima Mencía;
y porque veáis que estimo
el
consejo, buscaré
a
esta dama, y de ella oiré
la
disculpa. (Mal
reprimo
Aparte
el
dolor, cuando me animo
a no
decir lo que callo.
Lo
que en este lance hallo,
ganar
y perder se llama;
pues
él me ganó la dama,
y yo
le gané el caballo).
Vanse el infante don ENRIQUE, don ARIAS,
don DIEGO y COQUÍN
GUTIERRE: Bellísimo dueño
mío,
ya
que vive tan unida
a dos
almas una vida,
dos
vidas a un albedrío,
de tu
amor e ingenio fío
hoy,
que licencia me des
para
ir a besar los pies
al rey
mi señor, que viene
de
Castilla; y le conviene
a
quien caballero es
irle a dar la
bienvenida.
Y
fuera de esto, ir sirviendo
al
infante Enrique, entiendo
que
es acción justa y debida,
ya
que debí a su caída
el
honor que hoy ha ganado
nuestra casa.
MENCÍA:
¿Qué cuidado
más
te lleva a darme enojos?
GUTIERRE: No otra cosa, ¡por tus ojos!
MENCÍA: ¿Quién duda que haya causado
algún deseo Leonor?
GUTIERRE: ¿Eso dices? No la nombres.
MENCÍA:
¡Oh qué tales sois los hombres!
Hoy olvido, ayer amor;
ayer gusto, y hoy rigor.
GUTIERRE: Ayer, como al sol no
veía,
hermosa
me parecía
la
luna; mas hoy, que adoro
al
sol, ni dudo ni ignoro
lo
que hay de la noche al día.
Y escúchame un argumento.
Una
llama en noche oscura
arde
hermosa, luce pura,
cuyos
rayos, cuyo aliento
dulce
ilumina del viento
la
esfera. Sale el
farol
del
cielo, y a su arrebol
toda
a sombra se reduce;
ni
arde, ni alumbra, ni luce,
que
es mar de rayos el sol.
Aplico agora; yo amaba
una
luz, cuyo esplendor
bebió
planeta mayor,
que
sus rayos sepultaba,
una
llama me alumbraba;
pero
era una llama aquélla,
que
eclipsas divina y bella
siendo de luces crisol;
porque hasta que sale el sol,
parece hermosa una estrella.
MENCÍA: ¡Qué lisonjero os
escucho!,
muy
parabólico estáis.
GUTIERRE: En fin, ¿licencia me dais?
MENCÍA: Pienso que la deseáis mucho;
por
eso cobarde lucho
conmigo.
GUTIERRE:
¿Puede en los dos
haber
engaño, si en vos
quedo yo, y vos vais en mí?
MENCÍA:
Pues, como os quedáis aquí,
adiós, don Gutierre.
GUTIERRE:
Adiós.
Vase don GUTIERRE. Sale JACINTA
JACINTA: Triste, señora, has
quedado.
MENCÍA: Sí, Jacinta, y con razón.
JACINTA: No sé qué nueva ocasión
te ha
suspendido y turbado;
que
una inquietud, un cuidado
te ha
divertido.
MENCÍA:
Es así.
JACINTA:
Bien puedes fïar de mí.
MENCÍA: ¿Quieres ver si de ti fío
mi
vida, y el honor mío:
Pues
escucha atenta.
JACINTA:
Di.
MENCÍA:
Nací en Sevilla, y en ella
me vio Enrique, festejó
mis
desdenes, celebró
mi
nombre, ¡felice estrella!
Fuése, y mi padre atropella
la
libertad que hubo en mí.
La
mano a Gutierre di,
volvió Enrique, y en rigor,
tuve amor, y tengo honor.
Esto es cuanto sé de mí.
Vanse y sale doña LEONOR
e INÉS, con mantos
INÉS: Ya sale para
entrar en la capilla.
Aquí
le espera, y a sus pies te humilla.
LEONOR: Lograré mi esperanza,
si
recibe mi agravio la venganza.
Salen el REY, un VIEJO, y SOLDADOS
SOLDADO 1:¡Plaza!
SOLDADO 2:
Tu majestad aquéste lea.
REY: Yo le haré ver.
SOLDADO 3:
Tu alteza,
señor, vea
éste.
REY:
Está bien.
SOLDADO
1:
(Pocas palabras gasta). Aparte
SOLDADO 2:Yo soy...
REY:
El memorial aqueste basta.
SOLDADO 1:Turbado estoy; mal el temor resisto.
REY: ¿De qué os turbáis?
SOLDADO
1:
¿No basta haberos visto?
REY: Sí basta. ¿Qué
pedís?
SOLDADO
1:
Yo soy soldado;
una
ventaja.
REY:
Poco habéis pedido,
para
haberos turbado.
Una
jineta os doy.
SOLDADO
1:
Felice he sido.
VIEJO: Un pobre viejo soy; limosna os
pido.
REY: Tomad este
diamante.
VIEJO: ¿Para mí os le quitáis?
REY:
Yo no os espante;
que,
para darle de una vez, quisiera
sólo
un diamante todo el mundo fuera.
LEONOR:
Señor, a vuestras plantas
mis pies turbados
llegan;
de parte de mi honor vengo a pediros
con
voces que se anegan en suspiros,
con
suspiros que en lágrimas se anegan,
justicia. Para vos y Dios apelo.
REY: Sosegaos, señora, alzad
del suelo.
LEONOR: Yo soy...
REY:
No prosigáis de esa manera.
Salíos
todos afuera.
Vanse todos
Hablad agora, porque si venisteis
de
parte del honor, como dijisteis
indigna cosa
fuera
que
en público el honor sus quejas diera,
y que
a tan bella cara
vergüenza la justicia lo costara.
LEONOR: Pedro, a quien llama el
mundo justiciero,
planeta soberano de Castilla,
a
cuya luz se alumbra este hemisferio;
Júpiter español, cuya cuchilla
rayos
esgrime de templado acero,
cuando blandida al aire alumbra y brilla;
sangriento giro, que entre nubes de oro,
corta
los cuellos de uno y otro moro;
yo soy Leonor, a quien Andalucía
llama
-- lisonja fue -- , Leonor la bella;
no
porque fuese la hermosura mía
quien
el nombre adquirió, sino la estrella;
que
quien decía bella, ya decía
infelice, que el hombre incluye y sella,
a la
sombra no más de la hermosura,
poca
dicha, señor, poca ventura.
Puso los ojos, para darme enojos,
un
caballero en mí, que ¡ojalá fuera
basilisco de amor a mis despojos,
áspid
de celos a mi primavera!
Luego
el deseo sucedió a los ojos,
el
amor al deseo, y de manera
mi
calle festejó, que en ella veía
morir
la noche, y espirar el día.
¿Con qué razones, gran señor, herida
la
voz, diré que a tanto amor postrada,
aunque el desdén me publicó ofendida,
la
voluntad me confesó obligada?
De
obligada pasé a agradecida,
luego
de agradecida a apasionada;
que
en la universidad de enamorados,
dignidades de amor se dan por grados.
Poca centella incita mucho fuego,
poco
viento movió mucha tormenta,
poca
nube al principio arroja luego
mucho
diluvio, poca luz alienta
mucho
rayo después, poco amor ciego
descubre mucho engaño; y así intenta,
siendo centella, viento, nube, ensayo,
ser
tormenta, diluvio, incendio y rayo.
Dióme palabra que sería mi esposo;
que
éste de las mujeres es el cebo
con
que engaña el honor el cauteloso
pescador, cuya pasta es el Erebo
que
aduerme los sentidos temeroso.
El
labio aquí fallece, y no me atrevo
a
decir que mintió. No es maravilla.
¿Qué
palabra se dio para cumplilla?
Con esta libertad entró en mi casa,
si
bien siempre el honor fue reservado;
porque yo, liberal de amor, y escasa
de
honor, me atuve siempre a este sagrado.
Mas
la publicidad a tanto pasa,
y
tanto esta opinión se ha dilatado,
que
en secreto quisiera más perdella,
que
con público escándalo tenella.
Pedí justicia, pero soy muy pobre;
quejéme de él, pero es muy poderoso;
y ya
que es imposible que yo cobre,
pues
se casó, mi honor, Pedro famoso,
si
sobre tu piedad divina, sobre
tu
justicia, me admites generoso,
que
me sustente en un convento pido;
Gutierre Alfonso de Solís ha sido.
REY: Señora,
vuestros enojos
siento con razón, por ser
un
Atlante en quien descansa
todo
el peso de la ley.
Si
Gutierre está casado,
no
podrá satisfacer,
como
decís, por entero
vuestro honor; pero yo haré
justicia como convenga
en
esta parte; si bien
no os
debe restituír
honor, que vos os tenéis.
Oigamos a la otra parte
disculpas
suyas; que es bien
guardar el segundo oído
para
quien llega después;
y fïad, Leonor, de mí,
que vuestra causa veré
de
suerte que no os obligue
a que
digáis otra vez
que
sois pobre, él poderoso,
siendo yo en Castilla rey.
Mas
Gutierre viene allí;
podrá, si conmigo os ve,
conocer que me informasteis
primero. Aquese cancel
os encubra, aquí aguardad,
hasta que salgáis después.
LEONOR:
En todo he de obedeceros.
Escóndese, y sale COQUÍN
COQUÍN: De sala en sala, pardiez,
a la
sombra de mi amo,
que
allí se quedó, llegué
hasta
aquí, ¡válgame Alá!
¡Vive
Dios, que está aquí el rey!
Él me
ha visto, y se mesura.
¡Plegue al cielo que no esté
muy
alto aqueste balcón,
por
si me arroja por él!
REY: ¿Quién sois?
COQUÍN:
¿Yo, señor?
REY:
Vos.
COQUÍN:
Yo,
¡válgame el cielo!, soy quien
vuestra majestad quisiere,
sin
quitar y sin poner,
porque un hombre muy discreto
me
dio por consejo ayer,
no
fuese quien en mi vida
vos
no quisieseis; y fue
de
manera la lición,
que antes, agora y
después
quien vos quisiéredes sólo
fui, quien gustaréis seré,
quien os place soy; y en esto,
mirad con quién y sin quién...
y
así, con vuestra
licencia,
por
donde vine me iré
hoy,
con mis pies de compás,
si no
con compás de pies.
REY: Aunque me habéis
respondido
cuanto pudiera saber,
quién sois os he preguntado.
COQUÍN: Y yo os hubiera también
al
tenor de la pregunta
respondido, a no temer
que
en diciéndoos quién soy, luego
por
un balcón me arrojéis,
por
haberme entrado aquí
tan
sin qué ni para qué,
teniendo un oficio yo
que
vos no habéis menester.
REY; ¿Qué oficio tenéis?
COQUÍN:
Yo soy
cierto correo de a pie,
portador de todas nuevas,
hurón de todo interés,
sin que se me haya
escapado
señor, profeso o novel;
y del
que me ha dado más,
digo
mal, mas digo bien.
Todas las cosas son mías;
y aunque lo son, esta
vez
la de
don Gutierre Alfonso
es mi
accesorio, en quien fue
mi
pasto meridiano,
un
andaluz cordobés.
Soy
cofrade del contento;
el
pesar no sé quién es,
ni
aun para servirle. En fin,
soy,
aquí donde me veis,
mayordomo de la risa,
gentilhombre del placer
y
camarero del gusto,
pues
que me visto con él.
Y por
ser esto, he temido
el
darme aquí a conocer;
porque un rey que no se
ríe,
temo
que me libre cien
esportillas batanadas,
con
pespuntes al envés,
por
vagamundo.
REY:
En fin, ¿sois
hombre, que a cargo
tenéis
la
risa?
COQUÍN:
Sí, mi señor;
y
porque lo echéis de ver,
esto
es jugar de gracioso
en
palacio.
Cúbrese
REY:
Está muy bien;
y
pues sé quién sois, hagamos
los
dos un concierto.
COQUÍN:
¿Y es?
REY:
¿Hacer reír profesáis?
COQUÍN:
Es verdad.
REY:
Pues cada vez
que me hiciéredes reír,
cien escudos os daré;
y si
no me hubieres hecho
reír
en término de un mes,
os han de sacar los dientes.
COQUÍN: Testigo falso me hacéis,
y es
ilícito contrato
de
inorme lesión.
REY:
¿Por qué?
COQUÍN: Porque quedaré lisiado
si le
aceto, ¿no se ve?
Dicen, cuando uno se ríe
que
enseña los dientes;
pues
enseñarlos yo llorando,
será
reírme al revés.
Dicen
que sois tan severo,
que a
todos dientes hacéis;
¿qué
os hice yo, que a mí
solo
deshacérmelos queréis?
Pero
vengo en el partido;
que
porque ahora me dejéis
ir libre,
no le rehúso,
pues
por lo menos un mes
me
hallo aquí como en la calle
de
vida; y al cabo de él
no es
mucho que tome postas
en mi
boca la vejez;
y así
voy a examinarme
de
cosquillas. ¡Voto a diez,
que os habéis de reír! Adiós,
y veámonos después.
Vase
COQUÍN y salen don ENRIQUE, don GUTIERRE, don DIEGO
y don
ARIAS, y toda la compañía
ENRIQUE: Déme vuestra majestad
la
mano.
REY:
Vengáis con bien,
Enrique. ¿Cómo os sentís?
ENRIQUE: Más, señor, el susto fue
que
el golpe. Estoy bueno.
GUTIERRE:
A mí
vuestra majestad me de
la
mano, si mi humildad
merece tan alto bien,
porque el suelo que pisáis
es
soberano dosel
que
ilumina de los vientos
uno y
otro
rosicler;
y
vengáis con la salud
que
este reino ha menester,
para
que os adore España,
coronado de laurel.
REY: De vos, don Gutierre
Alfonso...
GUTIERRE:
¿Las espaldas me volvéis?
REY:
...grande querellas me dan.
GUTIERRE:
Injustas deben de ser.
REY;
¿Quién es, decidme, Leonor,
una principal mujer
de Sevilla?
GUTIERRE:
Una señora,
bella, ilustre y noble es,
de lo
mejor de esta tierra.
REY: ¿Qué obligación la
tenéis,
a que
habéis correspondido
necio, ingrato y descortés?
GUTIERRE:
No os he de mentir en nada,
que el hombre, señor, de bien
no
sabe mentir jamás,
y más
delante del rey.
Servíla, y mi intento entonces
casarme con ella fue,
si no
mudara las cosas
de
los tiempos el vaivén.
Visitéla, entré en su
casa
públicamente; si bien
no le
debo a su opinión
de
una mano el interés.
Viéndome desobligado,
pude
mudarme después;
y
así, libre de este amor,
en
Sevilla me casé
con
doña Mencía de Acuña,
dama
principal, con quien
vivo,
fuera de Sevilla,
una
casa de placer.
Leonor, mal aconsejada
-- que no la aconseja bien
quien
destruye su opinión -- ,
pleitos intentó poner
a mi
desposorio, donde
el
más riguroso juez
no
halló causa contra mí,
aunque ella dice que fue
diligencia del favor.
¡Mirad vos a qué mujer
hermosa favor faltara,
si le
hubiera menester!
Con
este engaño pretende,
puesto que vos lo sabéis,
valerse de vos; y así,
yo me
pongo a vuestros pies,
donde
a la justicia vuestra
dará
la espada mi fe,
y mi
lealtad la cabeza.
REY: ¿Qué causa tuvisteis,
pues,
para
tan grande mudanza?
GUTIERRE: ¿Novedad tan grande es
mudarse un hombre? ¿No es cosa
que
cada día se
ve?
REY: Sí; pero de extremo a
extremo
pasar
el que quiso bien,
no
fue sin grande ocasión.
GUTIERRE: Suplícoos no me apretéis;
que
soy hombre que, en ausencia
de
las mujeres, daré
la
vida por no decir
cosa
indigna de su ser.
REY: ¿Luego vos causa
tuvisteis?
GUTIERRE: Sí, señor; pero creed
que
si para mi descargo
hoy
hubiera menester
decirlo, cuando importara
vida
y alma, amante fiel
de su
honor, no lo dijera.
REY: Pues yo lo quiero saber.
GUTIERRE: Señor...
REY:
Es curiosidad.
GUTIERRE: Mirad...
REY:
No me repliquéis;
que
me enojaré, por vida...
GUTIERRE: Señor, señor, no
juréis;
que
menos importa mucho
que
yo deje aquí de ser
quien
soy, que veros airado.
REY: (Que dijese le
apuré
Aparte
el
suceso en alta voz,
porque pueda responder
Leonor, si aquéste me engaña;
y si
habla verdad, porque,
convencida con su culpa,
sepa
Leonor que lo sé).
Decid, pues.
GUTIERRE:
A mi pesar
lo
digo; una noche entré
en su
casa, sentí ruido
en
una cuadra, llegué,
y al
mismo tiempo que ya
fui a
entrar, pude el bulto ver
de un
hombre, que se arrojó
del
balcón; bajé tras él,
y sin
conocerle, al fin
pudo
escaparse por pies.
ARIAS: (¡Válgame el cielo! ¿Qué es
esto Aparte
que
miro?)
GUTIERRE:
Y aunque escuché
satisfacciones, y nunca
di a
mi agravio entera fe,
fue
bastante esta aprensión
a no
casarme; porque
si amor y honor son pasiones
del ánimo, a mi entender,
quien
hizo al amor ofensa,
se le
hace al honor en él;
porque el agravio del gusto
al
alma toca también.
Sale doña LEONOR
LEONOR: Vuestra majestad perdone;
que
no puedo detener
el
golpe a tantas desdichas
que
han llegado de tropel...
REY: (¡Vive Dios, que me
engañaba! Aparte
La
prueba sucedió bien).
LEONOR: ...y oyendo contra mi honor
presunciones, fuera ley
injusta que yo, cobarde,
dejara de responder;
que
menos perder importa
la
vida, cuando me dé
este
atrevimiento
muerte,
que
vida y honor perder.
Don
Arias entró en mi casa...
ARIAS: Señora, espera, detén
la
voz, vuestra majestad,
licencia, señor me dé,
porque el honor de esta dama
me
toca a mí defender.
Esa
noche estaba en casa
de
Leonor una mujer
con
quien me hubiera casado,
si de
la parca el crüel
golpe
no cortara fiera
su
vida. Yo, amante fiel
de su
hermosura, seguí
sus
pasos, y en casa entré
de Leonor
-- atrevimiento
de
enamorado -- sin ser
parte
a estorbarlo Leonor.
Llegó
don Gutierre, pues;
temerosa, Leonor dijo
que
me retirase a aquel
aposento; yo lo hice.
¡Mil
veces mal haya, amén,
quien
de una mujer se rinde
a
admitir el parecer!
Sintióme, entró, y a la voz
de
marido, me arrojé
por
el balcón; y si entonces
volví
el rostro a su poder
porque era marido, hoy,
que
dice que no lo es,
vuelvo a ponerme delante.
Vuestra majestad me dé
campo
en que defienda altivo
que
no he faltado a quien es
Leonor, pues a un caballero
se le
concede la ley.
GUTIERRE; Yo saldré donde...
Empuñan
REY:
¿Qué es esto?
¿Cómo
las manos tenéis
en
las espadas delante
de
mí? ¿No tembláis de ver
mi
semblante: Donde estoy,
¿hay
soberbia ni altivez?
Presos los llevad al punto;
en dos torres los
tened;
y agradeced que no os pongo
las cabezas a los pies.
Vase el REY
ARIAS: Si perdió Leonor por mí
su
opinión, por mí también
la
tendrá; que esto se debe
al
honor de una mujer.
Vase don ARIAS
GUTIERRE: (No siento en desdicha
tal
Aparte
ver
riguroso y crüel
al
rey; sólo siento que hoy
Mencía, no te he de ver).
Vase don GUTIERRE
ENRIQUE: (Con ocasión de la caza,
preso
Gutierre, podré
ver
esta tarde a Mencía).
Don
Diego, conmigo ven;
que
tengo de porfïar
hasta
morir o vencer.
Vanse don ENRIQUE, don DIEGO, y acompañamiento
LEONOR: ¡Muerta quedo! ¡Plegue a Dios,
ingrato, aleve y crüel,
falso, engañador, fingido,
sin
fe, sin Dios y sin ley,
que
como inocente pierdo
mi
honor, venganza me dé
el
cielo! ¡El mismo dolor
sientas que siento, y a ver
llegues, bañado en tu sangre,
deshonras tuyas, porque
mueras con las mismas armas
que matas, amén, amén!
¡Ay
de mí!, mi honor perdí.
¡Ay
de mí!, mi muerte hallé.
Vase
FIN DEL PRIMER ACTO