ACTO SEGUNDO
Salen don SEBASTIÁN y don DIEGO
SEBASTIÁN: Esto
habéis de hacer, señor
don
Diego, por mí, supuesto
que os esté
bien; que yo en esto
no soy
más que intercesor
con
vos, consejero no,
pues
esfuerza que sepáis
lo que
perdéis o ganáis
en ello
mejor que yo;
que
soy tan recién llegado.
Si bien
por las ocasiones
que os he dicho, en las acciones
de don Fernando me ha
dado
su
valor y calidad
información tan entera,
que en
su emulación dijera
lo que
digo, en su amistad.
DIEGO: ¿Que
tantas obligaciones,
don
Sebastián, le tenéis?
SEBASTIÁN: Las que
colegir podéis
de
quien en dos ocasiones
la
vida, señor, me ha dado.
Demás
que lograr confío,
siendo
vos tercero mío,
con su
hermana mi cuidado
que
si a Lucrecia le dais,
con tal
que me dé la mano
de la
que adoro, su hermano
se tendrá, pues le obligáis
dándole el bien que desea,
por
venturoso, y a mí
me
calificáis así,
pues
queriendo que yo sea
de
vuestro yerno cuñado,
puesto
que importa ocultarle
quién
soy, puede asegurarle
vuestro
abono ese cuidado.
DIEGO: Yo
estimo, como es razón
a don
Fernando, y le diera,
puesto
que él no los tuviera,
méritos la intercesión;
mas
determinarme quiero,
supuesto que es portugués,
y
vuestro padre lo es,
informándome primero
de
tan verdadero amigo;
y así,
le hemos de esperar;
que con
él se ha de tratar
este
caso, no conmigo.
SEBASTIÁN: Si
en él lo comprometéis,
la
norabuena desde hoy
a don
Fernando le doy
DIEGO: ¿Qué
sabéis? No os empeñéis.
Vase don DIEGO
SEBASTIÁN: ¡Oh
padre! Las ansias mías
te den las ansias de amor.
Cifre el planeta mayor
en un
instante los días
de
tu prolija tardanza;
que donde es tal la ocasión,
da
muerte la dilación,
si da
vida la esperanza,
Sale don JUAN
JUAN: Más
fácilmente, señor
don
Rodrigo, parecéis
a quien
veros no quisiera
que a quien os procura ver.
SEBASTIÁN: No sé
porqué lo decís.
JUAN: Digolo
porque, después
que
para estorbarme en casa
de doña
Ana os encontré,
no pude
hallaros, de muchas
que os
he buscado, una vez.
SEBASTIÁN: Ni aun
ésta, pluguiera a Dios,
me
hallárades si ha de ser
para
decirme pesares;
que
decir que os estorbé
cuando
en casa de dona Ana
los dos nos hablamos, es
un lenguaje muy ajeno,
don Juan, del que usar
debéis
por vos, por ella y por mí;
porque ni a doña Ana, a
quien
mira
con respeto el sol,
os
pudistes atrever,
ni ella
permitir que a solas
con mas
licencia la habléis
que en
presencia de testigos,
ni vos,
conforme a la ley
de
noble, cuando eso fuera,
lo debéis dar a entender,
Ni a
mí, que soy de su hermano
tan
estrecho amigo, es bien,
cuando
olvidéis lo demás,
que de
ese modo me habléis.
JUAN: Esas son caballerías
de Amadís y Florisel,
y se os luce, don
Rodrigo,
lo
recién llegado bien,
pues
ignoráis que en la corte
la
competencia es cortés,
permitido el galanteo
y usado
el darlo a entender
y más
donde la ocasión
por que
os he buscado, fue
ésta
sola; que me importa
saber
de vos si tenéis
prendas
de amistad no más,
o
empeños de amor también,
con
doña Ana Vasconcelos,
y si en
vos he de tener
amigo o
competidor.
SEBASTIÁN: Mal os
ha informado quien
os dijo
que los precetos
de
noble y galán no sé,
y que cuando amante sea,
de mí
lo habéis de saber;
fuera
de que os engañáis
si
pensáis que en mí no es,
para
estorbar vuestro amor,
bastante ocasión tener
amistad a don Fernando.
JUAN: Con ese
color queréis
pasar
por virtud conmigo
lo que
es delito con él.
Y
puesto que así lo entiendo,
en
resolución sabed
que si
vos, como Faetón,
el
pensamiento atrevéis
al sol
que adoro, esta espada
un rayo
ardiente ha de ser,
que en
vuestras cenizas
llueva
escarmientos otra vez.
Sale don FERNANDO
FERNANDO: (¿Qué
es esto?) Aparte
SEBASTIÁN:
Al fin me tratáis
como a
forastero, pues
desconocéis este acero;
Empuñan
Mas presto veréis en él
vuestro engaño y mi
valor.
FERNANDO: Don
Juan de Lara, tened;
Don
Rodrigo, basta.
JUAN: (¡Ah
cielos!) Aparte
FERNANDO: ¿Qué es
esto?
SEBASTIÁN:
Pues os ponéis
de por
medio, ya no es nada.
FERNANDO: Si
acaso puedo saber
la
causa de este disgusto,
a gran
ventura tendré,
don
Juan, llegar a ocasión
de
evitarlo y componer
de los
dos la diferencia.
JUAN: Solo deciros podré
que a
mí me sobra razón
y que
la suerte crüel
no pudo
hacerme pesar
agora
mayor que haber
llegado
vos a impedir
mi furia.
Vase don
JUAN
FERNANDO: Don Juan, volved.
Fuego despiden sus ojos,
y el viento injurian sus pies.
No puedo yo, don Rodrigo,
saber
qué es esto?
SEBASTIÁN:
¿No veis
que el
silencio de don Juan
me le
ha obligado a tener,
pues a
vos mismo, Fernando,
no ha
de pareceros bien
que yo
remita a la lengua
lo que
a las espadas él?
FERNANDO: Basta;
doyme por vencido.
(Lucrecia sin duda es
Aparte
la
ocasión, porque don Juan
es su
amante, y le escuché
sentimientos de celoso.)
Decidme,
Rodrigo, pues ¿Qué
hay de
mi esperanza? ¿Hablastes
a don
Diego?
SEBASTIÁN:
Ya le hablé;
y
aunque conoce y estima
lo
mucho que merecéis,
responde que por agora
no se
puede resolver.
FERNANDO: ¿Eso es
estimarme?
SEBASTIÁN: Prendas
de
tanto valor ¿queréis
que
solo a vuestro deseo
atentas, Fernando, estén?
¿A vos solo
habrá tirado
orado
arpón, desde aquel
cielo
de Lucrecia, Amor?
¿Vos
solamente seréis
quien
conquiste su hermosura
y
contraste su desdén,
que a
la primer diligencia
os
prometistes vencer?
Yo he hecho lo que he podido,
y lo que pudiere haré.
Pues
dilatar no es negar,
paciencia, amigo, tened;
que
empresas tan importantes
no se acaban de una vez.
Vase don SEBASTIÁN
FERNANDO: Qué
sospechas, qué recelos
son
estos, suerte crüel,
con que
a mi pecho abrasado
tan
dura guerra movéis?
Con
tantos y tan urgentes
indicios di que es infiel
a mi
amistad don Rodrigo,
y que
de Lucrecia es
amante;
que con don Diego
tiene
amistad le escuché,
y desde
la Nueva España
viene dirigido a él.
Visitóle a excusas mías,
que
claramente se ve
que lo
excusó con cuidado;
que a
no recatarse, pues
era tan
recién venido
a
Madrid, para saber
siquiera dónde vivía,
me
preguntaron por él.
La
ocasión de esta pendencia
con don
Juan por celos fue,
claro
está; que él le decía,
"En resolución sabed
que si vos, como Faetón,
el
pensamiento atrevéis
al sol
que adoro, esta espada
un rayo
ardiente ha de ser,
que en
vuestras cenizas llueva
escarmientos otra vez."
Pues si nació la cuestión
de
celos, y don Juan es
de
Lucrecia pretendiente,
Lucrecia la causa fue,
y de
don Rodrigo está
celoso
don Juan; que a ser
yo la causa,
se mostrara
conmigo
airado también,
y no
dijera a Rodrigo,
riñendo
ahora con él,
"Que si vos, como Faetón,
el
pensamiento atrevéis
al sol
que adoro..." Demás
que don
Rodrigo, ¿por qué
me
ocultara la ocasión,
si mi
pretensión lo es?
Luego
de este y los demás
indicios, y responder
agora
timidamente
a mi intento, bien se ve
que es
amante de Lucrecia
y es a
mi amistad infiel.
Masm
¿cómo puede ser noble
quien
es engañoso, quien
es
ingrato a quien le ha dado
la vida
una y otra vez?
¡Vive
Dios! Si lo averiguo,
pues
para hacerlo he de ser
Árgos
que imprima los ojos
en las huellas de sus piés,
que he de quitarle la
vida
que le
di, pues a perder
el
beneficio condena
a los
ingratos la ley.
Vase. Salen MOTÍN,
doña ANA e INÉS
ANA:
¿Dónde tu dueño quedó?
MOTÍN: ¡Qué
caminas diligente!
En una
visita, enfrente
de la Trinidad, entró,
en
una casa en que habita
un don
Diego.
ANA:
(¡Oh, santos cielos! Aparte
Ya toca
en el alma a celos,
de
Lucrecia esta visita.)
Pues
¿qué tiene don Rodrigo
con don
Diego?
MOTÍN:
Solo sé
que en
su casa le dejé
porque
pasando un amigo
por
allí, me convidó
con lugar
en la comedia,
donde
dos horas y media
de
pasatiempo me dio;
que
por ser ducho en la corte,
y yo de
los más bisoños,
fue en
el golfo de los moños
del
aparador mi norte.
"¿Veis,' dijo, "aquélla que está
Con el
manto de anascote,
y anda
por Madrid al trote,
rüina
del tiempo ya?
Yo
la conocí edificio,
y una
moza a quien crió
y en su
niñez la sirvió,
hoy la
tiene en su servicio.
La
que ves que con el guante
vuelto,
y los dedos en forma
de luna
bicorne, informa
de los
riesgos de su amante,
-- No puedo iener la risa --
una vez
a verla entré
muy de
mañana, y hallé
puesta
la fénix camisa
al
fuego; y a imitación
de
nuestra madre primera,
le daba una manta higuera
y
paraíso un colchón."
En
esto salió a cantar
la
música de Vallejo,
y
luego, cada trebejo
encajado en su lugar,
la
comedia se empezó,
y al
punto los mosqueteros
dieron
en decir, "¡Sombreros!"
y como
se descubrió
todo
infante por igual,
quedó
junto y sosegado.
Era un
país empedrado
de cabezas el corral.
La
comedia felizmente
aplaudida, al puerto llega;
que era
de Lope de Vega,
y el
baile de Benavente.
Y
dado fin a la historia,
salió
la gente, y salí;
vine, y
conté lo que ví.
Aquí gracia, y después gloria.
ANA: Ha
sido la relación
como de
tu ingenio agudo.
(Pero
divertir no pudo Aparte
las penas del corazón.)
Vete
y a tu dueño di,
Motín,
que al punto me vea.
MOTÍN:
Mandarle lo que desea
no es
preceto, piedad sí.
¿No
me hablas, Inés? ¿Te ha dado
la cadena
autoridad,
presunción y gravedad?
INÉS: Aunque
el oro es tan pesado,
que
hacerme grave pudiera,
nunca
lo seré contigo;
que
solo por don Rodrigo,
cuando
por tí no lo hiciera,
te
estimara.
MOTÍN: Bien entiendes
la
musa, bien lo rodeas.
¡A mi
señor lisonjeas!
¿Otra
cadena pretendes?
Vase MOTÍN
ANA:
¿Inés?
INÉS: ¿Señora?
ANA: Yo estoy...
No sé
cómo estoy.
INÉS: ¿De qué?
ANA: Ayer a amar empecé,
y a tener sospechas hoy.
¡Oh, pensiones del amor!
INÉS: Pues ¿qué recelas, señora?
ANA: ¿No
viste que dijo agora
Motín
que entró su señor
esta
tarde a visitar
a don
Diego?
INÉS:
Sí.
ANA: ¿No es
padre
de Lucrecia?
INÉS: Pues
por eso, ¿has de sospechar
que la adora y te
desprecia,
siendo
tan recién venido
que
apenas habrá tenido
tiempo
de ver a Lucrecia?
ANA:
Tiempo ha tenido y lugar.
¿No te
acuerdas tú que cuando
don
Rodrigo y don Fernando
llegaron a este lugar,
Lucrecia estaba conmigo,
y al
partirse la miraron,
y su
buen aire alabaron
don
Fernando y don Rodrigo?
INÉS: Es
verdad.
ANA:
¿No salió luego
don
Rodrigo, Inés, de aquí
para su posada?
INÉS: Sí.
ANA: Pues si
acaso el Amor ciego
hizo allí, pues cada día
canta mayores hazañas,
saetas de las pestañas
que
entre el manto descubría
Lucrecia, y el movimiento
airoso
que la ausentó,
con los
ojos le llevó
a
Rodrigo el pensamiento,
¿no
pudo seguir sus huellas,
pues
ella le estamparía,
si con
amor la seguía,
a las
pisadas estrellas?
INÉS:
Ancho es el campo, señora
de lo
posible; mas dudo,
puesto
que seguirla pudo,
que lo
hiciese quien te adora
desde el punto que te vió.
ANA: Eso me
obliga a pensar
que es
muy fácil de mudar
quien
tan fácilmente amó.
Pero
mi hermano ha llegado.
Sale don FERNANDO
FERNANDO: (Medio
no he de perdonar Aparte
con que
pueda averiguar
mi
ofensa; que aunque me ha dado
tanta ocasión don Rodrigo,
nadie
se ha de resolver
por
indicios a creer
falsedades de un amigo.)
ANA: ¿Es
tiempo de verte, hermano?
FERNANDO:
Admírate de que vivo,
y no de
que tardo en verte,
según son los males míos.
Déjanos solos, Inés.
INÉS: (¿Qué es esto? ¿Si habrá
sabido Aparte
los
amores don Fernando
de su
hermana y don Rodrigo?)
Vase
ANA: Ya
estamos solos, ya espero
que tu
lengua, hermano mío,
dé luz
a mis confusiones,
y a tus
pesares alivio.
FERNANDO: (Color
daré diferente Aparte
a mi
intento vengativo,
porque
me diga verdades,
sin
recelarme peligros.)
Yo
tengo, querida hermana,
casi
evidentes indicios
que en
los ojos de Lucrecia,
en que yo dos rayos miro
airados, mira benignas
dos
estrellas don Rodrigo.
ANA: (¡Ay de
mí! No mintió el alma.) Aparte
FERNANDO: Y si,
como yo imagino,
en
demanda tan dichosa
partió
de los mares indios
a los
puertos españoles,
con don
Diego convenido,
y
estimado de Lucrecia;
aunque su ventura envidio,
reconozco su razón,
y haré
mal si solicito
conquistar una enemiga
y
contrastar un amigo
que por
alcanzar su mano
discurrió tantos caminos,
tantos
trabajos sufrió,
y
venció tantos peligros;
y así,
para resolverme,
doña
Ana, a mudar designios
y buscar en otros ojos
fuego que enjugue los míos,
falta solo reducir
a
evidencia los indicios;
y tu
ingenio y discreción,
hermana, han de ser el hilo
que
saque a luz mi cuidado
de este
ciego laberinto.
Tú has
de verte con Lucrecia,
y tú de sus labios mismos,
con industria al
disimulo,
y con
cautela al descuido,
has de
saber si son sombras
o
verdades las que he visto.
ANA: De mí
tus intentos fía,
que me
tocan como míos.
FERNANDO: Otra
vez te advierto, hermana,
que con
tan sutil estilo
te
informes, que ni Lucrecia
entienda ni don Rodrigo
que tú
inquieres cuidadosa,
ni yo
celoso averiguo.
Vase don FERNANDO
ANA: ¿Quién
pensara que la nave
Que por los azules vidrios
de] mar, exhalado leño,
cuando en los pardos
bajíos
rompe la ensebada quilla,
halle en los escollos mismos,
para vencerlos más fuerzas,
y más alas para hüirlos?
Dudando si me igualaba
en
calidad don Rodrigo,
el golfo
de amor corría
mi
esoeranza; y cuando miro
agravios en que padece
naufragio el intento mío,
en
ellos mismos ha hallado
de Amor
nuevos incentivos,
nuevas
alas mi deseo,
más
fuerza mis desvaríos,
más
resolución mis dudas,
y mi
afición más motivos.
Porque
si, como sospecha
don
Fernando y yo colijo,
don
Diego, que es tan prudente,
tan
principal y tan rico,
ha
estimado por esposo
de su
hija a don Rodrigo,
y le
llama, cuando tantos
caballeros conocidos
en
España la desean,
desde los
remotos indios
para
hacerle más dichoso,
por
conocerle más digno;
y ella
lo prefiere a tantos
más
galanes que Narciso,
más que
Páris principales
y más
que Piramo finos,
que la
obligan a cuidados
y la
acusan a suspiros;
claro
está que la merece,
claro
está. Pues si conmigo
pudieron tanto sus partes,
cuando
por no haber sabido
su
calidad me debiera
reprimir, que el amor mío
volaba
ligero, como
tal vez
el neblí castizo,
sin que estorben las pihuelas
de los pies a los cuchillos
de las alas, hasta el sol
remonta
el vuelo si ha visto
en la
corona del viento
el
pájaro fugitivo;
¿qué
sera cuando esta duda
no
enfrena mis desvaríos?
¿Qué será cuando conozco
lo que
pierdo, cuando invidio
lo que
mi enemiga alcanza,
cuando
agraviada me incito,
declarada me avergüenzo,
engañada desconfío,
enamorada
me abraso,
y
celosa desatino?
Sale don SEBASÍTIÁN
......................
.........................
........................
........................
........................
........................
........................
........................
SEBASTIÁN:
A obedecerte, señora,
vengo
turbado.
ANA:
¿De qué?
SEBASTIÁN: Como sabes de mi fe
la
verdad con que te adora,
haberle
mandado agora
a quien
su cuidado emplea
solo en
verte, que te vea,
me ha
causado confusión;
que a
nadie sin ocasión
le
mandan lo que desea.
ANA:
(¡Ah, falso! Ocultar intento,
para
averiquar mi agravio,
en la
lisonja del labio
del
corazón el tormento.)
Rodrigo, mi mandamiento
fue de
mi amor diligencia,
que no
pudo mi paciencia
fïarla
de tu cuidado.
Dime, dime, ¿en qué has gastado
tan largas horas de ausencia?
SEBASTIÁN: De
mi posada salí
a las
dos; que tú, que diste
luz á
mis ojos, me viste.
ANA: No
pregunto lo que vi.
SEBASTIÁN: Lo
demás escucha.
ANA: Di.
(Si se
recata conmigo, Aparte
y me
oculta don Rodrigo
que a
don Diego visitó,
es
cierto que me ofendió.)
SEBASTIÁN: Fui a
visitar un amigo.
ANA:
¿Dónde vive?
SEBASTIÁN:
Vive enfrente
de la Trinidad.
ANA:
(¡Ah, cielos!
Ya el
incendio de mis celos
mitiga
la furia ardiente,
pues
confiesa fácilmente.)
¿Cómo
es su nombre?
SEBASTIÁN: Don Diego
de
Mendoza.
ANA:
(Más sosiego
voy
cobrando.) ¿Y a qué hora
le
dejaste?
SEBASTIÁN:
Eran, señora,
las
cuatro.
ANA:
(Ya crece el fuego.)
Estando ausente de mí,
¿dos
horas con él gastaste?
Mucho
te importó.
SEBASTIÁN:
Eso baste
para
disculpa. Salí
de su
casa...
ANA:
Ten ahí;
no
salgas tan presto, no;
que no
es bien que pase yo
tan
apriesa del lugar
donde a
quien adoro, estar
tan de
espacio le importó.
(Suspenso y descolorido
Aparte
ha
quedado. Ya, ¿qué espero?
Recelo
fue verdadero
el que
mi hermano ha tenido,
de que
llamado ha venido
a ser
de Lucrecia esposo.)
Responde.
SEBASTIÁN:
Impulso piadoso
me
trajo de mi destino,
que en
tus ojos me previno
estado
tan venturoso.
ANA:
Claro está que has de dorar
con
lisonjas mis agravios;
que mentir saben los labios,
si el
pecho sabe engañar;
mas si
me quieres dejar
satisfecha, haz una cosa.
SEBASTIÁN: Ninguna
hay dificultosa.
ANA:
(Probarle quiero.) ¿Has de ser
Aparte
mi
esposo?
SEBASTIÁN:
¿Puedo tener
suerte
yo mas venturosa?
ANA: Pues
dame la mano.
SEBASTIÁN: (¡Ah, cielos! Aparte
Pues
don Diego, "¿qué sabeis?"
me dijo; "no os
empeñeis,"
con
misteriosos recelos;
y doña
Ana Vasconcelos
se
resuelve a ser mi esposa
tan
fácil y presurosa
sin
saber quién soy; Amor,
mirad que puede el honor
hallar
la espina en la rosa.)
ANA: ¿Qué dudas? Qué te suspendes?
Mira, traidor, si has mentido,
pues no admites ofrecido
lo que dices que
pretendes.
SEBASTIÁN: Porque
tu valor ofendes,
confuso, doña Ana, estoy,
y
crédito no le doy
a tu
arrojada fineza,
pues me
ofreces tu belleza
antes
de saber quien soy.
ANA: Cuando te ofrezco la mano,
¿culpas, falso don Rodrigo,
la
fineza en que te obligo
de
arrojamiento liviano?
SEBASTIÁN: Yo, mi
bien, debo a tu hermano
la
vida, y no he de agraviar
su amistad; que aunque en amar
y
servir, sin que lo entienda
don
Fernando, no le ofenda,
le
ofendiera en alcanzar.
ANA:
Basta. Probar he querido
tus
intentos; que no fuera
yo tan fácil, que te diera,
sin
haberte conocido,
la
mano. Ya, fementido,
de tu
sangre y lealtad
he
visto aquí la verdad;
porque
ni puede quien siente
de amor,
mentir, ni quien miente
puede tener calidad.
SEBASTIÁN: Oye.
ANA:
Véte; que de hoy más,
primero
que los oídos
a tus
halagos fingidos
aplique, del sol verás
volver la carrera atrás.
Vase
SEBASTIÁN: Solo
siento de tu engaño
tu
enojo, que no mi daño;
porque
mi fe me asegura
que lo
que el engaño jura
quebrantará el desengaño.
Vase. Salen don
ANTONIO y don DIEGO
DIEGO: En
este corto aposento,
que
sale a esa galería,
tendréis, mientras pasa el día,
recatado alojamiento.
ANTONIO: Vos
sois mi amigo, y trazar
tan
bien como yo sabréis,
pues mi
iniento conocéis
lo que
me puede importar.
DIEGO:
Fïarlo podéis de mí,
don
Antonio. Mas ya espero
a don
Sebastián, y quiero,
porque
pueda entrar aquí
a
verse con vos a solas
sin dar
sospechas, salir
a
aguardarte.
ANTONIO: (Pues vivir Aparte
he
podido entre las olas
del
cuidado y el tormento
tened
valor, corazón,
para
que en esta ocasión
no os
dé la muerte el contento
de
ver tras tanta tormenta
el
puerto de mi esperanza,
el
plazo de mi venganza
y el
término de mi afrenta.
Sale don SEBASTIÁN
DIEGO:
Veisle aquí.
SEBASTIÁN:
Gracias a Dios
que tal
bien llego a alcanzar.
DIEGO: Yo os
guardo la puerta. Hablar
podéis seguros los dos.
Vase don DIEGO
SEBASTIÁN:
Padre y señor, esa mano
me dad
a besar.
ANTONIO:
Tenéos;
Abrázale
que si
bien a mis deseos
los
brazos resisto en vano,
forzoso afecto de amor,
pero ni
habéis de besarme
la
mano, ni habéis de darme
nombre
de padre y señor
antes que me hayáis oído
el fin
con que os he llamado;
porque
en sabiendo mi estado
no os
halléis arrepentido.
SEBASTIÁN:
Decid, señor, y pensad
que las
amenazas son
tan
grandes, que el corazón
no teme
el golpe.
ANTONIO: Escuchad.
En
la ciudad populosa
que del
lusitano reino
es
corona, cuyos pies
besa el
caudaloso Tejo,
segó la
enemiga parca,
como os
escribí, los cuellos,
en su
juventud florida,
a uno y
otro hermano vuestro.
Ellos
por siempre perdidos,
vos de
cobraros tan lejos,
quedé
como no sabré,
Sebastián, encarecerlo;
mas -- ¡ay
de mí! -- que el dolor
de este
daño fue pequeño
si lo
comparo al que hallé
donde
buscaba el remedio;
que en
traeros a mis ojos
libraba
todo el consuelo
de mi senectud caduca;
y
prevenido y atento
a daros
feliz estado,
codicioso y satisfecho
de la
hacienda y hermosura,
calidad
y entendimiento,
honestidad y opinión
de doña
Ana Vasconcelos,
una
portuguesa dama,
milagro
de nuestros tiempos;
quise
teneros con ella
concertado casamiento,
temeroso de perder
la
ocasión de tal empleo,
si
hasta veros en España,
dilataba el proponerlo.
Y así,
Sebastian, un día,
el más
triste y más funesto
que dió
a mis prolijos años
la carrera
de los cielos,
a don
Fernando, que solo
era
hermano y era dueño
de doña
Ana, le propuse,
por mi
desdicha, mi intento.
Ecuchóme con desdén,
respondióme con desprecio,
irritóme presumido,
y
resolvióme, soberbio,
a
replicarle de modo
que fue
entre los dos creciendo
de las
pesadas razones
de
lance en lance el empeño,
hasta
que... Mas pronunciarlo,
no
podré; que el sentimiento
pone a
la carganta un nudo
porque
no salga del pecho
la voz
a decir mi agravio;
Y el
corazón, con recelo
de que
la vida no os baste
a
resistir tanto fuego,
en
lágrimas anticipada
el
reparo del incendio.
SEBASTIÁN: Acabad
ya, ejecutad
de una
vez el golpe fiero;
que dar a pausas la muerte
es más
tirano tormento.
ANTONIO: En
presencia de testigos,
que a
las voces ocurrieron,
en la
nieve de estas canas
imprimió los cinco dedos...
SEBASTIÁN: ¡Válgame
Dios!
ANTONIO:
Que dio espuelas
sin
duda a su atrevimiento
mi
ancianidad, que pensé
que le
sirviera de freno.
No pude
vengarme allí;
que
demás de que no tengo,
fuerza,
aunque tenga valor,
para
esgrimir el acero,
quedé,
con el mismo agravio,
tan
atónito y suspenso
y tan
sin mí, como queda
aquél a
quien dio primero
el golpe del rayo asombros,
que
avisos la voz del trueno.
Entonces pues fue forzoso,
si
desdichado remedio,
que se
olvidase mi afrenta
con mi
ausencia y con el tiempo,
salgo oculto de Lisboa,
y
mudado el nombre, vengo
a
Madrid, que en su grandeza
y su
confusión espero
no
divertir mis pesares,
pero
vivir más secreto;
y movido
de que estaba
en esta
corte don Diego
de
Mendoza, de quien solo
pude
fïar mis intentos,
porque
mi afrenta sabía,
y por
ser tan verdadero
amigo,
que a mi enemigo
mil
veces hubiera muerto
si
fuera, como vengarme,
desagraviarme el hacerlo.
Dos
años estuve oculto,
con
esperanza de veros,
en una
posada humilde
cuando mi destino, atento
a
renovar mis pesares,
como si
mi agravio mesmo
no
contase de los días
los
instantes a recuerdos,
trajo a
Madrid, a mis ojos,
a mi
ofensor. ¡Ved qué efeto,
de su
presencia esperaba,
si de
su memoria muero!
Por
esto, y por ocultarme
más y
tenerle más lejos,
me fui
a un lugar que en Astúrias
rinde
tributo a don Diego.
Éstos
son, don Sebastián,
mis
casos; mirad con esto
si con
razón os impido
que
señor y padre vuestro
me
llaméis, y que en mi mano
pongáis
los labios; que puesto
que yo
honrado os engendré,
y
deshonrado me veo,
hoy no
soy el que era entonces;
y así,
hasta volver a serlo,
ni
podéis llamarme padre,
ni
llamaros hijo puedo.
A vos
en mí os afrentó
don
Fernando Vasconcelos,
y así
os toca el desagravio;
que vos
érades yo mesmo,
por la
representación
legítima del derecho,
pues érades hijo mío
cuando
este agravio me hicieron;
y como
cuando recibe
el
rostro la afrenta, el duelo
no
obliga a que el mismo rostro
mueva
el vengativo acero,
sino el
brazo, que es la parte
del
hombre que puede hacerlo,
y la
venganza del brazo
deja el
rostro satisfecho;
así
pues del hijo y padre
forma
la ley un compuesto.
Cuando
el padre está incapaz
de
vengarse, es de este cuerpo
el
rostro, y el brazo el hijo
que
puede satisfacerlo.
Con
esto adiós, y a mis ojos
no
volváis; que ni he de veros,
ni vos a mí, hasta que hayáis
cobrado
el honor, supuesto
que
mientras no le cobréis,
con
vergüenza nos veremos
el uno
al otro: yo a vos,
don
Sebastian, por haberos
deshonrado; y vos a mí,
por no
haberme satisfecho.
Vase don ANTONIO
SEBASTIÁN: ¡Que el
mismo que me quitó
el
honor es a quien debo
después
dos veces la vida,
y es mi
amigo el más estrecho,
y es
hermano del hermoso
centro
de mis pensamientos,
de
quien me obligan favores
y me
aprisionan deseos,
y me
alientan esperanzas
de ser
su esposo! ¿Son éstos
delirios de la Fortuna,
que
dispensa los efetos
sin
atender a las causas,
o son
del cielo misterios,
que a
venganza tan forzosa
le
previno impedimentos
tan
forzosos, pues parece
que con
atención ha hecho
que
deba la vida a quien
la vida
quitarla debo,
y que a
verme haya traído,
y a
adorar los ojos bellos,
y a
merecer los favores
de su
hermosa hermana, el mesmo
que
arrogante y presumido
desdeñó
mi parentesco,
y que
la mano me ofrezca
la
misma que a mi desprecio
y al
agravio de mi padre
dio
ocasión? ¡Válgame el cielo!
¡Qué
encuentro de obligaciones
y qué
confusión de encuentros!
No
puedo cobrar mi honor
sin
darle muerte, ni puedo
matarle
sin ser ingrato.
¡Delito
el más torpe y feo,
el más
detestable y más
indigno
de nobles pechos!
¡Ni sin
perder a doña Ana,
y la
vida si la pierdo!
¿Si
porque me dió mi padre
una vez
la vida, tengo
te
vengar en don Fernando
el
agravio que le ha hecho?
Don
Fernando, ¿no es mi padre
dos
veces, pues es lo mesmo
lLibrar
de muerte que dar
la
vida? Pues ¿cómo puedo
matarle? Y ¿cómo podré
-- ¡ay de mí! -- dejar de hacerlo,
si para
cobrar mi honor
no
enseña el mundo otro medio,
y los
que saben mi afrenta
han de
pensar que le dejo
de
matar de cobardía,
y no de
agradecimiento?
¡Oh,
sagrado cielo! Vos,
que por
pasos tan inciertos
y tan
ignoradas sendas
habéis
engolfado el leño
de mi
vida en este abismo
de
encontrados pensamientos,
en tan
tenebrosa y triste
noche,
le enseñad el puerto,
pues
combatido le veis
de tan
contrarios afectos
que
obligado me reporto.
Agraviado me enfurezco;
me
reprimo enamorado;
afrentado, me avergüenzo;
honrado
me precipito;
y agraviado me refreno.
FIN DEL ACTO SEGUNDO