ACTO PRIMERO
Salen doña LUCRECIA y JUANA, con mantos;
doña ANA e INÉS, de casa
ANA: Pues que tus plantas hermosas
honran, Lucrecia, esta
casa,
o gran
desdicha te mueve,
o gran
ventura me aguarda.
Si esto
supiera mi hermano,
para abreviar las jornadas,
alas fueran las espuelas,
y pensamientos las alas.
LUCRECIA: ¡Ojalá,
doña Ana mía,
que de
esto fuese la causa
o ya tu
ventura sola,
o ya
sola mi desgracia!
Disgustos dan ocasión
a mi
forzosa demanda,
que son en mí ejecuciones,
y que en sí son amenazas.
ANA:
Declárate, si no quieres
que me
mate en la tardanza,
tu pena
y mi confusión.
LUCRECIA:
Escucha, y preven, doña Ana,
perdon
a mis sentimientos,
si no
piedad a mis ansias;
que
para romper la nema
de los
secretos del alma,
Da mi
peligro disculpa,
y tu
valor confïanza.
Tres
veces la sierra el mayo
ha
calzado de esmeraldas,
y tres
veces el enero
la ha
coronado de plata
después
que de mis favores
sediento don Juan de Lara,
bebiendo su llanto mismo,
ha
mitigado sus llamas,
hasta
que al fin su cuidado
vigilante, su constancia
invencible y su asistencia
ocasión
ya de mi infamia,
merecieron mi piedad;
que una
breve gota de agua,
repitiendo el golpe leve,
la más
dura peña labra.
Llegaron a obligaciones
mis favores... de palabras,
digo; que nunca a las
obras
se
arrojó mi confïanza;
que no
admite galanteo
la que
tiene sangre hidalga,
sino
para dar la mano
a quien
su favor alcanza;
y así,
como a ser su esposa
mi
pensamiento aspiraba,
obligarle quise amante,
no
recatarle liviana.
Es
verdad que aunque las prendaa
que puse en su amor más caras
fueron honestos favores
y lícitas esperanzas,
mis cuidados y los suyos
las hicieron de
importancia;
que de
hablar a su albedrío
dieron
motivo a la fama.
De este
venturoso estado
seguro
el amor gozaba,
cuando
entre sombras obscuras
y entre
conjeturas claras,
en su
tibieza empecé
a
conocer su mudanza;
y
viendo que yo no había
dado a su rigor la causa,
pues le
obligaba constante
cuando
él mudable me agravia,
imaginé
que la luz
de otra
beldad le cegaba;
que
nacen los celos cuando
nacen las desconfïanzas.
Y así
con esta sospecha,
pretendiendo averiguarla,
centinelas puse ocultas
a sus
ojos y a sus plantas.
Supe
que ellas te seguían,
supe que ellos te miraban,
que tus
balcones contempla,
que tus
puertas idolatra.
¡Ay de
mí! No sé si diga
que
supe también, doña Ana,
que
merece tus oídos,
y tus
favores alcanza...
No lo
digo, no lo creo;
que
fuera ofender a entrambas.
A mí,
porque si viviera
creyéndolo, fuera infamia,
y a ti
por haber tan poco
que aumentó
a las lusitanas
corrientes del Tejo el llanto
de
verte ausente las aguas.
Que
cuando apenas los nombres
de las calles cortesanas
puedes saber, cuanto más
las noblezas de sus casas,
te ofendiera si creyese
que tan
fácil confïabas,
a
crédito de los ojos,
obligaciones del alma.
Mas
porque haber yo estimado
su
pensamiento es probanza
de sus
méritos contigo,
el
veneno y la triaca
te doy juntos, pues te enseño,
porque pises recatada,
entre
las flores el áspid
de su
condición ingrata.
Y así
por lo que te toca,
te
estará mejor, doña Ana,
escarmentar advertida,
que
advertir escarmentada.
Por lo
que toca a don Juan,
será en
ti más digna hazaña
dar
castigo a sus engaños
que
premio a sus esperanzas;
y por
lo que toca a mí,
te
mostrarás más humana
que en
hacerle venturoso,
en no
hacerme desdichada.
Tres
años ha que me obliga,
dos
meses ha que me agravia,
dos
meses ha que te sirve,
tres
años ha que me infama.
Piensa,
pues eres discreta,
mira,
pues naciste honrada,
de mi
opinión el peligro,
de mi
razón la ventaja,
el
despecho de mi agravio,
el exceso de mis ansias,
la locura de mi amor,
y de
mis celos la rabia.
ANA: (Si
dice verdad Lucrecia, Aparte
la
razón que tiene es clara,
y de
que dice verdad
este
exceso es la probanza;
y no es bien, pues yo no estoy
de don Juan enamorada
sino
solo agradecida,
que
marchite la esperanza
de
quien se abrasa por él,
por
quien a mi no me abrasa,
ni que
mi amante se nombre
el que
otra mujer engaña.)
En
cuanto a amarme don Juan,
no
mienten tus asechanzas,
Lucrecia; en cuanto a que yo
le
favorezco, te engañan.
Y
aunque lo pudiera hacer
y con
disculpa, en venganza
de que
a mi hermano desdeñas,
esto
imagino que basta
a que
de mí te asegures;
que no
es tan poca arrogancia
la de
los méritos míos,
que a
un amante en quien se hallan
achaques de amor ajeno,
condiciones de mudanza
y
olvido de obligaciones,
le dé
lugar en el alma.
LUCRECIA: Deja
que por tal merced
besen mis labios tus plantas.
ANA: Deja tú
excesos; que hacer
yo lo
que estoy obligada,
ni es
merced para contigo,
ni es
para conmigo hazaña.
LUCRECIA: Por
hazaña y por merced
la
estimo yo. Solo falta
suplicarte que le calles,
amiga,
a don Juan de Lara
esta
diligencia mía;
que si
con desdén le tratas,
y
sospecha que soy yo
de su
desdicha la causa,
mal obligaré ofendido
al que
obligado me agravia.
ANA: Mi
presunción desconoces,
pues el
silencio me encargas.
Para
que le calle yo
tu
diligencia, ¿no basta
temer,
si se la dijera,
que don
Juan imaginara
que lo
que es desdén son celos,
y lo
que es rigor venganza,
y
juzgándome celosa,
me
juzgase enamorada?
No,
Lucrecia, no; que somos
las portuguesas muy vanas;
y, ¡ojalá que las mujeres
todas en esto pecaran!
Pues cuanto más vanas fueran,
tanto fueran más
honradas.
Doña LUCRECIA habla aparte a INÉS
LUCRECIA: ¿Entiendes que cumplirá
lo que
promete doña Ana?
INÉS: O
tendrá un fiscal en mí;
que no
puedo ser ingrata
a la
afición de Lucrecia
y al
pan que comí en su casa.
Sale un CRIADO
CRIADO: Don
Fernando mi señor
ha
llegado.
Vase el CRIADO
LUCRECIA:
¡Ay desdichada!
Por
dónde, sin que me vea,
podré salir?
ANA: En las casas
de mujeres como yo,
Lucrecia, no hay puerta
falsa;
mas
¿qué importa que te vea
mi
hermano? ¿Qué te recatas?
LUCRECIA: ¿Para
qué es bueno ponerme,
si mis
desdenes le agravian,
a lance de acrecentar
mis rigores y sus ansias?
Y, ¿qué puedo parecer,
viniendo a pie y disfrazada
donde
vive quien amante
de mis
prendas se declara?
ANA: Dices bien. Tapao las dos;
que yo haré cómo te vayas
sin
conocerte, si acaso
la nube
del manto basta
a
eclipsar el resplandor
de los
rayos de tu cara.
Salen don SEBASTIÁN y don FERNANDO de camino
FERNANDO:
Dame, doña Ana querida,
los brazos.
ANA: Pues que te veo,
no pide ya mi deseo
más
términos a la vida.
FERNANDO: Otro
hermano tienes más
-- pues es otro yo mi amigo --
en el
señor don Rodrigo
de
Ribera.
ANA:
Pues le das
nombre de amigo y hermano,
esa
recomendación
le dice
mi obligación,
y me
enseña lo que gano.
SEBASTIÁN:
Nombre de esclavo me dad;
que es
deuda en mí conocida,
si a
quien se debe la vida
se
rinde la libertad.
Y yo
al señor don Fernando
no solo
debo el tenella,
mas el
merecer con ella
la
dicha que estoy gozando.
(Si
es dicha acaso que vea Aparte
beldad
cuya perfección
atormenta el corazón,
si los
ojos lisonjea.)
JUANA: ¿Qué
aguardas, señora, aquí?
Vámonos.
LUCRECIA:
Adiós, doña Ana.
ANA: Id con
Dios.
Vanse doña LUCRECIA y JUANA
FERNANDO:
¿Quién es, hermana?
ANA: Una
dama que de ti,
para
cierta diligencia
que en
Sevilla le importaba,
pretendió, porque pensaba
que
durara más tu ausencia,
valerse, y desengañada
se
parte.
FERNANDO:
¡Qué airosa es!
El
viento huellan sus pies.
SEBASTIÁN: Flechas
despide tapada,
que
descubierta serán
Rayos.
ANA:
(¡Estando yo aquí
Aparte
Habla
este grosero así!
Menos
tiene de galán
en
el alma que en el talle.)
Sale MOTÍN, de camino
SEBASTIÁN: ¿Que
hay, Motín?
MOTÍN: Que hallé posada,
y la
dejo concertada.
SEBASTIÁN: ¿Dónde?
MOTÍN:
En esta misma calle;
tan
cerca, que una pared
de esta
casa la divide.
SEBASTIÁN:
(Albricias al alma pide.)
Aparte
FERNANDO: Mucho
me huelgo, y creed
que
el aposento os hiciera
en mi
casa, confïado,
si de
doña Ana el estado,
Rodrigo, lo permitiera.
SEBASTIÁN: No
me deis satisfaciones,
cuando ya de esta verdad
me ha
dado vuestra amistad
mayores demostraciones.
FERNANDO: Vamos pues.
SEBASTIÁN:
¿Adónde vais?
FERNANDO: Quiero
ver si es la posada
para
vos acomodada.
SEBASTIÁN: De mil
modos me obligáis.
Míranse
mucho don SEBASTIÁN y doña ANA
Hermosa doña Ana,
adiós.
ANA: Él os
guarde.
MOTÍN:
(¡Pese a tal!
O yo lo
he mirado mal,
o se
miran bien los dos.)
Vanse don SEBASTIÁN, don FERNANDO y
MOTÍN
INÉS:
Cierto, señora, que temo
tu
salud.
ANA:
¿Por qué ocasión?
INÉS: Con tan
curiosa atención
y tan
cuidadoso extremo
te
ha mirado el forastero,
que si
no quedas aojada,
tienes
la sangre pesada.
ANA: Antes,
Inés, considero
que,
pues no me ha hecho mal,
no le
he parecido bien.
INÉS: No es
tan atento el desdén,
Que con
suspensión igual
se
mire lo que no agrada.
ANA: Pues
¿qué quieres? ¿Que de mí
esté
enamorado?
INÉS: Sí.
ANA: ¡Tan presto!
INÉS:
Cuando mirada
la
hermosura ha de matar,
muy
fácil es de inferir
que no
tardará en herir
más que
se tarda en mirar.
ANA: ¿Que
en efecto me ha mirado
tan
cuidadoso y suspenso?
INÉS: Mucho
lo preguntas. Pienso
que de
ello no te ha pesado.
ANA: Pues
dime tú, ¿a quién le pesa
de que
la quieran?
INÉS:
A quien
inclina
tanto al desdén
la
arrogancia portuguesa.
ANA:
Dices verdad; pero, Ines,
si de
arrogante le infaman,
advertid que también llaman
derretido al portugués.
Dame
que el dorado arpón
de Amor
hiera al pensamiento
y verás
que es rendimiento,
cuanto
ha sido presunción.
INÉS:
¿Ves, señora, cómo tienes
principio de amor?
ANA: ¡De amor!
INÉS: Sí; que
temes el error
pues la
disculpa previenes.
ANA: Y yo
tambien lo presumo.
Centellas del nino ciego
tengo
en el alma, si el fuego
se
conoce por el humo.
INÉS:
Dime, ¿por qué lo sospechas?
ANA: Cuando
a Lucrecia decía
que
descubierta daría
rayos,
y tapada flechas,
un
invidioso dolor
en el corazón, Inés,
me
causó, y la invidia es
humo
del fuego de amor.
Y si
la verdad te digo,
la
inclinación me ha llevado;
pero
como no me ha dado
hasta agora don Rodrigo
de
sí más información
de la
que la vista ofrece,
dudando
si me merece,
reprimo
la inclinación.
INÉS: Si
de lo que has visto estás
contenta,
dudas en vano,
pues
abona el ser tu hermano
tan su
amigo lo demás.
ANA: Bien
dices.
INÉS:
Si digo bien,
¿Qué
falta ya?
ANA:
Que conmigo
se declare don Rodrigo.
INÉS: Yo lo
trataré tan bien,
que
puedas tú declararte.
ANA: Harélo
si me merece.
Mas
¿sabes que me parece
que
estás mucho de su parte?
INÉS: Que estoy muy contra don Juan
dirás;
que como desprecia
tan sin
razón a Lucrecia,
pena
sus penas me dan;
que
me pone en tanto empeño,
demás
de que la he servido,
porque mi tercera ha sido
para
tenerte por dueño;
y me
holgaré de que él halle
en tu
rigor su castigo.
ANA: Yo
pienso que don Rodrigo
ha
venido a castigalle.
Vanse las dos.
Salen don SEBASTIÁN, don
diego, MOTÍN y CRIADOS
SEBASTIÁN:
Señor don Diego de Mendoza, a solas
quedemos; que en secreto importa hablaros.
DIEGO: Despejad.
Vanse
los CRIADOS
SEBASTIÁN: Cesen ya las altas olas,
y muéstrense de luz menos
avaros
los
cielos a la noche tenebrosa
de
confusión tan larga y tan penosa
que
ciego y triste contraopuestos polos
me
obligó a discurrir.
DIEGO: Ya estamos
solos.
SEBASTIÁN: Yo,
señor, soy don Sebastián de Sosa.
Don
Antonio de Sosa, vuestro amigo,
me dio
el ser y la sangre generosa
de cuya calidad sois vos testigo.
DIEGO: Bien
venido seáis. Dadme los brazos
antes
que prosigáis.
SEBASTIÁN: Estos abrazos
son el
primer alivio que he tenido
en
cuanto mar y tierra he discurrido.
DIEGO: ¡Gracias
a Dios que con salud os veo!
Decid
ya lo demás; yo lo deseo.
SEBASTIÁN: Quince
veces la hermosa primavera
ha dado
alfombras fértiles a Flora
después, señor, que yo de la ribera
del lusitano
piélago, en la aurora
de mi
edad, a las indias orientales
partí a
buscar el rostro a la Fortuna,
llevando para asilo de mis males
al que
del sol de España iba a ser luna
en
aquella región; que fui en mi casa
hijo
tercero, y la porción escasa
que de
los bienes libres paternales
esperaba heredar, no me podía
sustentar con el lustre que pedía
la
presuncion de pechos principales.
Allí
pues en tres lustros de mi vida
me
dieron, ya la paz y ya la guerra,
tan
claro nombre, hacienda tan lucida
que en
la ajena olvidé mi propia tierra,
cuando una carta de mi padre -- ¡ay
cielos! --
cubrió
tan clara luz de obscuros velos.
Mándame
que al momento
me
parta a España, y que venir procura
desconocido, para que asegure
la honrosa ejecución de cierto intento
y que
él me aguarda oculto en esta corte,
donde
vos solo habéis de ser el norte
por quien he de buscar, de vos
fïado,
el lugar donde vive
retirado.
Éstas fueron, en suma,
las
preñadas razones que su pluma,
para
causarme tenebrosa calma,
pintó a los ojos y esculpió en el
alma.
Al fin, o la obediencia
del preceto,
o la
curiosidad de este secreto,
me sacó de las playas orientales,
y en una de dos máquinas
navales,
movibles promontorios, que de Goa
los
tesoros conducen a Lisboa,
del mar
penetro climas dilatados
para
ponerles fin a mis cuidados.
Y un
día, al correr su pabellon la aurora,
que
alegra a luces cuando a perlas llora,
desde
el tope, que sube
a
barrenar la más distante nube,
un
marinero experto,
"¡Tierra, tierra!" en alegres voces dice;
y a
poco espacio el lusitano puerto
felice
vio quien le buscó felice;
que yo,
fletando un barco que ligero
a
recibirnos se engolfó primero,
solo me
arrojo en el, y el horizonte
de
Portugal discurro hasta Ayamonte,
donde
ya libre de que me pudiera
ninguno
conocer, mi nombre dejo
por el
de don Diego de Ribera,
y parto
a la ciudad a quien da espejo
el Bétis de cristal, y allí en diez
días
para Madrid dispuse mi
jornada,
donde ya en vos las desventuras mías
gran parte ven de mi
intención lograda,
puesto
que vivo y con salud os veo,
y agora
solo resta a mi deseo
saber,
si ya la tierra no sepulta
ami
padre, el lugar en que se oculta,
para
que tenga fin este cuidado
que tan
largas fatigas me ha costado.
DIEGO: Quietad
el pecho. Vuestro padre vive,
y
aunque en Madrid ha estado,
lugar
por su grandeza acomodado
para que en él se oculte quien recibe
de la Fortuna injurias.
Dos
meses solamente
habrá,
don Sebastián, que un accidente
le
obligó a retirarse a las Asturias,
donde,
mudado el nombre, de este día
la luz
dichosa espera.
Vos no
hagáis novedad; que mensajera
será
una carta mía,
más
breve y más segura,
de la
llegada vuestra y su ventura.
SEBASTIÁN: ¿No es
más razón que yo a buscarle parta?
DIEGO: Que en
Madrid le esperéis, y yo po carta
Le
avise, el órden fue, si ha de cumplirse,
que me
dio vuestro padre al despedirse.
SEBASTIÁN: Fuerza
es que le obedezca;
mas
vos, don Diego, porque no padezca
mi
pecho confusión tan congojosa
si la
sabéis acaso, de su intento
la
causa me decid.
DIEGO: Su pensamiento
ignoro; pero siendo tan penosa
la
ocasión y tan grave
que a
don Antonio a lo que veis obliga,
fuera
de él no es razón que otro os la diga,
pues
que será deciros que la sabe;
porque ni aun vuestro padre, si pudiera
excusallo, era bien que la dijera.
Vase don DIEGO
SEBASTIÁN:
¡Válgame Dios! Cuando entendí que
había
llegado
al puerto la desdicha mía,
la
tempestad parece que comienza.
¡Don
Diego de Mendoza se avergüenza
de
referirme la ocasión! ¿Qué dudo?
Con no
decirla dijo cuanto pudo.
¡Mi
padre vive oculto y desterrado
de su
patria, con nombre disfrazado!
Infame
es la ocasión, la causa es fea.
Mas,
¿qué me aflijo? Lo que fuere sea;
que
pues para el remedio me ha llamado,
posible
lo imagina, y ya he llegado,
y yo de
cualquier modo
tengo
valor para salir con todo.
Vase
Salen don FERNANDO, encontrándose con don SEBASTIÁN
FERNANDO: Don
Rodrigo.
SEBASTIÁN:
¿Qué hay, amigo?
FERNANDO: Apenas
llegado habéis
a Madrid,
cuando ya hacéis
visitas
que son conmigo
por
dos partes ocasión
de
celos.
SEBASTIÁN:
Mucho sintiera
que mi
amistad no os cumpliera
en todo su obligación.
Decid, pues, cómo os he dado
los celos que habéis
tenido
para
que enmiende advertido
lo que
ignorante he pecado.
FERNANDO: Bien
decís; que no es razón
que os
recate, don Rodrigo,
siendo
mi mayor amigo,
la
llave del corazón.
De
don Diego de Mendoza
es esta
casa de donde
salís,
que es nube que esconde
el rayo
o cielo que goza
en su bija, una deidad,
vida y
muerte de mi amor,
pues me
mata su rigor,
y me
anima su beldad.
Celos me dais por amigo,
si a don Diego
visitastes,
pues lo
que con él hablastes
no
habéis tratado conmigo;
y si
a Lucrecia, ignorante
de mi
aficián, visitáis,
aunque
mi amigo seáis,
me dais
celos por amante.
SEBASTIÁN: Fernando, ni en la amistad
ni en
el amor os ofendo;
que ni
a Lucrecia pretendo,
ni tuve
de su beldad
jamás otra relación
que la
que me dais aquí;
mas
aunque a su padre vi
sin
daros cuenta, no son
vuestras quejas bien fundadas,
que no
obligó el comenzar
vuestra
amistad a acabar
correspondencias pasadas.
Vase don FERNANDO
SEBASTIÁN: ¡Ah
cielos! ¡Si yo la mano
de doña
Ana mereciese
en
premio de que la diese
doña
Lucrecia a su hermano!
Mas,
¿cómo en el triste estado
de mi
opinión recelosa,
tu
beldad, doña Ana hermosa,
lisonjea mi cuidado?
¡Ay
de mí! Que en la memoria
de las
deudas de mi honor,
huye la
dicha de amor,
y
desvanece la gloria;
como el pintado pavón,
que por
más que haciendo en torno
con la
pompa de su adorno
arrogante ostentación,
de
hermoso y galán presuma,
pierde
marchito después,
en la fealdad de los pies,
la
vanidad de la pluma.
Vase. Salen doñ
ANA e INÉS a una reja
baja, después MOTÍN
ANA: Pues
Motín está en la calle,
háblale
agora.
INÉS:
Detrás
de la
ventana podrás,
sin que
él lo entienda, escuchalle.
ANA:
Infórmate con cautela
de
todo.
INÉS:
Pierde cuidado.
Ocúltase doña ANA, y sale MOTÍN
MOTÍN: (¡Que
haya de ser un crïado, Aparte
por su
dueño, centinela
de
su dama noche y día!
¡Y que
una escasa ración
incluya
en su obligación
tambien
la alcahuetería!)
INÉS: Motín...
MOTÍN:
¿Quién llama?
INÉS: Yo soy.
MOTÍN: ¿Cómo,
Inés, soy tan dichoso,
que me
llamas?
INÉS:
Vite ocioso,
y
porque también lo estoy,
quise entretener así
a los
dos.
MOTÍN: Merced me has hecho;
que me fastidian el pecho
algunas
cosas que vi,
como
soy recién venido
a
Madrid, que si no hallara
con
quien de ellas murmurara,
me
muriera de podrido.
INÉS: Di
pues, descansa.
MOTÍN: Un mozuelo,
büido
de pies, que andando
va cada
momento dando
de
puntillazos al suelo,
¿qué
significa?
INÉS: Que como
es
puntiagudo el zapato,
no
entra bien.
MOTÍN:
Pues ¿más barato
no fuera calzarle romo?
Y
algunos que braceando
con la
mano acucharada,
la
manga desabrochada
y sin
puños, le va dando
en los dedos el aforro.
¿Es gala o hipocresía?
¿Es
aliño o porquería?
¿Es
descuido o es ahorro?
¿O
presumen por ventura
de
manos, y hacen con esto
que
junto al color opuesto
parezca
más la blancura?
Y el
que levanta igualmente
por los
dos lados el ala
del
sombrero, y por gran gala
lleva
un candil en la frente,
dime, ¿en qué puede fundarse?
¿Y en
qué se funda un galán,
que
vistiendo tafetán
en
julio, por no abrasarse,
embute de estofa vana
jubón y
calzón? Querría
saber
si la seda enfría
más que
calienta la lana.
Y el escolar que camina
con un
matachín meneo,
y hecho
un rollo del manteo,
se le
encaja en la pretina.
¿A
quién no le causa risa?
¿Y un
paje que, si reparas,
Mide las ligas a varas,
y a pulgadas la camisa?
INÉS: Y
tú, pues en eso tocas,
¿cuántas tienes?
MOTÍN: Tengo, Inés,
Si
verdad te digo, tres.
INÉS: Pues
¿cómo tiene tan pocas
quien de las Indias llegó
un mes
ha?
MOTÍN:
Engañada estás;
qué no
he fïado jamás
al agua
la vida yo.
INÉS:
Pues, ¿cuándo entraste a servir
a don
Rodrigo?
MOTÍN:
Después
que
señalaron sus pies
la
orilla a Guadalquivir.
INÉS:
Segun eso, no sabrás
su
calidad.
MOTÍN:
Solo sé
que en
sus acciones se ve
que
ninguno tiene más.
INÉS: Y
di, ¿qué finezas fueron,
las que
hicieron tan amigo
de
Fernando a don Rodrigo?
MOTÍN: En
Sevilla concurrieron
en una posada un día
los
dos, y en viéndose en ella,
halló
en cada cual su estrella
lo que
llaman simpatía.
INÉS:
¿Simpa... qué?
MOTÍN: Conformidad,
rabiando a lo castellano.
Pues
como abrasa el verano
el sol
aquella ciudad,
fuimos una noche al río
los
tres; siendo el primero
en
desnudarse ligero
mi
señor, al cristal frío,
sin
prevenir los azares
de su
hondura, se arrojó;
que sin
duda imaginó
que se
echaba en Manzanares.
Despojábase espacioso
la ropilla
don Fernando
por no
acatarrarse, cuando
a mi
dueño, congojoso,
en
un mal formado acento,
que
gorgoritas hacía,
escuchamos que decía,
"¡Que me ahogo!" Y al
momento
al
peligro se arrojó
animoso
don Fernando,
medio
vestido, y nadando,
a la
orilla le sacó.
INÉS: Y
tú, ¿no le socorriste?
¿No
sabes nadar?
MOTÍN: Sí, sé,
mas del
refrán me acordé.
INÉS: ¿De qué
refrán?
MOTÍN: ¿Nunca oiste
decir que el buen nadador
guarda
la ropa?
INÉS: Si oí.
MOTÍN: Pues
yo, que lo soy, allí
la
guardaba a mi señor.
Demás que era desatino
entregarme al agua, á quien
jamás
he querido bien.
Si el
Bétis fuera de vino,
don Rodrigo paseara
seguro
su centro frío.
INÉS: ¿Cómo?
MOTÍN:
Sorbiérame el río,
y él en
seco se quedara.
En
esta hazaña se funda,
pues,
la amistad que nació
en los
dos, a que añadió
nuevos
lazos la segunda.
A la
posada venía
una
noche don Rodrigo
muy
tarde, solo conmigo;
y
cuando llamar quería
a la puerta, acometieron
a
matarnos con montantes
cuatro
feroces gigantes.
INÉS: ¡Tan
grandes te parecieron?
MOTÍN: Pues
piensa que me limito,
que en
ellos fuera una espada
hasta el recazo envainada
picadura de mosquito.
Y
así, valiéndome, como
en la
ventajosa lid
del
gigante hizo David,
de
otras armas, quité el pomo
a mi espada, y de una liga
hice
una honda, y tiré
al uno,
y le reventé
un ojo;
y con la fatiga
cayó
el Polifemo, dando
Tal
golpe, que estremeció
la
ciudad, y despertó
el
estruendo a don Fernando,
que
asomándose a un balcón,
y
viendo que don Rodrigo,
su
camarada y amigo,
estaba
en tal aflicción,
a la
calle se arrojó
con una
espada, en camisa,
y a los gigantes tal prisa
de cuchilladas les dio,
que todos en un
momento
se
desparecieron como
humo al
viento.
INÉS: ¿Y el del pomo?
MOTÍN: Huyó
también tan sin tiento,
como
en lo tuerto no estaba
ducho,
que la calle errando
y en
las casas tropezando,
como
bolas las birlaba.
INÉS:
¡Gran ventura! Mas querría
saber
de dónde contigo
esa
noche don Rodrigo
tan a
deshora venía;
porque de esto y de intentar
darle
muerte esa cuadrilla,
colijo yo que en Sevilla
se
debió de enamorar.
Doña ANA aparte al paño
ANA:
(Sutilmente ha rodeado
Aparte
la
plática a mi intención.)
MOTÍN: Yo
pienso que la ocasión,
Inés,
de haberle intentado
matar, fue para quitarle
un
diamante que traía
en el
dedo, que podía
el
mismo sol cudiciarle;
que
allí no galanteaba;
antes,
según lo que agora
a tu
hermoso dueño adora,
y a
Madrid apresuraba,
logrando instantes del día,
su
jornada, he sospechado
que
estaba allá enamorado
de doña
Ana en profecía.
ANA:
(¡Vitoria, amor!)
Aparte
MOTÍN: (De un chapín Aparte
tras de
la ventana brilla,
o me
engaño, una virilla.
¿Si
escucha doña Ana?)
INÉS: Al fin,
¿la
tiene amor?
Habla doña ANA aparte a INÉS
ANA:
Tiempo es
de
declararte.
MOTÍN:
(¿Qué he visto? Aparte
del pie
le ha dado. ¡Por Cristo
que
juega con ganso Inés.)
Toda
la noche se queja,
y
suspira tan sentido,
que el
huésped le ha despedido
porque
dormir no le deja.
INÉS: Pues
pide para los dos
albricias a don Rodrigo;
que su
amor -- yo soy testigo --
de que
es pagado; y adiós.
Retíranse
las dos
MOTÍN: ¡Hay tal dicha! Cierto es
que
doña Ana lo ha escuchado,
y fue
entre los dos tratado
cuanto
aquí me ha dicho Inés.
Sale don SEBASTIÁN
SEBASTIÁN:
Motín...
MOTÍN:
Señor, mi deseo,
Te
llamó; que en este instante
me ha
dicho Inés que es tu amante
doña
Ana.
SEBASTIÁN:
¡Oh cielos! No creo
tanta ventura.
MOTÍN: Yo sí;
que lo
que a Inés escuché,
orden
de doña Ana fue.
SEBASTIÁN: Pues,
¿cómo?
MOTÍN:
Hablando de ti
desde la reja a la calle,
donde
yo estaba en espía,
después
que gastado había
gran
prosa en exageralle
tu ciego amor, vi que Inés
un poco
se suspendió,
y que
la atención pasó
de los ojos a los pies.
Penetré la celosía,
aplicando un poco más
la
vista, y vi que detrás
de la
ventana lucía
una
virilla, chismosa
de su
dueño y de su intento,
que
dijo a mi pensamiento
que era
de doña Ana hermosa.
Disimulé, y luego vi
que
despidió la virilla
una
breve zapatilla,
así
flamante y así
ajustada, que pensé,
viendo
que nada injuriaba
su
primer facción, que estaba
en la horma, y no en el pie.
Mas
desengañóme luego
una
rosa o una estrella,
que
después que llegó a vella
el Amor
le pintan ciego,
que
en puntillas tan brillantes
y cándidas se remata,
que si
no es globo de plata,
es
erizo de diamantes.
Salió pues, señor, el pie,
si
recatado, lascivo,
que
tiene más de atractivo
cuando se ve y no se ve;
y tocó á Ines. Yo creí
que tocaba a retirar,
y no
fue sino tocar
a
declararse; y así
me
dijo, "Para los dos
pide
albricias a Rodrigo;
que su
amor, yo soy testigo,
de que
es pagado; y adiós."
SEBASTIÁN: ¿Es
posible que ha tenido
tan
dichoso fin mi pena?
Dale a
Ines esta cadena,
Dale una
Y tú,
ponte aquel vestido
que
estrené cuando partí
de
Guadalquivir.
MOTÍN: (Dió fuego.) Aparte
SEBASTIÁN: ¿Que a
ser tan dichoso llego?
¿Que
tanto bien merecí?
Pues que doña Ana me adora
vengan
penas, vengan males;
que si
antes eran mortales,
serán
medianas agora.
MOTÍN:
Pues, ¿podrás estar quejoso
de las
nuevas que te he dado?
SEBASTIÁN: Mas que
cuerdo desdichado,
quiero
ser loco dichoso.
Vanse. Salen don JUAN Y doña ANA
ANA:
Señor don Juan, por mi vida
que os
vais.
JUAN:
Señora, ¿qué es esto?
¿Vos me
despedís tan presto?
A darle
la bienvenida
vengo, por nuestra amistad,
a
vuestro hermano; y así,
ni le
hará el hallarme aquí
sospecha ni novedad,
si
vos conmigo la hacéis
por
eso.
ANA:
De porfïado
estáis
ya, don Juan, cansado.
JUAN: ¡Ay de mí! ¡Ya os ofendéis
de verme! Ya vuestros
ojos,
de quien luces merecí
de favores, contra mí
fulminan rayos de enojos!
¿En que os ofendi,
señora?
ANA: En
nada.
JUAN:
Pues, ¿qué mudanza
es ésta
que mi esperanza
condena
sin culpa agora?
ANA:
Mudanza.
JUAN:
¿Puédela hacer
sin
causa quien su favor
ha
empeñado?
ANA:
Es loco Amor.
JUAN: ¿No sois noble?
ANA: Soy mujer.
Salen don SEBASTIÁN y MOTÍN, que se
quedan
acechando a doña ANA y don JUAN, hablan los dos aparte
SEBASTIÁN: ¿Qué
estoy viendo?
MOTÍN: El galán es
que te
da cuidado.
SEBASTIÁN:
¡Ah, cielos!
Ya son agravios mis celos.
MOTÍN: ¿Doyle
la cadena a Inés?
SEBASTIÁN:
Necio estás.
JUAN:
Solo de vos
saber
la ocasión querría
de mi
mal, doña Ana mía.
MOTÍN: ¡Mía
dijo, vive Dios!
SEBASTIÁN: Oye.
ANA: Don Juan, idos ya;
que no os la quiero
decir.
JUAN: Ni yo
de aquí he de salir.
ANA:
Entraréme yo.
JUAN:
Será
Quiere irse, y tiénela
obligarme a ser grosero.
ANA:
Soltad. ¿Qué es esto, atrevido?
SEBASTIÁN: (Sin
darme por entendido Aparte
del
caso, estorbarle quiero.)
Adelántase
¿Está
el señor don Fernando
en
casa?
JUAN:
(¿Hay licencia igual?) Aparte
ANA: (¡Que
sucedió al fin el mal Aparte
que yo
estaba recelando!)
JUAN:
¿Quién es? ¿Quién de esta manera,
donde
yo en visita estoy,
Sin
avisar entra?
SEBASTIÁN: Soy
don
Rodrigo de Ribera,
y
soy, porque soy su amigo,
don
Fernando Vasconcelos.
Pero vos, ¿quién sois?
ANA: (De
celos Aparte
da
sospechas don Rodrigo,
y
antes que se empeñe, quiero
estorbarle.) Si le halláis
conmigo, ¿qué preguntáis?
Amigo
es tan verdadero
el
señor don Juan de Lara
como
vos de don Fernando;
que si
no lo fuera, estando
él
ausente no pisara
de
esta casa los umbrales.
JUAN:
(¿Satisfaciones le da?
Aparte
Yo he
reconocido ya
el
principio de mis males.)
SEBASTIÁN:
(Disimular me conviene.)
Aparte
Preguntéle por saber,
señora,
lo que he de hacer
de la
obligación que tiene
al
señor don Juan mi amigo
Fernando; y así, pensad
que es
una vuestra amistad
con él, don Juan, y conmigo.
JUAN: (Bien disimula.) Aparte
ANA: (Prudente, Aparte
cuerdo
y cortés se mostró.
JUAN: Lo
mismo os ofrezco yo.
(¡Ah
celos! la boca miente;
que
no es ésta la ocasión
que
declararos podéis;
pero a
solas le diréis
lo que
siente el corazón.)
A
doña Ana, don Rodrigo,
os
quedad acompáñando
mientras viene don Fernando,
puesto
que sois tan su amigo.
Vase
ANA: (Ya
le entiendo. De celoso Aparte
da
señales.) No os quedéis,
don
Rodrigo; no le deis
causa
de estar sospechoso.
SEBASTIÁN: Satisfación
a don Juan
queréis
dar?
ANA:
Y vos, ¿por qué
de eso
queréis que os la dé?
SEBASTIÁN: ¿Que
haya quien, siendo galán,
tenga licencia, en ausencia
de
vuestro hermano, de veros?
ANA:
¿Tenéisla vos de ofenderos
reñirme
esa licencia?
SEBASTIÁN: ¿No
la tiene el que os adora?
ANA: ¿Vos me adoráis?
SEBASTIÁN: Pues mis ojos,
¿no os han dicho mis enojos.
ANA: No
entendí tal; mas ajora
que
claramente a decirme
vuestro
amor llegáis, Rodrigo,
que
tenéis licencia, digo,
de
ofenderos y reñirme.
Vase
SEBASTIÁN: Y yo digo, pues pagás
con tal
favor mi afición,
que no
me deis la ocasión,
pues la
licencia me dais.
MOTÍN: Y yo
que, pues ha tenido
tan
dichoso fin tu pena,
le doy
a Inés la cadena,
y me
tomo yo el vestido
FIN DEL ACTO PRIMERO