ACTO TERCERO
Salen
doña ANA y CELIA; el DUQUE y don JUAN;
todos como acabaron la segunda jornada
ANA: ¿No
advertís lo que habéis hecho?
¿Cómo
tan despacio estáis?
DUQUE: Por
nosotros no temáis.
Quietad
el hermoso pecho;
pues, con probar la violencia
que intentó aquel caballero,
en
nuestro favor espero
que
tendremos la sentencia.
Y
por su reputación
le
estará más bien callar.
No
penséis que ha de tratar
de tomar satifación
por
justicia un caballero.
¿No
veis lo mal que sonara
que
herido se confesara
del
brazo vil de un cochero
un
tan ilustre señor,
dueño
de tantos vasallos?
De
estos casos el callallos
es el
remedio mejor.
ANA:
Siéntome tan obligada
de
vuestro valor extraño,
que el
temor de vuestro daño
toda me
tiene turbada.
DUQUE: No
temáis.
ANA:
El pecho fiel
el daño
está previniendo.
DUQUE: Quien
pudo herir a don Mendo
podrá
defenderse de él.
Hablan a secreto doña ANA y CELIA
CELIA: En
hablar tan cortesanos,
tan
valientes en obrar,
mucho
dan que sospechar
estos
cocheros.
ANA:
Las manos
les
mira, que la verdad
nos
dirán.
CELIA:
Es gran razón
pagarles la obligación
que
tienes a su lealtad.
Toma CELIA las manos al DUQUE y vuélvese a
hablar aparte a doña ANA
Pues
por estas manos queda
tu honestidad
defendida.
¡Ay,
señora de mi vida!
Blandas
son como una seda
y,
en llegando cerca, son
sus olores soberanos.
ANA: ¿Buen olor, y buenas manos?
Clara está la
información.
Disimula.
Don JUAN se está escondiendo detrás del
DUQUE
CELIA:
(El otro está Aparte
siempre
cubierto y callado.
Va CELIA por detrás de todos a coger de cara
a don JUAN
Cogerélo descuidado,
pues la
aurora alumbra ya
lo
que basta a conocerlo.
ANA: Amigos,
puesto que así
os
arriesgastes por mi
sin
obligación de hacerlo,
de esta
casa y de mi hacienda
os valed.
DUQUE: Los pies os beso,
mas yo no paso por eso;
que no
es razón que se entienda
que
fue sin obligación
el
serviros; pues de un modo
se la
pone al mundo todo
vuestra
rara perfección.
Porque a quien os llega a ver,
dais
gloria tan sin medida,
que
aunque os pague con la vida,
os queda mucho a deber.
Sale de detrás don JUAN
CELIA: Y
vos, ¿sois mudo, cochero?
¿De qué
estáis triste? Volved,
alzad
el rostro, aprended
ánimo
del compañero.
El
que riñó sin temer,
¿teme sin reñir agora?
DUQUE: En vano
os cansáis, señora;
que es
mudo.
CELIA:
Bien puede ser.
(Mas yo don Juan de Mendoza Aparte
pienso que es... Él
es. ¿Qué dudo?
El
triste se finge mudo
por no
perder lo que goza
mientras encubierto está.)
Hablan aparte doña ANA y CELIA
¿Quién
dirás, señora, que es
el
callado?
ANA: Dilo pues.
CELIA: ¿Quién
piensas tú que será?
ANA: No
lo sé.
CELIA:
¿Quién puede ser
quien,
siendo gran caballero,
quisiese ser tu cochero
sólo
por poderte ver?
¿Quién el que, con tal valor
en un
lance tan estrecho,
pusiese
a la espada el pecho
por
asegurar tu honor?
¿Quién el que en penar se goza
por tu
amor, y tu desdén
sigue
enamorado? ¿Quién
sino
don Juan de Mendoza?
ANA: Bien dices. Sólo él haría
finezas tan extremadas.
CELIA: Bien
merecen ser premïadas.
ANA: Que no
las pierde, confía.
DUQUE: El
sol sale, porque vos
-- que sol al mundo habéis sido
en
tanto que él ha dormido --
reposéis agora. Adiós,
y, así los cielos, que os dan
belleza, os den larga
vida,
que no
os inquiete la herida
de don
Mendo de Guzmán.
Vase el DUQUE
ANA: Tras
la ofensa que ha intentado,
no hay
por qué inquietarme pueda;
que ni
aun la ceniza queda
en mí del amor pasado.
Detén a don Juan, que quiero
hablarle.
CELIA:
A servirte voy
ANA: Y
mientras con él estoy,
entretén al compañero.
CELIA habla a don JUAN que se retiraba siguiendo al
DUQUE
CELIA:
Señor cochero fingido,
mi
dueño os llama. Esperad.
JUAN: ¡Un!...
CELIA:
No hay "un." Volved y hablad;
que ya os hemos conocido.
Vase CELIA
JUAN: Eso
debo a mi ventura.
ANA: ¿Qué es esto, don Juan?
JUAN: Amor.
ANA: Locura,
dirás mejor.
JUAN: ¿Cuándo
amor no fue locura?
ANA: Sí; mas los fines ignoro
de estos disfraces que veo.
JUAN: Así miro a quien deseo;
así sirvo a quien adoro.
ANA: No; traidoras intenciones
encubren estos disfraces.
JUAN: Falsas conjeturas haces
por negar obligaciones.
ANA: El
probarte lo que digo,
no es
difícil.
JUAN:
Ya lo espero.
ANA: ¿Quién
es ese caballero
y a qué
fin viene contigo?
Traer quien me diga amores,
y
escucharlos escondido,
¿podrás
decir que no ha sido
con
pensamientos traidores?
JUAN:
¡Cuán lejos del blanco das!
Que, si
traidores los llamas,
la
mayor fineza infamas
que ha
hecho el amor jamás.
ANA:
Dila, pues; que a agradecella,
si no a
pagarla, me obligo.
JUAN: Por
obedecer la digo,
no por
obligar con ella.
Como
mi mucha afición
y poco
merecimiento
engendró en mi pensamiento
justa
desesperación,
vino
amor a dar un medio
en
desventura tan fiera,
que a
mi mal consuelo fuera,
ya que
no fuera remedio;
y
fue que te alcance quien
te
merezca. Tu bien quiero;
que el
efecto verdadero
es éste
de querer bien.
A
este fin tus partes bellas
al
duque Urbino conté,
si
contar posible fue
en el
cielo las estrellas.
Él,
de tu fama movido,
de tu
recato obligado,
este
disfraz ha ordenado,
con que te ha visto y oído.
Y
ojalá que, conociendo
tu
sujeto soberano,
dé, con
pretender tu mano,
efecto
a lo que pretendo;
que
yo, con verte en estado
igual al merecimiento,
al fin
quedaré contento,
ya que
no quede pagado.
Ésta
ha sido mi intención;
y si
escuchaba escondido,
fue
porque el ser conocido -
no
estorbase la invención.
Que
juzgues agora quiero
si he
merecido o pecado,
pues de
puro enamorado
vengo a
servir de tercero.
ANA: Tu
voluntad agradezco,
pero
condeno tu engaño;
que
presumes, por mi daño,
más de
mí que yo merezco.
Porque no es a la excelencia
del
duque igual mi valor;
que no
engaña el propio amor
donde hay
tanta diferencia.
Fue
mi padre un caballero
ilustre; mas yo imagino
que
pensara honrarle Urbino
si lo
hiciera su escudero.
Y, así, a tan locos intentos
tus lisonjas no me incitan;
que afrentosos
precipitan
los
soberbios pensamientos.
JUAN:
Mucho, señora, te ofendes,
porque,
sin tu calidad,
digna
es por sí tu beldad
de más bien que en esto emprendes.
No
te merece gozar
el
duque, ni el rey, ni...
ANA: Tente:
la
fiebre de amor ardiente
te
obliga a desatinar.
Tu amoroso pensamiento
encarece mi valor,
¡Diérasle al duque tu amor,
que yo
le diera tu intento!
JUAN:
¿Quién podrá quererte menos
en
viendo tu perfección?
ANA: Al fin,
por tu corazón
quieres juzgar los ajenos;
y es engaño conocido
que, si el tuyo por mi
muere,
no con
una flecha hiere
todos
los pechos Cupido.
Y
aunque el Duque tenga amor,
galán
querrá ser, don Juan;
y honra
más que un rey galán
un
marido labrador.
Y
aunque en el duque es forzosa
la
ventaja que le doy,
grande
para dama soy,
si
pequeña para esposa.
JUAN:
Nadie con tal pensamiento
ofende
tu calidad.
ANA: De mi
consejo, dejad
de
terciar en ese intento;
porque mayor esperanza
puede, al fin, tener de mí
quien
pretende para si,
que
quien para otro alcanza.
Vase
doña ANA
JUAN: ¿Posible es que tal favor
merecieron mis oídos?
¡Dichosos males sufridos!
¡Dulces victorias de amor!
"Que tendrá más
esperanza,"
dijo,
si bien lo entendí,
"quien pretende para sí,
que
quien para otro alcanza."
Que
la pretenda mi amor
me
aconseja claramente;
y la
mujer que consiente
ser
amada, hace favor.
Sale BELTRÁN
BELTRÁN: Mira
que el duque te espera
y no el
padre de Faetón,
que a
publicar tu invención
apresura su carrera.
JUAN: En
cas de mi amada bella
son los años puntos breves.
BELTRÁN: En la
taberna no bebes,
pero te
huelgas en ella.
JUAN: Bien
lo entiendes.
BELTRÁN: Alegría
vierten tus ojos, señor.
JUAN: Hacen fiestas a un favor.
BELTRÁN: Mucho
alcanza la porfía.
Sale CELIA
JUAN:
Celia amiga, Dios te guarde.
CELIA: Y te dé
el bien que deseas.
JUAN: Como de
mi parte seas,
no hay
ventura que no aguarde.
CELIA: Si
en mi mano hubiera sido,
tu
dicha fuera la mía;
mas, don Juan, sirve y porfía
que no va tu amor
perdido.
Vase don
JUAN
BELTRÁN: Y a mí ¿me aprovecharía
el servir como a mi amo?
CELIA: Pues
¿amas también?
BELTRÁN: Yo amo
por
sólo hacer compañía.
Sale doña ANA
ANA: (Celia está con el crïado Aparte
de don
Juan, y no sosiego
hasta
hablarle; ya está el fuego
en mi
pecho declarado.)
CELIA: Mi
señora.
BELTRÁN: Voime.
ANA: Hidalgo,
volved. ¿Quién sois?
BELTRÁN: Soy Beltrán,
un crïado de don Juan
de
Mendoza.
ANA:
¿Queréis algo?
BELTRÁN:
Servirte sólo quisiera.
Aquí a
Celia le decía
que amo
por compañía.
ANA: No es
conclusión verdadera.
¿Satirizas?
BELTRÁN:
No conviene;
que eso
puede sólo hacer
quien no tiene qué perder
o qué
le digan no tiene.
Pero
yo, ¿cómo querías
que
predique sin ser santo?
¿Qué
faltas diré, si hay tanto
que remediar en las mías?
ANA: Tu gusto desacreditas
con esa
cuerda intención,
porque
a la conversación
la
mejor salsa le quitas.
BELTRÁN: Si
ella es salsa, es muy costosa,
señora;
que, bien mirado,
ni hay más inútil pecado,
ni
falta más peligrosa.
Después que uno ha dicho mal,
¿saca
de hacerlo algún bien?
Los que
le escuchan más bien,
ésos lo
quieren más mal.
Que
cada cual entre sí
dice,
oyendo al maldiciente,
"Éste, cuando yo me ausente,
lo
mismo dirá de mí."
Pues
si aquél de quien murmura
lo
sabe, que es fácil cosa,
¿qué
mesa tiene gustosa?
¿qué
cama tiene segura?
Viciosos hay de mil modos
que no
aborrecen la gente,
y sólo
del maldiciente
huyen
con cuidado todos.
Del malo más pertinaz
lastima
la desventura;
solamente al que murmura
lleva
el diablo en haz y en paz.
En
la corte hay un señor,
que muchas veces oí...
(Esto encaja bien aquí Aparte
para quitarle el amor)
...que está malquisto de modo,
por
vicioso en murmurar,
que si
lo vieran quemar
diera
leña el pueblo todo.
¿No
conoces a don Mendo
de
Guzmán?
ANA:
Beltrán, detente.
El
vicio del maldiciente
has
estado maldiciendo,
¿y
con tal desenvoltura
de don Mendo has murmurado?
BELTRÁN: Pienso
que es exceptuado
murmurar del que murmura.
Dicen que el que hurta al ladrón
gana
perdones, señora.
ANA: Dicen
mal. Vete en buen hora.
BELTRÁN: Da a mi
ignorancia perdón
si
acaso te ha disgustado.
(Mal
disimula quien ama.) Aparte
Vase BELTRÁN
CELIA: Apagado
se ha la llama,
mas
mucha brasa ha quedado.
Pues su ofensa te ofendió,
sin,
duda que en tu memoria
ha
borrado amor la historia
que
esta noche te pasó.
ANA:
Celia, ten. Cierra los labios;
mira
que mi honor ofendes,
cuando de mi pecho entiendes
que
olvida así sus agravios.
No
los males he olvidado
que ha
dicho de mí don Mendo;
la
infame hazaña estoy viendo
que hoy
en el campo ha intentado,
en
que claramente veo,
pues
tan poco me estimaba
que
engañoso procuraba
sólo
cumplir su deseo.
Con
que ya en mi pensamiento
no sólo
el fuego apagué,
pero
cuanto el amor fue
es el
aborrecimiento.
Mas
esto no da licencia
para
que un bajo crïado,
de
hombre tan calificado
hable
mal en mi presencia;
que no por la enemistad
que
entre dos nobles empieza,
pierden
ellos la nobleza,
ni el
villano la humildad.
Esto, Celia, me ha obligado
a
indignarme con Beltrán;
que no porque ya don Juan
no esté
solo en mi cuidado.
CELIA: ¿Al
fin su fe te ha vencido?
ANA: Con lo
que anoche pasó,
cuanto
don Mendo bajó,
él en
mi rueda ha subido.
CELIA: ¿Declarástele tu amor?
ANA: ¿Tan
liviana me has hallado?
¿No
basta haberle mostrado
resplandores de favor?
CELIA: ¡Liviana dices, después
de dos años que por ti
ha andado
fuera de sí!
Bien
parece que no ves
lo
que en las comedias hacen
las infantas de León.
ANA: ¿Cómo?
CELIA:
Con tal condición
o con
tal desdicha nacen,
que, en viendo un hombre, al momento
le ruegan y mudan traje,
y, sirviéndole de paje,
van con
las piernas al viento.
Pues
tú, que obligada estás
de
tanto tiempo y fe tanta
-- si bien señora, no infanta --
honestamente podrás
decirle tu voluntad
con
prevenciones discretas,
sin
temer que a los poetas
les
parezca impropiedad.
ANA: ¿Poco a poco no es mejor?
CELIA: ¿Tú
quiéreslo?
ANA:
Celia, sí.
CELIA: ¿Sabes
que él muere por ti?
ANA: Bien
cierta estoy de su amor.
CELIA: Pues
cuando de esa verdad
hay
certidumbre, yo hallo
más
crueldad en dilatallo
que en
decillo liviandad;
que
el tiempo sirve de dar
del
amor información,
y es
necia la dilación
si no
queda qué probar.
ANA: El
sujetarme es forzoso,
Celia,
a tu agudeza extraña.
CELIA: Es
verdad que es poca hazaña
persuadir a un deseoso.
Vanse doña ANA y CELIA.
Sale don MENDO, con
banda y sin espada, y el CONDE
MENDO:
"Mis cocheros me han vendido,"
dijo mi
enemiga apenas,
cuando
en espadas y dagas
truenan agotes y riendas;
y como animosos, mudos,
indicio de su fiereza
-- que da el valor a los pechos
lo que
les quita a las lenguas --
embistieron dos a dos
con tal
ímpetu y violencia,
que
pensé, viendo el exceso
de su
valor y sus fuerzas,
que,
transformado en cochero
Jove
por mi ingrata bella,
vibraba rayos ardientes
para vengar sus ofensas.
Porque sus valientes
golpes
eran
tantos, que no suenan
en la
fragua de Vulcano
los
martillos tan apriesa.
Al fin,
primo -- que a vos solo
puedo
confesar mi afrenta --
la
espada de un hombre humilde
pudo
herirme en la cabeza;
y tanta
sangre corría,
con ser
la herida pequeña,
que,
cegándome los ojos,
puso
fin a la pendencia.
Volví a
curarme a Alcalá,
que
estaba a cuarto de legua,
más con
rabia de la causa,
que del
efecto con pena.
Esto ha
podido en doña Ana
una mal
fundada queja,
y éste
es el premio que traigo
de
celebrarla en las fiestas.
CONDE: ¿Hay
suceso más extraño?
¿Y
habéis sabido quién eran
cocheros tan valerosos?
MENDO: Como se
va con cautela
procurando, por mi honor,
que el
suceso no se sepa,
no es averiguarlo fácil;
mas yo
tengo una sospecha;
que
siempre estas viudas mozas
hipócritas y santeras,
tienen
galanes humildes
para
que nadie lo entienda.
Tal valor en un cochero
los
celos no más lo engendran;
que
nunca así por leales
los
hombres bajos se arriesgan.
Esto se
viene rodado,
que si
no, no lo dijera;
que ya sabéis que no suelo
meterme
en vidas ajenas.
CONDE: (¡Así
tengas la salud!) Aparte
No
vengo en esa sospecha.
El
enojo os precipita
contra
tan honradas prendas;
y no es justo hablar así
de quien puede ser que
sea
vuestra
esposa.
MENDO:
Yo he perdido
la
esperanza y la paciencia.
CONDE: ¿Tan
presto?
MENDO: Volverme quiero
a mi
constante Lucrecia.
CONDE: (¡Malas
nuevas te dé Dios¡) Aparte
Indicios dais de flaqueza.
Si doña
Ana está engañada,
procurad satisfacerla.
MENDO: Niega a mi voz los oídos.
CONDE: Entrad
y habladla con fuerza;
porque
quien el dueño ha sido,
siempre
tiene esa licencia,
mientras no se satisface
de que
es la mudanza cierta.
Quizá enojada os castiga,
y no os
despide resuelta.
0 decid
vuestras disculpas
en un
papel.
MENDO:
Yo lo hiciera,
si
hubiera de recebirlo.
CONDE: Yo me
obligo a que lo lea.
MENDO: ¿Cómo?
CONDE:
Dámele; que yo
lo
pondré en sus manos mesmas.
MENDO: Al
punto voy a escribir.
Vase don MENDO
CONDE: Y yo a
pedir a Lucrecia
que me
cumpla su palabra,
pues ha
visto sus ofensas;
que,
pues con doña Ana vino
de
Alcalá en un coche, es fuerza
que
viera lo que has contado,
y su
desengaño viera.
Y este
papel ha de ver,
para
que negar no pueda;
que
modo habrá de excusarme
cuando
don Mendo lo sepa.
Y
consiga yo mi intento,
suceda
lo que suceda;
que no
mira inconvenientes
el que ciega Amor de veras.
Vase el
CONDE. Salen don JUAN y BELTRÁN
BELTRÁN: Qué,
¿llegó el tiempo?
JUAN: Llegó
el fin de las ansias mías.
BELTRÁN: ¡Gracias a Dios que en mis días
un milagro sucedió!
¿Que
a doña Ana le das pena?
¿Que
olvida al Guzmán Narciso?
Éste es
el tiempo que quiso
ver el
Marqués de Villena.
Es
verdad que de cada año
lo
mismo decir he oído;
pero
viene aquí nacido
con
suceso tan extraño.
¿Que
te quiere bien?
JUAN: Sin duda.
Ya lo
dijo claramente,
y un ángel, Beltrán, no miente.
BELTRÁN: Todo en
efeto se muda,
pues
algún tiempo, averiguo
que fue
ya la calva hermosa.
Jamás
el tiempo reposa.
¿No
dice un romance antiguo,
"Por mayo era, por mayo;
cuando los grandes calores,
cuando los enamorados
a sus damas llevan flores?"
Pues, ¿ves? Aquí se ha pasado
a
setiembre ya el calor.
Pero
sospecho, señor,
que tú
también te has mudado.
¿De
qué tal melancolía
te ha
cargado en un instante?
Tahur
parece el amante,
pues no
dura su alegría.
Pero
advierto que es flaqueza.
JUAN: Déjame
con mi aflicción.
BELTRÁN: ¿Ello
importa a la invención,
señor? Pues va de tristeza.
JUAN:
Beltrán, la mudanza mía
en
mudarse toda está;
que
también se mudará
la
causa de mi alegría.
Que
adora así su beldad
el
duque Urbino, que creo
que,
por lograr su deseo,
perderá
la libertad.
BELTRÁN: ¿Que se case temes?
JUAN: Si.
BELTRÁN: Pues si
tu querida alcanza
de
vista aquesa esperanza,
bien
pueden doblar por ti;
que
por llamarse excelencia,
¿qué no hará una mujer?
JUAN: Eso me
obliga a perder
la
esperanza y la paciencia.
BELTRÁN: Pues
al remedio, señor.
JUAN: Dilo
tú, si alguno ves.
BELTRÁN: Si él
ama así, no lo es
el
declararle tu amor.
Mas,
pues que tu amada bella
contigo
está declarada,
antes
que él la persüada,
cásate,
señor, con ella.
JUAN:
¿Cómo la podré obligar
tan
brevemente?
BELTRÁN:
Fingiendo
que la
herida de don Mendo
se ha
sabido en el lugar,
y
con esto el vulgo toca
en la
opinión de doña Ana;
que
tengo por cosa llana
que, por taparle la boca,
si
se ha de determinar
tarde,
que quiera temprano
darte
de esposa la mano.
Con
esto puedes mostrar
un
desconfïado pecho
con recelos de su fe,
por que
su mano te dé
para
verte satisfecho.
Que
pues dice claramente
que te
quiere, y tú la quieres,
o ha de
hacer lo que quisieres,
o ha de
confesar que miente.
JUAN: Al
jardín irá esta tarde;
allí la
tengo de ver
y
seguir tu parecer.
BELTRÁN: Nunca
ha vencido el cobarde.
El
duque es éste.
Salen el DUQUE y FABIO, su criado
JUAN: ¿Señor?
DUQUE: Don
Juan amigo, yo muero...
JUAN: ¿Cómo?
DUQUE:
En un combate fiero
de
celos, desdén y amor.
Al
ingrato como bello
ángel
que adoro, escribí
hoy un
papel...
JUAN:
(¡Ay de mí!) Aparte
DUQUE: Y no ha
querido leello.
JUAN: (El
alma al cuerpo me ha vuelto.)
Aparte
Pues
¿cómo tanto rigor?
DUQUE: Nacido
es de ajeno amor
un
disfavor tan resuelto.
JUAN: Yo a
ser amada atribuyo
el
mostrarse tan ingrata.
DUQUE: Cuando
el efeto me mata,
sobre
la causa no arguyo.
Lo que es cierto es que yo
muero.
Vos,
don Juan, me aconsejad.
JUAN: De tan
resuelta crueldad
la
mudanza desespero.
Dejarlo es mi parecer,
antes
que crezca el amor.
DUQUE: Ya no
puede ser mayor.
JUAN: Pues
amar y padecer.
Sale MARCELO, crïado del DUQUE
MARCELO.
¿Puedo hablarte?
DUQUE: Sí, Marcelo.
MARCELO. Dame
albricias.
DUQUE:
Tu tardanza
me
mata.
MARCELO.
Ya tu esperanza
ha
hallado puerta en tu cielo.
Hoy
va tu dueño crüel
al
jardín, y un escudero
-- que esto ha podido el dinero --
quiere darte entrada en él.
DUQUE:
Abrázame.
BELTRÁN:
(¡Qué doblones!) Aparte
DUQUE: ¿No
iréis conmigo, don Juan?
JUAN: Señor,
los que solos van
gozan
bien las ocasiones.
DUQUE: Bien decís. Vedme después
que se
esconda el sol dorado;
sabréis
lo que me ha pasado.
Vase el DUQUE y los dos criados
JUAN: ¡Mal
haya el vil interés,
por
quien ni honor ni opinión
podemos asegurar!
BELTRÁN: Lo que
importa es madrugar
y
hurtarle la bendición.
Vanse don JUAN y BELTRÁN.
Salen el CONDE y
doña LUCRECIA
CONDE:
¿Negarás, señora mía,
la
palabra que me diste?
LUCRECIA: Yo no
la niego.
CONDE:
¿Y que viste,
cuando
doña Ana venía
de
Alcalá, tu desengaño?
LUCRECIA: Eso
tampoco te niego;
mas,
aunque se apagó el fuego,
quedan reliquias
del daño.
CONDE: Pues
porque arrojes del pecho
las
cenizas que han quedado,
mira el
papel que me ha dado
don
Mendo, de amor deshecho,
para
aplacar el rigor
de doña Ana de Contreras.
Si más
agravios esperas,
será
bajeza y no amor.
Dale un papel y lee LUCRECIA
LUCRECIA:
"El que sin oír condena,
oyendo
ha de condenar;
y esto
me obliga a pensar
que es
sin remedio mi pena.
Ya que
el cielo así lo ordena,
dadme
sólo un rato oído,
que, si
culpado lo pido,
para
más pena ha de ser,
sino
que os daña saber
que
jamás os he ofendido."
CONDE:
¿Conoces la letra?
LUCRECIA: Sí.
CONDE: ¿Ves tu
engaño?
LUCRECIA: Ya lo veo,
conde,
y pagarte deseo
lo que
padeces por mí;
que,
además de que premiarte
es
justo tan firme fe,
gusto a
mi padre daré,
que es
en esto de tu parte.
Hazme gusto de esconderte
por el
jardín. No te vea
mi
prima.
CONDE:
El alma desea
por
gloria el obedecerte.
Vase el CONDE.
Salen doña ANA y CELIA
CELIA: ¿Que
de esa manera estás?
ANA: Después
que estoy declarada,
cuanto más resistí helada
tanto
voy ardiendo más.
¿Quién detrás de este arrayán
súbitamente lo hallara!
CELIA:
"¡Ay, Celia, y qué mala cara
y mal
talle de don Juan!"
¿Ves lo que en un hombre vale
el buen
trato y condición?
ANA: Tanto,
que ya en mi opinión
no hay
Narciso que le iguale.
Prima, ¿qué es eso que lees?
LUCRECIA: Un
billete de don Mendo,
y
mostrártelo pretendo,
por si
sus promesas crees.
ANA: Ni
lo escucho ni le creo.
Bien
puedes vivir segura.
Le da el papel a doña ANA y ella se pone a
leerlo
LUCRECIA: ¡No le
dé Dios más ventura
de la
que yo le deseo!
Sólo
pretendo que de él
entiendas lo que te quiere.
(Haréle
el mal que pudiere, Aparte
pues da
ocasión el papel.)
Sale don JUAN
CELIA:
(Llega atrevido y dichoso.)
Aparte
Don JUAN se llega por un lado a doña ANA
JUAN: (Un
papel está leyendo, Aparte
y es la
letra de don Mendo.)
¿Tendrá
licencia un celoso,
a quien tu dueño has llamado,
para
ver ese papel?
ANA: Don
Juan, si ha nacido de él
ese
celoso cuidado,
pide
licencia primero
a mi
prima y lo verás.
JUAN: ¿Luego
licencia me das
de
decille que te quiero?
ANA: Sí;
que este lance es forzoso,
puesto
que el alma te adora.
JUAN: Dadme
licencia, señora,
por
amante o por celoso,
para
ver este papel.
LUCRECIA: Mi
gusto en doña Ana vive.
ANA: Agora
sabe que escribe
don
Mendo a Lucrecia en él.
JUAN: ¿Don
Mendo a Lucrecia?
ANA: Sí;
decirlo
puede mi prima.
JUAN: Si tanto
tu gusto estima,
más que
eso dirá por ti;
pero
aquí el mismo papel
es bien
que el testigo sea.
LUCRECIA:
Satisfacerme desea,
y
audiencia me pide en él.
Toma don JUAN el papel y lee
JUAN:
"El que sin oír condena,
oyendo
ha de condenar,
y esto
me obliga a pensar
que es
sin remedio mi pena.
Ya que
el cielo así lo ordena,
dadme
solo un rato oído,
que, si
culpado lo pido,
para,
más pena ha de ser;
sino
que os daña saber
que
jamás os he ofendido."
Doña
Ana, ¿qué te ha obligado
a pretenderme
engañar?
¿Qué te
puedo yo importar
no
querido y engañado?
A ti
vienen dirigidas
las
razones que he leído;
que
sobre lo sucedido,
son
palabras conocidas.
ANA:
Cuando a mí venga el papel,
¿da
gracias de algún favor,
o
quejas de mi rigor?
Luego
te obligo con él.
JUAN:
Mejor modo de obligar
fuera
no haberlo leído,
que quien escucha ofendido,
no huye
de perdonar.
¿Ajeno papel recibes
cuando
mía te has nombrado?
0 poco
me has estimado
o
livianamente vives.
De
donde he ya conocido
que
vivir me está más bien
desdichado en tu desdén,
que en
tu favor ofendido.
Yo
me iré donde jamás
pueda
otra vez engañarme
tu
favor...
ANA:
¿Quieres matarme,
señor?
JUAN:
Suelta.
ANA: No te irás
sin
oírme. Prima mía,
ayúdamele a tener.
JUAN: Soltad.
LUCRECIA: Ya es esto perder
la
debida cortesía.
CELIA: Don
Mendo está en el jardín.
ANA: ¿Don
Mendo?
CELIA:
Por fuerza ha entrado.
ANA: A
coyuntura ha llegado,
que
daré a tus celos fin.
Los
dos tras ese arrayán
os
entrad, donde escondidos,
los
ojos y los oídos
satisfación os darán.
JUAN: Sola
tu mano ha de ser
quien
me tenga satisfecho.
ANA: Señor
eres ya del pecho;
poco te
queda que hacer.
Sale don MENDO.
Doña LUCRECIA y don JUAN, se
esconden. CELIA queda retirada, cerca de ellos
MENDO: Ni
quiero que me perdones
ni
volver quiero a tu gracia;
y si
tal pidiere, cierra
el oído
a mis palabras.
Mis
descargos solamente
quiero
que escuches, doña Ana,
por
volver por mi opinión,
no por
culpar tu mudanza.
Si al
duque Urbino de ti
dije
una noche mil faltas,
fue
temor de que en su pecho
engendrase Amor tu fama;
porque
don Juan de Mendoza
contaba
sus alabanzas,
y a la
pólvora de un modo
la
menor centella basta.
A tu
prima le escribí
mil
agravios por tu causa,
desengañando su amor
y
encareciendo tus gracias.
Si ella te ha dicho otra cosa,
presto
verás que te engaña;
que el
traslado traigo aquí.
Oye sus
mismas palabras.
Lee don MENDO
"Tu sentimiento encareces
sin
escuchar mis disculpas.
Cuanto
sin razón me culpas,
tanto
con razón padeces.
Si
miras lo que mereces,
verás
cómo la pasión
te
obliga a que, sin razón,
agravies, en tu locura,
con las
dudas, la hermosura;
con los
celos, la elección.
Lucrecia, de ti a doña Ana
ventaja
hay más conocida
que de
la muerte a la vida,
de la
noche a la mañana.
¿Quién
a la hermosa Dïana
trocará
por una estrella?
Deja la
injusta querella,
desengaña tus enojos;
que
tengo un alma y dos ojos
para
escoger la más bella."
Mira
si más claramente
pude yo
desengañarla.
Si ella
lo entendió al revés,
en mí
no estuvo la falta.
Que
quise en el campo usar
de
fuerzas dirás. ¡Ah, ingrata!
Como a
esposa lo intenté,
si te
ofendí como a extraña;
y
delinquir en el campo
no fue
mucho, si llevara
anticipado el castigo
con mil
flechas en el alma.
Tus
quejas y mis disculpas
éstas
son. La furia amansa.
Huya de
tu hermoso cielo
la nube
de tu desgracia;
que el
cielo, el aire, la tierra
son
testigos de mis ansias.
No hay
quien dude mis verdades
sino
tú, que eres la causa.
Ésta es
mi mano de esposo;
y con
disculpa tan clara,
o no
niegues mi firmeza,
o
confiesa tu mudanza.
LUCRECIA: (Aquí
se casan sin duda.) Aparte
JUAN: (Aquí
sin duda se casan.) Aparte
¿Saldré, Celia?
CELIA: No la enojes
cuando
te importa obligarla.
Sale el DUQUE con un ESCUDERO, y quédase
escondido a una parte del teatro tras el paño
ESCUDERO: De aquí
podéis aguardar
a que
don Mendo se vaya.
Vase el ESCUDERO
ANA: Don
Mendo, yo te confieso
que tu
descargo es muy llano,
y que
con darme la mano
puede
cerrarse el proceso;
pero
tu intento no tiene
remedio; ya me has perdido,
y
resuelto el ofendido,
tarde
la disculpa viene.
Digo que fue la intención
con que
hablaste mal de mí
al
duque, querer así
librarme de su afición;
mas
fue público el hablar,
la
intención oculta fue.
Si por lo escrito juzgué,
no te
me puedes quejar.
Y
agora te desengaña
de cuán
malo es hablar mal
pues
con ser la causa tal
y el
fin tan bueno, te daña.
Por
el mal medio condeno
el buen
fin. Todo lo igualo;
en que
verás que lo malo,
aun
para buen fin, no es bueno.
Tu
lengua te condenó
sin
remedio a mi desdén.
A toda
ley, hablar bien,
que a
nadie jamás dañó.
Con
esto, si eres discreto,
mudar
intento podrás.
MENDO:
¿Resuelta en efeto estás?
ANA:
Resuelta estoy en efeto.
MENDO: Mira
lo que dices.
ANA: Digo
que es
vana tu prevención.
porque
ésta, resolución
es, don
Mendo, no castigo.
MENDO: Ya
lo que dice de ti
la fama
creer es justo;
que informa de tu mal gusto
el
aborrecerme a mí.
Del
cochero que me hirió
se
habla mal, y mal sospecho,
que tal
brío en bajo pecho,
de tus
favores nació.
ANA: Tente, no me digas más.
Yo
estorbaré mis afrentas.
Por
donde obligarme intentas
del
todo me perderás.
El
cochero que te hirió,
don
Mendo, mostrarte quiero.
Bien podéis salir, cochero.
Salen al teatro, y todos empuñan las espadas.
Don JUAN y doña LUCRECIA por un lado, y por otro el
DUQUE.
Después, BELTRÁN y el CONDE
JUAN: Yo soy
el cochero.
DUQUE: Y Yo.
ANA: Caballeros, detenéos;
que a
mí ese daño me hacéis.
DUQUE: Basta
que vos lo mandéis.
JUAN:
Serviros son mis deseos.
ANA:
Éstos los cocheros son
por
quien mi opinión se infama
y por quitar a la fama
de mi
afrenta la ocasión,
le
doy la mano de esposa
a don
Juan.
Danse las manos
JUAN:
Y yo os la doy.
CELIA: ¡Buena
Pascua!
BELTRÁN:
¡Loco estoy!
Empuña el DUQUE contra don JUAN
DUQUE: Vuestra
amistad engañosa
castigaré.
JUAN:
Detenéos;
que yo
nunca os engañé.
Recato
y no engaño fue
encubriros mis deseos;
que,
si os queréis acordar,
sólo os
tercié para verla,
y, en
empezando a quererla,
ya dejé
de acompañar.
ANA: Y en
fin, si bien lo miráis,
el dueño fui de mi mano;
y sobre
mi gusto, en vano
sin mi
gusto disputáis.
A
don Juan la mano di,
porque
me obligó diciendo
bien de
mí, lo que don Mendo
perdió
hablando mal de mí.
Éste
es mi gusto, si bien
misterio del cielo ha sido,
con que
mostrar ha querido
cuánto
vale el hablar bien.
MENDO:
Antes sospecho que fue
pena del loco rigor,
con
que, por ti, el firme amor
de tu
prima desprecié.
Mas
con llorar mi mudanza
y gozar
su mano bella,
estorbaré su querella
y mi
engaño y tu venganza.
LUCRECIA:
¿Quién os dijo que sustenta
hasta
agora el alma mía
vuestra
memoria?
BELTRÁN: Él hacía
sin la
huéspeda la cuenta.
LUCRECIA: Vos
hablastes, pretendiendo
a doña
Ana, mal de mí.
MENDO: ¿Yo a
doña Ana mal de ti?
LUCRECIA: Las
paredes oyen, Mendo.
Mas,
puesto que en vos es tal
la
imprudencia, que queréis
ser mi
esposo, cuando habéis
hablando de mí tan mal,
yo
no pienso ser tan necia
que
esposa pretenda ser
de
quien quiere por mujer
a la
misma que desprecia;
y,
porque con la esperanza
el
castigo no aliviéis,
lo que
por falso perdéis,
el
Conde por firme alcanza.
Vuestra soy.
Da la mano al CONDE
MENDO:
¡Todo lo pierdo!
¿Para
qué quiero la vida?
CONDE: Júzgala
también perdida,
si en
hablar no eres más cuerdo.
BELTRÁN: Y pues este ejemplo ven,
suplico a vuesas mercedes
miren que oyen las paredes,
y, a toda ley, hablar bien.
FIN DE LA
COMEDIA