JORNADA SEGUNDA
Salen doña LEONOR y doña LISARDA
LEONOR: ¡Notable melancolía
es la tuya! ¿No pudiera,
para ayudarte a sentirla,
tener parte en tus tristezas?
Descansa conmigo a solas.
¿Qué sientes?
LISARDA: Si yo supiera
decir, Leonor, lo que siento,
no fuera mi mal, no fuera
grave mi dolor; porque
no es posible que se sienta
más que se dice; y aquello
que se llora y que se cuenta
no es mucho; que antes el
mal
con eso se lisonjea.
Y yo estoy tan bien hallada
con el mío que quisiera
que durara sin matarme,
porque las desdichas nuevas
de morir aquel instante
no me tuviesen
contenta.
LEONOR: Ésa no es melancolía,
es frenesí, es rabia, es
fuerza
de mayor causa; y,
supuesto
que decírmela no quieras,
no me la niegues, si yo
la supiere.
LISARDA: (¡Yo estoy muerta! Aparte
¿Si mis extremos la han dicho
la ocasión?) Como la sepas
tú, yo no la negaré.
LEONOR: ¿Es, por ventura, tu pena
corrida de lo que has hecho
conmigo, siendo tercera
estas noches de mi amor?
LISARDA: Aunque alguna parte es ésa,
no toda. Di, si imaginas
otra cosa.
LEONOR: Sólo ésta
me daba cuidado.
LISARDA: Pues
persuádete que no es ésa;
y, supuesto que mi mal
comunicarse no deja,
no apures mi sufrimiento.
LEONOR: Dime, ¿en qué alegrarte pueda?
LISARDA: En dejarme; porque un triste
consigo solo se alegra.
LEONOR: Obedecerte deseo.
Contigo, hermana, te queda.
(¡Gran pasión es ésta, cielos! Aparte
¡Quiera Dios que por bien sea!)
Vase doña LEONOR
LISARDA: Ya estoy sola, ya bien puedo
dejar al dolor la rienda,
dar al aliento la voz,
soltar al llanto la presa
y, en mal pronunciadas voces
y en lágrimas mal
deshechas,
dar corrientes y suspiros
a los ojos y a la lengua.
Salgan, pues, salgan del
pecho
tantas desdichas y penas.
Mas no salgan; que,
aunque estoy
sola, es tan grande la afrenta
que padezco que, al decirlas,
aun de mí tengo vergüenza.
Y, antes que mi agravio diga,
el primer acento sea
la disculpa, como aquél
que en una prisión espera
morir de veneno, y toma
primero la contrayerba.
Tres peligros tiene amor;
uno el que la voz alienta,
otro el que la vista admite,
y otro el que el oído engendra.
Conociendo el de los ojos,
les dio la naturaleza
párpados, porque no fuese
disculpa el ver una ofensa.
En la lengua puso luego,
como a monstruo, como a fiera
terrible, mayores guardas
de candados y de puertas,
tras canceles de coral,
otras murallas de perlas.
Pues, siendo así que
previno
para los ojos defensa,
defensa para la voz,
¿cómo olvidó que tuviera
defensa el oído, siendo
el que aprende más apriesa?
Pues de lo que hace y ve
un hombre menos se acuerda
que de lo que oye; y no sólo
no hay guardas que le defiendan,
pero tiene, porque vaya
la voz más sonora y cierta,
quien la recoja, pues son
arcaduces las orejas.
Y, apurado este
discurso,
llevada de mis tristezas,
de lo que miran mis ojos,
ya con esta recompensa,
lo que lloran ellos mismos
de sus agravios se vengan;
de lo que la lengua dice
con suspiros la consuela;
mas el oído no tiene
ni consuelo ni defensa.
Dígalo yo que, engañada
oí la falsa sirena
de un hombre...Pero aquí el llanto
anegue la voz, y sea
mar de desdichas mi pecho,
adonde corra tormenta.
¿A un hombre -- aquí me suspende
segunda vez la vergüenza --
de humilde estado, de poca
estimación y de prendas
tan bajas, pudo el oído
tanto que la voz sujeta
y el pecho que ha sido el centro
de altivez y de soberbia?
¿Yo -- ¡cielos! -- yo a una pasión
tan rendida y tan resuelta
que me desvele un crïado,
un pícaro? La paciencia
me falta. ¡Oh qué bien,
amor,
de mis desdichas te vengas!
Un solo camino hallo
de vencer esta inclemencia
del cielo, que es verle presto;
que el verle de día refrena
la pasión que de escucharle
de noche nace. Con esta
intención le dije anoche
que a verme a estas horas venga,
pensando que Nise soy,
y estoy esperando atenta;
que si, viéndole de día
con tal traje y tales señas
de hombre bajo, mi furor
tras sí me arrastra y despeña,
tengo de darle la muerte,
porque con su vida mueran
tantos abismos de males,
tantos piélagos de
afrentas,
tantos Etnas de desdichas,
tantos Volcanes de
afrentas,
tantos montes de peligros,
tantos mares de sospechas,
tantos linajes de
agravios,
tantos géneros de penas.
Sale CELIO sin verla
CELIO: (Octavio y don Juan me dicen Aparte
que a buscar a Nise venga,
que ella dirá que me quiere,
y que la otorgue y conceda
cuanto me dijere. Yo
no sé qué enigmas son éstas.
Ellos se vienen de noche
con disfraces y cautelas
sin mí, que ya no parezco
escudero de comedia,
según que no me hallo en todo;
y, siendo así que recelan
de mí no sé qué secretos,
que allá entre los dos conciertan,
me dicen que hable con Nise.
Pero Lisarda es aquesta.)
LISARDA: (¡Qué presto vino! ¡Que un hombre Aparte
tal con cuidado me tenga!)
¿A qué efecto me nombraste?
CELIO: Por mi devoción; que es buena
la que con Santa Lisarda
tengo, que yo no pudiera
con otro efecto nombraros;
y, si es que os nombrara, fuera
por diosa de la hermosura,
por ninfa de la belleza,
emperatriz de la gala,
y de la discreción reina,
archiduquesa del garbo,
de lo prendido duquesa,
marquesa de lo parlado
y del aseo condesa,
y vizcondesa de nadie;
que no ha de ser vizcondesa,
Lisarda, si en la demanda
perder un ojo me cuesta;
que menos importará,
para lo de Dios, que sea
yo, hermosa señora mía,
bizco que vos vizcondesa.
LISARDA: (¿Que tan frías necedades, Aparte
que frïaldades tan necias
como éstas a una mujer
como yo cuidado cuestan?
¡Castigo del cielo ha sido!)
CELIO: (¡Mucho la vista pasea Aparte
por mi estatura; sin duda
que los palos me tantea,
quizá porque los esclavos
los den por razón y
cuenta.)
LISARDA: (En esto el remedio hallo; Aparte
que no hay cosa que aborrezca
más que a este hombre, si le miro.
Mas disimular es fuerza,
si así tengo de sanar.)
¿No os dije yo que no os viera
aquí otra vez?
CELIO: Sí, señora,
de lo dicho se me acuerda;
pero como son esclavos
los que han de hacer la faena,
trayendo al cuerpo del guardia
de mis costillas su leña,
no me dio mucho cuidado;
que no hay ninguno que sea
más vuestro esclavo que yo;
y, siendo yo esclavo, es fuerza
que como a prójimo suyo
ni me toquen ni me ofendan.
LISARDA: (¡Donaire de la amenaza Aparte
hace! Claramente muestra
el valor con que le he visto
alguna noche a mi puerta,
al lado de su señor,
sobre espadas y rodelas
desembarazar la calle,
para quedar solo en ella,
y es valiente. Mas ¿qué importa,
si es quien es?)
CELIO: (Diome otra vuelta. Aparte
Yo pienso que me retrata,
según me mira de atenta.)
LISARDA: (¡Qué mal talle! Pues la cara, Aparte
¡qué fealdad!)
CELIO: (Haré una apuesta Aparte
que está diciendo entre sí,
"¡Qué generosa presencia!"
Dentro don SANCHO
SANCHO: Ten, Fabricio, ese caballo.
LISARDA: Don Sancho es el que se apea.
CELIO: Siempre con don Sancho tuve
azar, y aquí no quisiera
que me hallara; que es un Cid.
LISARDA: Que una desdicha suceda
temo, y más siendo la causa
yo de que ahora a verme venga.
Excusarla me conviene.
En este aposento entra.
CELIO: ¿Qué es aposento, señora?
En un desván me metiera.
Vase CELIO
SANCHO: ¿Estás sola?
LISARDA: Si no son
compañía las tristezas,
sola estoy.
Cierra la puerta don SANCHO
¿Qué es lo que haces?
SANCHO: Cierro, Lisarda, la puerta;
que quiero quedar contigo
a solas.
LISARDA: (La puerta cierra. Aparte
Él le ha visto.)
Sale CELIO al paño
CELIO: (Malo es esto; Aparte
todos vustedes me sean
testigos, por si me mata,
de que protesto la fuerza,
para que pueda pedir
después entre la sententia
la nulidad de mi muerte.)
LISARDA: (¡Ya cerró, yo quedo muerta!) Aparte
SANCHO: Muchas veces deseé
que ocasión se me ofreciera
de hablar contigo, Lisarda,
y ninguna es como aquesta;
que si algún crïado mío
te informó de la manera
que suelen, lo que me trajo
de Milán quiero que sepas.
Yo vi en Milán una mujer tan bella...
no digo bien mujer... yo vi una diosa,
en los cielos de abril fragante estrella,
en los campos de sol luciente rosa,
tan entendida, tan sagaz, que en ella,
como de más estaba el ser hermosa,
que parece formó Naturaleza
entre la discreción tanta belleza.
Tal fue que, habiendo a mi desvelo dado
más de alguna ocasión y habiendo sido
agradecido imán de mi cuidado
y no ingrata prisión de mi sentido,
habiendo, pues, a mi temor librado
necios favores que borró el olvido,
con nueva voluntad, con nuevo empeño,
mudable me dejó por otro dueño.
Súpelo yo después de una crïada
que me dijo que ciega pretendía
aquella misma noche dar entrada
en su casa al galán que la servía;
pero que ella, a mis ansias obligada,
no a mis dádivas, dijo me
ofrecía
venderme la
ocasión. ¡Oh cuántas famas
las crïadas vendieron de sus amas!
Agradecí el aviso; que un celoso
le debe agradecer, aunque le pese;
y esperaba la noche cauteloso,
para que paso a mis traiciones diese,
cuando, viniendo a verme su penoso
amante, sin saber que yo lo fuese,
contándome sus dichas y
desvelos,
creció más la
congoja de mis celos.
Confieso que, si entonces me dijera
lo que yo en los amores ignoraba,
quedar secreto a su amistad debiera,
morir primero a mi lealtad tocaba;
mas si yo de su amor tan capaz era
que lo supe antes que él me lo contaba,
ni niego la fineza del efeto;
que lo que dos me dicen no es secreto.
Abrióme, pues, la puerta la crïada,
guiándome a su cuarto, donde aquella
deidad de la inconstancia profanada
estaba, tan mudable como bella.
La crïada a la luz fingió turbada
desconocerme, y más turbada ella,
sin fingirlo, quedó sin que supiese
cuál la verdad, cuál lo fingido fuese.
Dio voces, bajó gente, y mis venganzas
probaron en algunos los
rigores.
Si estorbé de su
amor las esperanzas,
si olvidé de mi olvido los favores,
si burlé de una fiera las mudanzas,
si castigué de un áspid los errores,
dilo tú, aunque ignorante me castigas,
pero no es de tu estado; no lo digas.
Esto te he dicho porque no imagines
de mí que hacer, sin gran disculpa, puedo
cosa indigna de mí, ni determines,
si yo bien puesto o si mal puesto quedo;
que no es bien que me arguyas ni examines,
para poner a mis acciones miedo
y disculpar lo que en mi casa pasa;
que, Argos de honor, he de velar mi casa.
Vase don SANCHO
LISARDA: (¿Hay cosa como pensar Aparte
mi hermano, como me vio
tan de su parte, que yo
fuese la que dio lugar
a aquel crïado, y que he sido
la que, admitiendo al crïado,
la pendencia ha ocasionado?
Aun si le hallara escondido,
con más razón lo dijera;
pues es verdad que yo soy
quien le dio la
ocasión hoy
de que a buscarme viniera.
Mas ya que el temor resisto
y él se fue, bien empleado
ha sido el susto pasado,
a trueco de haberle visto;
pues verle sólo será
remedio.) ¡Ah, Celio!
Sale CELIO
CELIO: ¿Señora?
LISARDA: Bien podéis salir agora,
que mi hermano se ha ido ya;
pero mirad lo que os digo,
que no atribuyáis la acción
que habéis visto a otra ocasión
estorbar vuestro castigo
a mis ojos.
CELIO: No se crea
tal de mí, ni tal se espere;
y si tal atribuyere,
que atribüido me vea
a los ojos del Señor,
y con esto y con besar
aquese pie singular,
cifra que asienta el amor,
pie que a persona se atreve,
pie que en mi pie lugar toma,
pie que un notario de Roma
le despachó por lo breve,
pie duende, pues en rigor
no se sabe si es verdad,
y pie tan menor de edad
que le pueden dar tutor;
me iré con compás de pies,
alegre y agradecido,
avisado y advertido
de tu pie-dad.
LISARDA: Oye pues.
CELIO: Otrosí, ¿qué mandas?
LISARDA: Mando
que no me vuelvas aquí
otra vez.
CELIO: Harélo así,
"Las tres ánades" cantando.
LISARDA: (Mas ¿por qué me quito yo Aparte
el remedio de mi mal,
si es que con seguro igual
amor mi remedio halló?)
Celio, oye.
CELIO: No me detengas,
de todo estoy avisado;
que no venga me has mandado.
LISARDA: Pues ya te mando que vengas.
Licencia, Celio, te doy;
ven a verme, porque el verte
sólo ha de excusar mi muerte.
(Mas ¿qué digo? ¡Loca estoy!) Aparte
Vase doña LISARDA
CELIO: ¡Cielos! ¿Quién ha de entender
la cifra de aqueste enfado?
Mas, pues solo me han
dejado,
un soliloquio he de
hacer.
Recibirme melindrosa
Lisarda, hablarme turbada,
advertirme recatada
y guardarme generosa,
enfadarse y desdecirse,
quererme ir y enfadarse,
despedirme y retractarse,
mandar que venga y partirse
¿no me está diciendo aquí
-- que no es otra cosa, no --
"Necio, entiéndeme; que yo
me estoy muriendo por ti?"
¡Pues alto, esperanza vana!
No hay en esto duda alguna;
que el que es de buena fortuna,
lo que no envida no gana.
Desde hoy tengo de asistir
noche y día; desde hoy
su eterna figura soy;
pues que yo puedo rendir,
con mi buen arte y con mi
buen ingenio y mi gallarda
presunción, una Lisarda
de las más lindas que vi.
Vase CELIO. Salen don JUAN, URSINO,
y don OCTAVIO,
de noche
OCTAVIO: Los dos, señor, contigo
sirviéndote hemos de ir.
URSINO: Ya, Octavio, os digo
que es conmigo excusado
afectar ese honor, ese cuidado.
JUAN: ¿Has de ir solo a esta hora?
URSINO: Pues ¿quién me ha de ofender?
OCTAVIO: Ninguno ignora
que es rayo tu cuchilla,
que del rebelde ha sido maravilla;
mas no porque lo fueses
nos excusa a los dos de descorteses
si, habiéndote aquí hallado,
te dejamos ir solo.
URSINO: Ya habéis dado
en eso, y lo consiento
de vos, Octavio, porque Juan, atento
a la obediencia mía,
no os deje solo, porque más querría
ser hoy con vos grosero
yo, que no que él lo sea.
OCTAVIO: Sólo quiero
responder a ese agravio,
muda la voz y suspendido el labio.
JUAN: ¿Dónde vas?
URSINO: Aquí a casa
de César, donde se divierte y pasa
la noche en tener juego,
conversación y rifas, e irme luego.
Ésta es la casa, despediros puedo;
idos con Dios, que yo seguro quedo.
JUAN: ¿Entraremos contigo?
URSINO: No; que no quiero yo que sea testigo
de si juego o no juego,
para alentar tus
inquietudes luego.
Vase URSINO
OCTAVIO: Bien vuestro padre ha andado,
propio despejo de tan gran soldado:
reñir con bizarría.
JUAN: Pues no quisiera hoy la suerte mía
que haber andado bien hubiese sido
en eso.
OCTAVIO: Pues ¿en qué?
JUAN: En haber venido,
ya que le acompañamos,
al barrio de Leonor, pues nos tardamos
por haberle asistido.
OCTAVIO: Antes, don Juan, más presto hemos venido
que otras noches.
JUAN: No creo
que vive en vos la fe de mi deseo,
pues temprano os parece.
OCTAVIO: Aunque es verdad que el alma no padece
el ansia ni el afecto,
digno de un alto y singular sujeto,
por Dios, que no ha dejado
de traerme mi poco de cuidado.
Sabed que la crïada
parla excelentemente.
JUAN: Es extremada.
OCTAVIO: No vi en toda mi vida
pícara tan gustosa y entendida.
Pues ¿qué diré del modo
con que se hace estimar? Calle aquí todo.
Decidme si es hermosa.
JUAN: ¿Pudiera haber pregunta más ociosa?
Si vos decís que tan discreta sea,
¿no estáis diciendo a voces cómo es fea?
Pero ya que llegamos,
la seña, Octavio, en esta reja hagamos.
OCTAVIO: ¿Qué va que no responden,
pues poco ha que se esconden
del sol las luces bellas,
dejando por virreinas las
estrellas?
JUAN: Fuerza es, pues, que esperemos;
aquí este rato divertir podemos.
Ved qué queréis que hagamos.
Mas pues solos estamos,
sin el impedimento
que os estorbó otras veces, va de cuento.
OCTAVIO: Con el retrato de aquella
madama... -- aquí me parece
que quedamos --
JUAN: Es verdad.
OCTAVIO: ...cuya hermosura excelente
con vida y con alma estaba
en el joyel, de tal suerte
que, mirándola y hablando
otra dama diferente,
quise responder a ella,
presumiendo que ella fuese.
Llegué a Milán, y a la casa
de Monsiur de Orliens, pariente
muy cercano de los duques
de Orliens, cuyos intereses
quizá le empeñaron tanto
que, pasando de valiente
a temerario, le hicieron
deudor de tantas mercedes,
dile el recado del duque,
y, en la lámina viviente
absorto, en muy grande rato
no habló; pero en sólo verle
dijo más que si dijera;
que es el silencio elocuente.
Luego, con mil ceremonias
de rendimientos corteses,
me dijo, "Monsiur, al duque
mi señor le decid que este
esclavo y rendido suyo
le besa los pies mil veces.
Y así, que por no tomar
contra mi dueño excelente
las armas, me volveré
a Francia, pues me concede
la vida y la libertad,
sin que a ello el rey me fuerce."
He querido decir esto
por no dejaros pendiente
ningún cabo, porque todos
los de la novela queden
atados, si ya no es
porque, advertida y prudente,
rodeos busca la lengua,
para que el dolor no llegue.
Pero en fin, por no huir
el semblante a los desdenes
de la Fortuna, supuesto
que la confianza más fuerte,
cuanto más se recatea,
tanto más se aviva y crece,
que es otra desdicha aparte
la desdicha que se teme;
llegué a la casa -- ¡ay de mí! --
de Flérida hermosa -- que éste
es el nombre -- y, cuando en ella
pensé lograr los placeres
perdidos... ¡Qué necedad,
que tal mi pecho creyese,
pues es cierto que ninguno
después de perdido vuelve!
Hallé la casa, que abierta
estaba, sin que me diesen
los adornos seña alguna
de que la habitase gente,
toda desierta, y en toda
una suspensión; que a veces
aun las desdichas se hacen
de rogar, si les parece
que son de provecho. El
huerto,
cuyas flores fueron jueces
de mi amor, secas y
mustias,
y algunas, sin que naciesen
claveles, lo parecían,
pero sangrientos claveles.
Vi que hacia una parte estaba
la turca alfombra excelente
trocada en funesto lecho
que hacía sombra a unos cipreses.
Todo me puso pavor,
todo tristeza, y de suerte
vi tras mi imaginación
arrebatarse y perderse
el discurso, que temí
dentro en mí mismo perderme.
¿Viste a cóleras del Noto
deshojarse y deshacerse
los nevados tornasoles
de aquel árbol que amanece
a ser alba del verano,
por su rizado copete,
que apenas al mundo vive
cuando maravilla muere?
¿Viste, a violencia de un rayo,
en la campaña celeste
del estío, que son ruina
los árboles y las mieses?
¿Viste océano
terrible
que montes de espuma mueve
a los embates de un río,
soberbio con su
corriente?
Tal la casa parecía,
ruina que se desvanece
al viento, al rayo, a las ondas,
deshace, desluce y pierde
beldad, pompa y hermosura,
humilde, postrado y débil.
No previniendo la causa
del no pensado accidente,
pensé morir; pero un hombre,
que acaso allí estaba, en breve
informado de mis dudas,
me respondió de esta suerte,
"Aquí vivía una dama,
rica sólo de los bienes
de naturaleza, a quien
amó un caballero; éste,
la noche que salió el tercio
de Milán, habrá dos meses,
por la puerta del jardín
entró; no sé quién le abriese;
sólo sé que la mujer
dio voces, y que la gente
de su casa acudió, y él,
como atrevido y valiente,
en su defensa mató
un hombre; y según parece,
debió de quedar aquí;
mas las señas lo desmienten.
Salió en fin y ella, turbada,
viendo que a todos los prenden,
se fue a un monasterio, donde
librarse, señor, pretende."
Nombróme el nombre al fin; era
aquel fiero, aquel aleve
amigo, en quien por mis males
deposité tantos bienes.
Ved qué penoso dolor,
ved qué confusión tan fuerte;
y más cuando de la dama
tuve un papel que me advierte
que por mí su hacienda, vida
y reputación padecen;
que volviese por su honor;
pues es tan cierto que tiene
obligación de pagar
la deuda el que no la debe,
como en su nombre se pida,
y a todo el nombre se preste.
Con esto, pues, empeñado
en matarle o en prenderle,
le busqué, y supe que estaba
en Verona...
JUAN: Oye, detente;
no prosigas, hasta tanto
que haya pasado esta gente.
Salen don SANCHO y gente
SANCHO: Ellos son; ya no hay que
hacer,
sino esperar a que
entren.
Vanse don SANCHO y la gente
OCTAVIO: Armas lleva y prevenciones.
JUAN: La esquina a la calle vuelven;
y otro hombre por esta parte
mirando las rejas viene.
Sale CELIO con capa rica
CELIO: (¡Qué mal un enamorado Aparte
descansa, come ni duerme,
si a los umbrales no está
de la dama a quien bien quiere!
Aquí me ha de hallar el día
adorando estas paredes.
¡Ay bellísima Lisarda,
qué de suspiros me debes!
Yo quiero hacer una
seña.)
OCTAVIO: ¿Si son éstos los valientes
de la otra noche y
nos echan,
por ocasionarnos, éste?
JUAN: ¿De qué suerte lo sabremos?
OCTAVIO: Yo os lo diré; de esta suerte.
Llégase a CELIO
Caballero, a mí me importa
sola que esta calle deje.
Y así os ruego que se vaya,
o haráme que se lo ruegue
a cuchilladas.
CELIO: No hará;
porque el pedir de esa suerte
es lo mismo que pedir
limosna con pistolete.
OCTAVIO: Pues váyase de aquí al punto.
CELIO: Dónde es el punto, conviene
a saber, si he de ir allá;
si no es que decirme quiere
que irme al punto es irme al punto.
OCTAVIO: No del vocablo me juegue,
sino váyase.
CELIO: No quiero.
OCTAVIO: Yo le haré que quiera.
CELIO: ¡Tente,
señor!
OCTAVIO: ¿Es Celio?
CELIO: Yo soy.
Milagro fue el conocerte,
porque si no, ésta es la hora
que eres un atún de requiem.
OCTAVIO: ¿Qué capa es ésta?
CELIO: Una tuya.
OCTAVIO: Pues ¿qué disfraz es aquéste?
CELIO: Disfraz de hombre enamorado;
que no hay cosa en que se eche
de ver más, cuando lo están,
que en andar limpias las
gentes.
OCTAVIO: Nise lo habrá así trazado.
CELIO: Nise fue mi remoquete
un tiempo; mas ya no es Nise,
Ni-se dice, Ni-se puede
decir, porque al fin fue amor
de medio mogate ése,
y éste es de mogate entero.
JUAN: ¡Ea, vete de aquí, vete!
CELIO: No puedo, porque he de estar,
hasta que el alba despierte,
clavado en estos umbrales,
dosel poco, esfera breve
de mejor sol, pues el sol
la luz de Lisarda
aprende.
JUAN: ¿Estás loco?
CELIO: Cuerdo estoy;
porque quien el juicio pierde
por tal causa, cuerdo está.
OCTAVIO: Ésa es ser loco dos veces.
Sale doña LISARDA al paño
LISARDA: ¡Celio! ¡Celio!
JUAN: ¿Llaman?
CELIO: Sí.
Aguárdate tú, no llegues;
que "Celio" dijeron; y es
Lisarda que a hablarme viene,
enamorada de mí.
JUAN: Necio estás; mira no quedes
en la calle. -- Nise, ¿es hora?
LISARDA: Sí, entra. Mas ¿Celio no viene
contigo?
JUAN: ¡Celio!
CELIO y OCTAVIO: ¿Señor?
CELIO: No respondas tú, detente.
JUAN: Entra, ¿qué esperas?
OCTAVIO: Pensar
que he de pasar fácilmente
del monte de mis pesares
al jardín de tus placeres.
LISARDA: ¡Oh, Celio, seas bien venido!
OCTAVIO: Claro está, si vengo a verte,
que bien venido seré.
LISARDA: Entra presto, porque cierre.
OCTAVIO: Entro, porque cierres presto.
LISARDA: (¡Ay, amor, mucho me
debes, Aparte
pues, asegurando el
riesgo,
quiere amor que a perder eche
de noche con escucharle
lo que mejoré con verle!)
Vanse don JUAN, doña LISARDA y don
OCTAVIO
CELIO: ¿Qué me toca hacer a mí,
viendo en la ocasión presente
que a Lisarda, a quien conozco
por la voz distintamente,
como aquél que de la suya
y de la de Nise tiene
más noticia, me ha llamado
por mi nombre, viendo que entre
Octavio a gozar las dichas
que sólo mi amor merece;
pues cuanto de día granjeo,
porque el verme la divierte,
viene él a gozar de noche?
¡Fiero amigo! ¡Ingrato huésped!
¡Vive Dios, que va de veras
el sentir celos tan
fuertes!
Pero ¿qué mucho, si
veo
de veras también que llegue
a rendirse una mujer
de su calidad, de suerte
que me viese y que me llame?
Mas ¿ya qué remedio tiene,
si al que ha de ser desdichado,
aun la vida le da muerte?
Vase CELIO. Salen don JUAN, doña
LEONOR,
doña LISARDA y don OCTAVIO
LEONOR: En la alfombra lisonjera
de este cuadro, que es dosel
de la hermosa primavera,
pues las rosas que hay en él
estrellas son de otra
esfera,
cuyos muertos
resplandores
a las estampas y huellas
del sol dicen entre
olores,
si esta noche sois estrellas,
mañana seremos flores,
puedes sentarte.
JUAN: Y aquí
puedes tú darme del día
cuenta. ¿En qué has
pasado? Di.
LEONOR: En que la memoria mía
siempre está pensando en ti.
A la aurora desperté,
la mañana te escribí,
a la tarde te esperé,
de noche, don Juan, te vi
y a todas horas te amé.
OCTAVIO: Y tú, Nise, ¿en qué has
pasado
el día?
LISARDA: No me he acordado
de ti.
OCTAVIO: Tú has hecho muy bien;
que ¡por Dios! que yo también
tuve ese mismo cuidado,
y desde hoy te he de
querer
por finezas tan extrañas.
LISARDA: ¿Qué finezas?
OCTAVIO: ¿Pueden ser
mayores, pues
desengañas
a un hombre, siendo mujer?
En ninguna mi cuidado
desengaño hubiera hallado.
LISARDA: ¿Por qué?
OCTAVIO: Porque en todas son
la lengua y el corazón
un reloj desconcertado.
Ruido dentro
LISARDA: ¿Cómo...? Mas ¿qué ruido es éste?
LEONOR: ¡Ay de mí!
JUAN: ¡Válgame el cielo!
LISARDA: El cuarto abren de mi hermano.
LEONOR: Luz sacan.
LISARDA: (Aquí me pierdo, Aparte
si en este traje me ven,
y si conocida quedo
de don Juan y su crïado.)
JUAN: ¿Qué he de hacer?
LISARDA: Arrojaos presto
por las tapias; que nosotras
seguras quedamos.
JUAN: Celio,
ven tras mí.
OCTAVIO: Sí, antes que lleguen,
saltar las tapias podemos,
será mejor.
LEONOR: Dices bien.
OCTAVIO: Ea, pues, salta primero.
Vanse don JUAN y don OCTAVIO. Escóndese
doña LEONOR. Sale don SANCHO con gente
SANCHO: Guardad las puertas
vosotros,
pues ya vimos que
está dentro.
LISARDA: (¡Ay infelice de mí!) Aparte
LEONOR: (¡Muerta estoy!) Aparte
SANCHO: Acudid presto.
LISARDA: ¿Qué ruido es éste? ¿Qué buscas
con tantas armas y estruendo?
LEONOR: (A mí no me ve don Sancho; Aparte
segura escaparme puedo,
e irme a mi cuarto.)
SANCHO: ¿Qué
haces
aquí a estas horas?
LISARDA: (¡Hoy muero!) Aparte
Bajé al jardín de esta forma
a sólo tomar el fresco.
SANCHO: ¡Oh aleve infame!
Sale un CRIADO
CRIADO: Señor,
acude a las tapias presto;
que ha saltado un hombre, y otro
va a salir.
OCTAVIO: ¡Válgame el cielo! Dentro
Cayó la tapia, y yo estoy
enterrado antes que muerto.
SANCHO: Presto lo estarás.
Sale don OCTAVIO
OCTAVIO: No haré;
porque es un rayo este acero
desatado. Mas ¿qué miro?
¿No es éste don Sancho? ¡Cielos!
SANCHO: ¡Cielos! ¿Éste no es Octavio?
LISARDA: Don Juan es éste que veo;
el que saltó fue el crïado.
Pues no le conozco, es cierto.
OCTAVIO: Traidor, ahora verás
que de esta suerte me vengo
de los pasados agravios.
SANCHO: Villano y mal caballero,
si es que a buscarme has venido,
¿no era más hidalgo hecho
vengarte de mí en mi vida,
que ella te ofendió, primero
que en mi honor? ¿No era mejor
darme muerte cuerpo a cuerpo
en el campo que matarme
disfrazado y encubierto?
Mas antes que del jardín
hagas teatro funesto,
tomaré de dos agravios
dos venganzas; el primero
de mi honor y de esta hermana
he de remediar el riesgo,
haciendo que de
marido
la mano la des, y luego
dándote muerte porque,
a dos agravios atento,
ya que en mi honor y en mi vida
quisiste vengarte fiero,
tomen mi vida y mi honor
satisfacciones a un tiempo.
Dale la mano.
CRIADO: Las puertas
quiebran.
Dentro golpes
SANCHO: Todos estad quedos.
OCTAVIO: (Ésta es Leonor; la crïada Aparte
era la que se fue huyendo.
¿Habráse visto jamás
otro hombre en mayor
empeño?
En casa de mi
enemigo,
sin saber cómo, me veo;
cercado de armas y gente
estoy, con indicios ciertos
de amante de la que es dama
del amigo con quien vengo.
¿Cómo he de salir de aquí?
Pues si callo, lo confieso,
y si digo la verdad,
la ley de amistad ofendo.
Mas remítolo al valor;
mejor es matar muriendo.)
Traidor don Sancho, aunque aquí
me ves agora encubierto,
no vengo a ofender tu honor;
a darte la muerte vengo.
Esas paredes salté
sólo con aqueste intento,
ni yo conozco a esa dama,
ni sé si es ¡viven los cielos!
tu hermana; y esta respuesta
me debes por su respeto.
LISARDA: (Don Juan y don Sancho deben Aparte
de haber reñido antes de esto.
Esforcemos su disculpa.)
¡Bueno es que tú, loco o necio,
hagas por allá locuras
que obliguen a tanto extremo
como buscarte en tu casa,
y quieras, viniendo a eso,
echarme la culpa a mí,
cuando te busca resuelto!
SANCHO: ¡Qué mal, ingrata, pretendes
disculparte, cuando tengo
desengaños yo de todo,
que ha días que los pretendo!
Él ha de darte la mano,
y morir después.
OCTAVIO: Primero
que se la dé, he de morir.
SANCHO: Pues mueran los dos.
LISARDA: (¡Ay cielos!) Aparte
Caballero, por mujer
me amparad, si es que os merezco
esta fineza.
OCTAVIO: Hoy será
muralla vuestra mi pecho.
Acuchíllanse, y retíranse hacia una
puerta don OCTAVIO y doña LISARDA
SANCHO: Sí, pero poca muralla.
LISARDA: (Mucho una desdicha temo.) Aparte
SANCHO: En vano el valor se alienta.
OCTAVIO: La ventaja te confieso,
pero he de morir matando.
SANCHO: Pues yo he de matar
muriendo.
OCTAVIO: El umbral de aquesta puerta
sea el sagrado postrero
de mi vida.
SANCHO: Tu sepulcro
ha de ser este aposento,
porque no tiene salida.
LISARDA: De tu vida es el remedio.
SANCHO: ¿De qué suerte?
LISARDA: De esta suerte.
Éntrase don OCTAVIO retirando, y cierra la
puerta doña LISARDA
CRIADO: Cerró la puerta.
SANCHO: En el suelo
la echaré.
CRIADO: ¿Cómo es posible,
que son dos personas dentro
que la guardan y defienden?
OCTAVIO: Yo así mi vida defiendo Dentro
por morir para matarte.
SANCHO: (Cobarde soy, pues no intento Aparte
derribar aquestas puertas.
No en vano -- ¡vil pensamiento! --
supo Lisarda que yo
dejaba en Milán -- ¡ah cielos! --
quejoso de mí un amigo,
si él lo dijo.) Mas ¿qué es esto?
CRIADO: Que han trepado por las rejas.
Baja don JUAN por una reja que habrá
SANCHO: ¿Quién va?
JUAN: Un hombre que resuelto
viene así a morir al lado
de un amigo.
SANCHO: Yo agradezco,
oh don Juan, como es razón,
la fineza y el
deseo,
pues no dudo que el oír
en mi casa aqueste estruendo
os habrá obligado a hacer
por mi amistad tal extremo.
JUAN: Don Sancho, aquí soy testigo
de la obligación que tengo,
y he de acudir a la parte
que es más forzosa primero.
Perdonadme.
SANCHO: ¿Que os perdone
decís, cuando os agradezco
venir así? Y pues se llega
siempre en desdichas a tiempo,
las mías sabed, que pongo
en vuestras manos. Yo tengo
dentro de mi casa un hombre
que a matarme entró resuelto,
y aun dos muertes; que si ha sido
en los generosos pechos
vida del alma el honor,
el alma también me ha muerto.
Con una de mis hermanas
ha hecho fuerte ese aposento.
Si le doy muerte atrevido,
de mi hermana el honor pierdo;
y si le dejo con vida,
vivo un enojo me dejo.
¿Qué he de hacer en tales
dudas?
JUAN: (¿Habráse visto suceso Aparte
semejante? ¿Con don Sancho
era de Octavio el empeño?
Yo le he traído a esta casa;
mal haré si aquí le dejo.
Si un amigo hace de mí
confïanza, y si le ofendo,
las esperanzas de ser
de Leonor esposo pierdo.
A librar a Octavio vine,
y cuando librarle intento,
me dicen que está encerrado
con Leonor, para ser dueño
de su amor.)
OCTAVIO: Aquella voz Dentro
conozco; salir pretendo.
LISARDA: No hagas tal. Dentro
OCTAVIO: ¡Aparta! Dentro
LISARDA: Yo Dentro
de aquí a salir no me atrevo.
Abre la puerta, sale don OCTAVIO, y vuelve a cerrar
doña LISARDA
OCTAVIO: (Miedo de mujer cerró. Aparte
Mas ¿cómo conformes veo
tanto a don Juan y a don Sancho?
¿Cosa que fuese concierto
haberme traído ...? Mas ¿cómo
tal de un amigo sospecho?)
¡Don Juan!
SANCHO: Pues ¿de qué os
conoce
(¡peor esto se va
poniendo!) Aparte
a vos, don Juan, mi enemigo?
OCTAVIO: Ya de que acudáis es tiempo
a la obligación que os puse,
cuando os conté mi suceso.
Don Sancho es el enemigo.
SANCHO: Don Juan, que acudáis
espero
a mí; pues honor y vida
en vuestras manos he
puesto.
El enemigo es Octavio.
JUAN: ¿Quién se vio en igual aprieto?
Pero ¿qué temo, qué dudo,
si dice la ley del duelo
para casos semejantes...
SANCHO Y OCTAVIO: ¿Qué?
JUAN: ...que con quien vengo vengo.
Don Sancho, dadnos lugar;
porque por mares de acero
hemos de salir los dos.
SANCHO: Pues ¿tú contra mí? ¿Qué es esto?
JUAN: Es cumplir mi obligación.
SANCHO: ¿Y en la que yo te había puesto?
JUAN: Llegó muy tarde.
SANCHO: ¿Por qué?
JUAN: Porque con quien vengo vengo.
SANCHO: "¿Con quien vengo vengo?" Aquí
se oculta mayor misterio.
Mas no importa, pues que yo,
que honor de mi parte tengo,
y vengo a cobrarle aquí,
dándoos la muerte primero,
diré al lado de mi honor
también con quien vengo vengo.
¡Mueran los dos!
Riñen
TODOS: ¡Los
dos mueran!
OCTAVIO: Hay mucho que hacer en eso,
que sois pocos.
CRIADO: ¡Ay de mí!
SANCHO: ¡Muerto soy! ¡Válgame el cielo!
Cae don SANCHO. Vanse corriendo los CRIADOS
OCTAVIO: Don Sancho cayó en las
flores
y los crïados huyeron.
JUAN: Y como sin luz nos dejan,
por donde salir no
acierto.
Pero ¿dónde está Leonor?
OCTAVIO: Cerrada en ese aposento.
JUAN: Abre aquí, yo soy, bien
puedes.
Sale LISARDA
LISARDA: Por conocerte, me atrevo.
JUAN: Ven conmigo; que no es bien
que te deje en ese riesgo.
LISARDA: Mira que no soy...
JUAN: Ya sé
quién eres, pues que te llevo.
Segura conmigo vas.
LISARDA: (Ya todo está descubierto, Aparte
pues me conoce, y me ampara
por cómplice de este yerro.)
Vanse. Sale URSINO
URSINO: Fácil está de verse que he perdido,
pues del juego no salgo acompañado,
ni a un mirón reverencias he debido,
ni luz al garitero le he costado;
y aun mejor despaché que he
merecido,
pues que las escaleras no
he rodado,
bien del garito al
tiempo no hay distancia,
pues sólo medra el que anda de ganancia.
¡Vive Dios...!
Ruido de espadas dentro
SANCHO: Aun se anima en esta mano Dentro
noble acero en defensa de mi vida
y mi honor.
URSINO: Esto ¿qué es?
SANCHO: Vuelve, tirano, Dentro
y no seas dos veces mi homicida.
URSINO: En esta casa riñen.
OCTAVIO: Ya es en vano Dentro
esperar mi venganza conseguida
y tu muerte.
Salen don JUAN, don OCTAVIO y doña
LISARDA
LISARDA: ¡Ay de mí!
OCTAVIO: Ved dónde iremos.
JUAN: A casa, porque allí lo dispondremos.
URSINO: En esta casa fue la cuestión, ¡cielos!,
y después de la voz y del rüido,
dos hombres entre asombros y desvelos,
y una mujer con ellos, han salido,
desnudas las espadas, mil recelos
al alma y la razón han ocurrido.
SANCHO: ¡Triste de mí! Sin confesión me
muero! Dentro
URSINO: Ni hombre humano seré ni caballero
si dejo a aquesta voz de dar ayuda,
cuando pronuncia en lamentable acento
afectos religiosos lengua muda.
Entrar adentro a socorrerle intento.
Sale don SANCHO
SANCHO: Mal el valor se alienta, mal se ayuda,
cuando de sangre propia está sediento
el corazón, y en bárbaros
enojos
le lloran las heridas y los
ojos.
Vuelve, vuelve,
enemigo, y esa espada
muerte me dé para mayor exceso.
URSINO: Quien así os busca no os ofende en nada,
mas os viene a ayudar en
tal suceso.
Sale doña LEONOR
LEONOR: Yo bajo en llanto y en
dolor bañada.
Que estoy mortal a
mi dolor confieso.
¿Dónde voy? ¡Ay de mí! que en esta calma
miente la vida y se desdice el alma.
SANCHO: Decid ¿quién sois?
URSINO: Quien de piedad
movido,
llora vuestras desdichas.
SANCHO: Caballero,
bien la piedad lo dice, pues ha sido
de la sangre el blasón más verdadero;
perdonadme el no haberos conocido;
que aunque en mi patria estoy, soy
extranjero
en ella; y así ignoro vuestro estado;
que extranjero en su patria es el soldado.
En el último aliento de mi vida
lucho a brazo partido con la muerte,
y por la infausta boca de una herida
el alma los espíritus divierte.
No quiero, no, que sea socorrida
mi vida desas canas en tan fuerte
desdicha, el honor sí.
Dejadme, os ruego,
y esa dama poned en
salvo luego.
No es mi dama, señor, hermana es mía;
así lo fuera la que abrió primero
puerta para tan grande alevosía,
despojo infame del rigor severo.
Sólo en vuestro valor mi honor se fía,
porque os juzgo señor y caballero.
Mirad por ella, y quede en vos segura
pobre nobleza y huérfana hermosura.
URSINO: Infeliz caballero, ya que el cielo
a esta ocasión mis pasos ha traído,
¿quién duda que haya sido por consuelo
de vuestro pecho honrado y afligido?
En mis brazos venid, alzad del suelo;
llamaré quien os cure, y
advertido
vivid de que tendrá
esta hermosa dama
segura su opinión, cierta su fama.
Ursino soy, si basta; y a Dios juro
de no faltar jamás de vuestro lado,
hasta que de la vida estéis seguro,
y del honor estéis desagraviado.
Con vos me habéis de hallar, porque procuro
ya como propio el bien de un desdichado.
Venid los dos.
SANCHO: Esa palabra aceto.
URSINO: Otra vez con el alma os la prometo.
FIN DE LA JORNADA SEGUNDA