ACTO TERCERO
Salen doña LUCRECIA y JUANA
LUCRECIA:
¿Dices que Inés te contó
que al
punto que don Rodrigo,
aquel
forastero amigo
de don
Fernando, llegó,
puso
en doña Ana el cuidado,
y ella
en él; y que está agora
celosa
de que me adora,
por
saber que ha visitado
en
mi casa?
JUANA:
Así lo dijo.
LUCRECIA: Pues,
¿cómo en ofensa mía
don
Juan de Lara porfia
en
servirla? Yo colijo
que
sus favores alcanza,
porque
no hay tan nuevo amor,
que
aliente contra un rigor
declarado, la esperanza.
Salen doña ANA e INÉS, con mantos
ANA:
Lucrecia amiga.
LUCRECIA: Doña Ana,
¿qué es
esto? ¡Sin avisar
tanto
bien!
ANA:
Quien viene a dar
norabuena, es cortesana
costumbre que no prevenga.
LUCRECIA:
¡Norabuena a mí! ¿De qué?
ANA: De que
te casas.
LUCRECIA: No sé
que
tanta ventura tenga.
ANA: Es
público en el lugar,
¿y me
lo ocultas a mí?
LUCRECIA: Las
albricias, si de ti
lo sé,
vendrás a ganar.
ANA: ¡Qué
falsa, Lucrecia, estás!
JUANA: Inés...
LUCRECIA: ¿Y
á quien doy la mano,
según
dicen?
ANA:
A un indiano.
(No
quiero decirle más, Aparte
por
si miente la sospecha;
que tal
vez pone el Amor
el aviso en el error,
y en el
aviso la flecha.)
LUCRECIA: ¿Y
sabes cómo se llama,
amiga,
ese forastero?
ANA: Esto
solo que refiero
cuenta
en la corte la fama.
LUCRECIA: (Ya
la entiendo. Don Rodrigo Aparte
es éste, y averiguar
sus celos, sin declarar
su nombre, quiere
conmigo;
y
pues me los cansa a mí
con don
Juan, y la Ocasión
a mi
ofendida afición
ofrece
el cabello aquí,
de
uno y otro he de vengarme:
de
ella, porque no cumplio
la
palabra que me dio,
pues
prosigue en agraviarme
don
Juan; y de él, porque ha sido
tan
ingrato; y por ventura
si el
juzgarme tan segura
le
guarda el sueño a su olvido,
despertará su afición,
recelando mi mudanza
que hay
nieve en la confïanza
y hay
fuego en la emulación.)
ANA:
Lucrecia, ¿de qué has quedado
suspensa?
LUCRECIA:
Estoylo de ver
que
hayas llegado a saber,
doña
Ana, lo que ha tratado
mi
padre con gran secreto.
INÉS: (Bueno
es esto.) Aparte
ANA: ¿Luego es cierta
la
fama?
LUCRECIA:
Sí.
ANA:
(Yo soy muerta.) Aparte
LUCRECIA: (¡Qué
mal encubren su efeto
los celos! Perdió el color.)
Y pues ya se dice, quiero
que
sepas que el forastero
que
solicita mi amor
y
que tiene de mi mano
esperanza, es don Rodrigo
de
Ribera, aquel amigo
de don
Fernando, tu hermano,
que
a Madrid con él llegó
y a tu
casa el mismo día
que en
ella la pena mía
contigo
aliviaba yo.
INÉS:
(¡Hay tal maldad!)
Aparte
ANA: No me dés
más
señas. (Rabiando estoy. Aparte
fuego
en vez de aliento doy,
y en mis pensamientos es
cada
cuidado una furia,
una
muerte cada intento,
un rayo
cada tormento,
y un
infierno cada injuria.)
LUCRECIA: (De
mi intención conseguida Aparte
me
informa, triste y turbada;
que me
publica vengada,
pues se
confiesa ofendida.)
ANA: Y
dime, ¿qué estado tiene
en tu
pecho su deseo?
LUCRECIA:
Piénsalo tú, cuando veo
la dicha que me previene,
pues
demás de ser quien es,
es su
tercero y su amigo
mi
padre, y en don Rodrigo
tan
bizarras partes ves.
(Sus
celos y mi alabanza Aparte
más
fuerza a su amor darán,
para
que yo con don Juan
asegure
mi esperanza.)
ANA:
Pues, ¿tan presto has olvidado
A don
Juan?
LUCRECIA:
¿Qué puedo hacer,
si no
cesa de ofender
con su
olvido mi cuidado?
Si
don Juan no prosiguiera
en
servirte y agraviarme
fuera
delito mudarme,
y es
cierto que no admitiera
otro aventajado empleo;
que el
empeño conocido
de
haberle favorecido
prefiere a cualquier deseo.
Pero
sé...
ANA:
¡Viven los cielos,
que te engañas si sospechas
que son mis favores flechas
de su amor y de tus celos!
Que yo soy noble, y te
di
palabra
de no ofenderte;
pero si
el satisfacerte
y
asegurarte de mí,
y conseguir el deseo
de tu
amor, consiste, amiga
Lucrecia, en que no prosiga
don
Juan en mi galanteo,
la
palabra y fe te doy
de
disponerlo de suerte
que no le espante la muerte
más que
mis ojos; que soy
Tu
amiga y de tu pesar
me
lastimo, y siendo así,
no es
bien que pierdas por mí
lo que
no quiero ganar.
LUCRECIA: (Mal encubre su intención
pues
tan presto por la puerta
que vio
su esperanza abierta
entró a
gozar la ocasión.)
Ni
dudo de lo que harás,
ni dudo
de lo que has hecho,
porque de tu hidalgo pecho
me
prometo mucho más.
Y si
don Juan, obligado
de tí,
a mi amor ofendido
satisface arrepentido
lo que
le agravió mudado,
la vida, gusto y honor,
amiga,
te deberé;
porque
todo lo empeñé
cuando
empeñé mi favor.
ANA:
¡Ojalá que la ventura
tenga
yo como el deseo!
Y
adiós.
LUCRECIA: Él te dé el empleo
como te
dio la hermosura.
JUANA:
Adiós, Inés.
INÉS:
Él te guarde.
Vanse doña LUCRECIA y JUANA
ANA: ¿Cómo
basta el sufrimiento
a
resistir el violento
fuego que en mis venas arde?
¿Has
visto, Inés? ¿Has oído
mi
desdicha?
INÉS:
Si señora.
ANA: ¿Y
defenderás ahora
Que no
es falso y fementido
don Rodrigo?
INÉS: De admirada
Estoy
muda.
ANA:
Si después
de mil
indicios, Inés,
se mudó
de la posada
tan
vecina, que su amor
no solamente gozaba
la luz,
mas le regalaba
de mis
ojos el calor,
¿no
dio a entender claramente
en esto
la ofensa mía?
Quien
huye la luz del día,
¿No es
cierto que es delincuente?
Si
tras esto se ha ocultado,
y ni me
ve ni le veo,
¿no
muestra que su deseo
divierte nuevo cuidado?
INÉS:
Nunca de su amor creyera
tan
gran falsedad.
ANA: Yo sí;
que soy
desdichada. Di
que
lleguen el coche.
INÉS: Espera,
señora; que por la calle
viene
tu amante engañoso.
ANA: Claro
está que era forzoso
donde
me ofende encontralle.
Tápate, Inés.
INÉS: Pues ¿qué quieres?
Tápanse
ANA: Que no
nos conozca.
INÉS:
Harás
en eso
bien, pues estás
desengañada.
Salen don SEBASTIÁN y MOTÍN
MOTÍN:
Mujeres
hay
aquí, y son por lo menos
de
buena ropa; que dan
tal olor
que es el zaguán
la
tienda le los morenos.
SEBASTIÁN:
¿Mandáis algo en esta casa,
en que
yo pueda serviros?
Bien
podéis, sin descubriros,
hablar.
ANA:
(El pecho se abrasa Aparte
de
verle hablar como dueño
de la
casa.)
SEBASTIÁN:
Pues calláis,
ni con
gusto me escucháis,
ni con
ventura me empeño.
Ven,
Motín.
ANA:
(¿Que mis agravios Aparte
Tengo
de ver a mis ojos,
y negar
a mis enojos
el
alivio de los labios?
No
es posible.)
MOTÍN: Á tu visita
sube tú; que yo entretanto
me
prometo que algún manto
de los
que ves me permita,
más
fácil que a tí, sus rayos;
que me
dicen, pues están
tan
despacio en un zaguán,
que son
presa de lacayos.
SEBASTIÁN:
Calla, grosero.
Quiere irse y detiénele doña Ana
ANA: Aguardad,
engañoso, fementido.
SEBASTIÁN: ¿Qué es
esto?
ANA:
Haber convencido,
traidor, vuestra falsedad.
SEBASTIÁN:
¡Señora!
ANA:
¡Viven los cielos,
que
habéis de ver en mi furia
que
injuria al sol quien injuria
a doña
Ana Vasconcelos!
Salid.
SEBASTIÁN:
Ya salgo. Tomad
el
coche.
ANA:
No he de tornalle
si
primero de la calle
no
salís.
SEBASTIÁN:
Sí haré, y fïad
de mi amor que si aplacara
con eso
vuestra querella,
antes
que las guijas de ella,
sierpes
de Libía pisara.
Apártanse MOTÍN y don
SEBASTIÁN
MOTÍN:
Harto sierpe es cada una.
Señor,
¿qué es esto? ¿De qué
está
celosa?
SEBASTIÁN:
No sé.
(Trazas
son de la Fortuna, Aparte
que
me persigue de suerte,
que me
va, prenda querida,
en obligarte
la vida,
y el
honor en ofenderte.)
Vase
MOTÍN:
Temblando estaba de vella,
Aparte
y
sospecho que la vio
y que
esta copla escribió
el
valenciano por ella:
"Pues los celos, Vasconcelos,
son
furia de Barrabás,
y
barrabasada vas,
sin
duda que vas con celos." )
Vase
INÉS: Mil
veces vuelve los ojos
a
mirarte.
ANA:
¡Oh, loco Amor!
¿Que la
lisonja menor
aplaque
tantos enojos?
INÉS:
¿Esto llegas a estimar
cuando
tus ofensas ves?
ANA: ¿De eso
te espantas, Inés?
¿No
suele al niño enojar
quien la joya le quitó,
y en
dándole una manzana,
contento de lo que gana,
olvida
lo que perdió?
Pues
así, como es mi amor
niño
también, aunque han sido
los
agravios que ha sentido
de
tanto peso y valor,
viendo que ha vuelto y mirado
Rodrigo, y que para echalle
de esta
casa y de esta calle
solo mi
gusto ha bastado,
estimando lo que gana
en esta
inútil vitoria,
ha
olvidado mi memoria
la joya
por la manzana.
Vanse las dos.
Salen don SEBASTIÁN y MOTÍN
MOTÍN: Ya
el coche del sol camina
por la
eclíptica empedrada
de la
calle celebrada
de
Atocha, y ya por la esquina
de
San Sebastián la noche
amenaza
en el ocaso;
pero ya
te sale al paso
don Fernando, y pára el coche.
SEBASTIÁN:
Acompañar a su hermana
querrá.
MOTÍN:
No; que ella ha salido
al
estribo, y al oído
se
están hablando.
SEBASTIÁN:
(¡Ay, doña Ana Aparte
mi
prenda mas adorada!
¡Ay
Fernando, mi mayor
amigo!
¿Cuál, cuál rigor
revolvió de estrella airada
de
honor, amor y amistad
un huracán tan incierto,
que ni
acierto con el puerto,
ni
muero en la tempestad?)
MOTÍN: Ya
se retira del coche
don
Fernando, y él camina;
ya dio
la vuelta a la esquina
que es
de tus ojos la noche.
SEBASTIÁN: ¡Y
qué tenebrosa, triste
y
confusa! Vamos.
MOTÍN: Luego
¿no vas
a ver a don Diego?
SEBASTIÁN:
¿Cómo puedo ya, si oíste
que a doña Ana doy pesar?
MOTÍN: Tente;
que te ha columbrado
su
hermano, y apresurado
el
paso, te viene a hablar.
SEBASTIÁN:
(Pésame, porque en llegando
Aparte
a
hablarle, mi sentimiento
en vano
ocultar intento.)
Sale don FERNANDO
FERNANDO: Don
Rodrigo...
SEBASTIÁN:
Don Fernando,
¿qué
teneis? Que me parece
que
venís descolorido.
FERNANDO: Sí
vendré, porque he tenido
un
enfado.
SEBASTIÁN:
Si se ofrece
en
qué os sirva, mi amistad
conocéis.
FERNANDO:
Venid conmigo;
que os
he menester.
SEBASTIÁN:
Ya os sigo.
FERNANDO: A ese
crïado mandad
que
se quede.
SEBASTIÁN:
Aquí te queda,
Motín.
Vanse los dos caballeros
MOTÍN:
Si haré; que soy cuerdo
y de
don Beltrán me acuerdo
en
habiendo polvareda;
y
perderme no querría,
que
lleva el color turbado
el
portugués, y un crïado
que se
arriesga, ¿en qué se fía,
si
es fuerza que salga mal
de
todo, pues en riñendo,
pára en
la cárcel hiriendo,
y
herido en el hospital.
Y en
efeto, el servir yo
es por
ganar la comida
para
asegurar la vida,
que
para arriesgalla no.
Vase. Salen don
SEBASTIÁN y don FERNANDO
SEBASTIÁN: Don
Fernando, ya del campo
de
Santa Isabel las tapias
que del
ábrego lluvioso
le
defienden las espaldas,
nos ven ciegas y oyen sordas,
y solas
nos acompañan;
y
espero ya que rompáis
al
silencio las aldabas.
FERNANDO: Yo os
he traído a mostraros
cuerpo
a cuerpo en la campaña
que del modo que sé dar
la vida
con esta espada
a quien
me obliga, también
sé
quitarla a quien me agravia.
SEBASTIÁN: ¿Qué
decís? ¿Que el desafío
es
conmigo?
FERNANDO: Sí.
SEBASTIÁN:
Mil gracias
os doy;
que habéis dado fin
con eso
a la mas extraña
confusión, luz a la noche
más
tenebrosa y más larga
que vio
leño fluctuante
en
tenebrosa borrasca.
Mas de
vuestro sentimiento
decid,
Fernando, la causa;
que, si
no por vos, por mí
es
razón que os satisfaga
de que
jamás a quien soy
he faltado.
FERNANDO:
No llegara
a lance
que es el postrero
sin
tenerla averiguada
vos,
testigo de mis penas,
vos,
tercero de mis ansias.
Con
doña Lucrecia, en vez
de
adelantar mi esperanza,
de
vuestra fe y mi amistad
habéis
violado las aras
pretendiendo ser su esposo.
SEBASTIÁN: ¡Vive
el cielo, que os engaña
quien
eso de mí os ha dicho!
FERNANDO:
¡Pluguiera a Dios me engañara,
y
informaran de mi agravio
indicios, y no probanzas!
Pero
porque no juzguéis
mi
resolución liviana,
ni que
doy a mis enojos
ocasiones afectadas,
escuchad. Yo vi que al cielo
de la
venturosa casa
de
Lucrecia, a excusas mías
se
atrevieron vuestras plantas.
Yo vi
en el acero puesta
la mano a don Juan de Lara
contra
vos, y que los celos
daban
fuego a su venganza,
y el
del amor de Lucrecia
es el
que su pecho abrasa.
Vi que
me callastes, siendo
tan vuestro migo, la dama;
y
cuando no es en su ofensa,
nadie a
su amigo la calla.
Vi que
estando tan unidos
los
techos como las almas
de los
dos, un mismo día
sin
decirme vos la causa
y sin
daros yo ocasión,
en todo
hicisteis mudanza,
mesurado de semblante,
y
alejado de posada,
tanto,
que de vos apenas
me ha
dado nuevas la fama;
y es
conjetura evidente
que el
que se retira agravia,
que
delinque el que se esconde,
y teme
el que se recata.
Pero
doy que todas juntas
mientan
estas circunstancias;
no
mienten los mismos labios
de
Lucrecia, que a mi hermana
hoy le
ha dicho que a su empleo
aspira
vuestra esperanza,
y que
tiene ya su padre
vuestras bodas concertadas.
Mirad
pues si puede haber
satisfación que deshaga,
cuando
neguéis los indicios,
tan
evidente probanza;
y mirad
si me he resuelto
con
razón a que esta espada
de
vuestra aleve amistad
y de
vuestra vida ingrata,
dos
veces libre por mí,
tome
sangrienta venganza.
SEBASTIÁN: Ya
es fuerza, para poder
satisfaceros, que salga
a los labios un secreto,
don
Fernando, que encerraba
con
candados de diamante
vuestra
amistad en el alma.
Providencia de los cielos,
que
cuando yo con pisadas
inciertas en un obscuro
laberinto vacilaba,
por tan
ocultos caminos
han
gobernado las causas,
que la
claridad me enseñan
y de
confusión me sacan,
haciendo que me obliguéis
vos
mismo a lo que dejaba
de
hacer por vos; que sin duda
por
este medio me pagan
agradecidos de ver
que por
serlo yo era tanta
mi
amistad, que prefería
a mi
propio honor sus aras.
Sabed
que yo, aunque se ofende
cuando
lo pronuncia el alma,
pues a
la lengua debiera
anticiparse la espada,
soy don
Sebastián de Sosa,
hijo de
aquél cuyas canas
fueron
tan cobardemente
de
vuestra mano afrentadas.
FERNANDO:
¡Válgame Dios! ¿Qué decís?
SEBASTIÁN:
Aguardad que os satisfaga;
que
luego hablarémos de eso.
Yo vine
llamado a España
de mi
padre, sin saber
su
intención, porque su carta
solo
que el nombre me mude
y venga
oculto me manda,
y que
en llegando a Madrid,
hga
solo confïanza
de don
Diego de Mendoza,
sabidor
de su desgracia
y del
lugar que le oculta.
Ésta
fue de mi jornada
la
ocasión. Llegué a Sevilla,
donde el nombre me disfraza
de don
Rodrigo, y allí,
sin
saber que de mi infamia
era
autora vuestra mano,
os di
lugar en el alma;
a que
añadió nuevos lazos
la fineza duplicada
con que
a mi vida evitastes
dos
arpones de la Parca.
A
Madrid llegamos juntos,
y
juntos a vuestra casa,
donde
apenas vi los ojos
hermosos
de vuestra hermana,
cuando
me sentí abrasado
de sus
amorosas llamas;
que
esto os digo porque es fuerza,
para
que así os satisfaga
de que
el acero empuñó
contra
mí don Juan de Lara,
no por
celos de Lucrecia,
por
celos sí de doña Ana,
de
quien es amante ciego;
y así
como era la causa
del
disgusto hermana vuestra,
lo fue
también de callarla.
De
visitar a don Diego
a
excusas vuestras, es clara
satisfación del negocio
que os
he dicho la importancia.
En esto
llegó a la corte
mi
padre, y de su desgracia,
de
vuestro exceso y mi afrenta
me
informó. ¿Quién, quién pensara
que en
el amigo mayor
cayera
desdicha tanta?
¡Nunca,
pluguiera a los cielos,
me ofreciera vuestra espalda
bajel,
y remos los brazos,
cuando
piadosas las aguas
del
Bétis, porque no viese
tanto
mal, me sobornaban
para
quitarme la vida
con monumento de plata!
Nunca,
pluguiera a los cielos,
tan
oportuna y bizarra
esgrimiera vuestra mano
en mi
defensa la espada
cuando
de cuatro enemigos
me acometieron
las armas,
pues
fuera el fin de mi vida
término
de mi desgracia!
Ya de
esto habréis entendido
la
ocasión de la mudanza
que
vistes en mi semblante
despues,
porque son ventanas
los
ojos del corazón,
y por
ellos se asomaban,
a pesar
de] sufrimiento,
los
sentimientos del alma.
Y esto
me obligó también
a que
de vos me alejara;
que ver
un noble afrentado
el
rostro de quien le agravia,
menos
que para acabar
con la
vida a la venganza
es modo
de consentir
y aun
de acrecentar su infamia.
Y como
en mi corazón
estaba
tan arraigada
de
vuestra amistad la forma,
y del
amor de doña Ana,
cuando
mi agravio llegó
a
introducir la contraria
de rigor y enemistad,
halló
resistencia tanta,
que fue
menester que el tiempo
dispusiese mi mudanza;
y así,
en tanto que durase
entre
las dos la batalla,
ni daros la muerte pude,
ni
quise veros la cara.
Con
esto ya los indicios
quedan
desmentidos; falta
que le
dé satisfación
a la
que llamáis probanza,
y con
razón; que ni yo
me
atrevo a decir que es falsa,
por el
decoro que debo
a tan
principales damas.
Mas un
argumento oid,
que
solo pienso que basta
a
dejaros satisfecho.
Vos
decís, que a vuestra hermana
dijo la
misma Lucrecia
que su
padre concertaba
su
casamiento conmigo.
Desmienta la sangre clara
de don
Diego, que no yo,
a
Lucrecia o a doña Ana;
que
supuesto que es Mendoza,
y que
no ignora mi infamia,
¿cómo
llegais á creer
que
para yerno estimara
a quien
es fuerza que tenga,
mientras vive quien le agravia,
afrenta
en la dilación
y
peligro en la venganza?
FERNANDO: No
paséis más adelante,
don
Sebastián; basta, basta;
que me
siento, de haber puesto
duda en
vuestra confïanza,
tan
corrido, que las mismas
satisfáciones me matan
mucho
más que las sospechas
del
agravio me mataban.
SEBASTIÁN: Pues si
ya quedáis de mí
satisfecho, agora falta
que lo
quede yo de vos.
Sacad,
Fernando, la espada;
que
demás de que la ley
del
duelo obliga a sacarla
sin
mirar satisfaciones,
en
saliendo a la estacada,
habéis
violado vos mismo,
con
vuestras desconfïanzas
y con
haberme sacado
por
ellas a la campaña,
de mi
obligación las leyes
y de mi
amistad las aras;
y así
vos me habéis resuelto
a lo
que por vos dudaba.
FERNANDO: Parece
que os olvidáis
de la
sangre lusitana
que mi
corazón anima,
cuando
con tal confïanza
os prometéis la vitoria.
SEBASTIÁN: En la
sangre no hay ventaja,
pues es
también portuguesa
la que
gobierna esta espada.
Acuchíllanse y retira don SEBASTIÁN A
don FERNANDO
FERNANDO: Muerto
soy. Dentro
SEBASTIÁN:
Vos me sacastes, Volviendo
don
Fernando, a la campaña
la
culpa busca la pena,
y el
agravio la venganza.
Vase. Salen MOTÍN,
doña ANA, e INÉS
MOTÍN: A la
puerta de don Diego
hallé a
don Juan, y doña Ana
en el
coche, díles parte
también
a don Juan de Lara,
a don
Antonio y don Diego.
ANA: ¡Ay,
Dios, el cielo me valga!
Traidor, ¿donde está mi hermano?
MOTÍN: Escucha
y sabrás la causa.
...........................
..........................
..........................
..........................
Salen don SEBASTIÁN, don ANTONIO, doña LUCRECIA, y don
DIEGO
ANA: ¡Ah
enemigo! muerta soy!
SEBASTIÁN: Sosiega
el pecho, señora,
y
escucha atenta, que agora
como el
veneno, te doy
la
triaca. Yo, doña Ana,
soy don
Sebastián de Sosa;
don
Antonio es padre mío.
ANA: ¡Esto
más!
MOTÍN:
(¡Buena tramoya Aparte
se
descubre!)
INÉS:
(¿Hay tal enredo?) Aparte
JUAN: ¡Caso
extraño!
SEBASTIÁN:
Y pues no ignoras
de
aquel atrevido exceso
de don
Fernando la historia,
la
causa habrás entendido
del
disfraz que mi persona
con
nombre ajeno ocultó.
Y tú
sabes que me informa
dangre
que de la opinión
ni aun
escrúpulos perdona.
Tu mano
causó mi agravio.
Tu mano
ha de ser ahora
la
satisfación; que yo
tengo
dispuestas las cosas
de
suerte, que sin hacer
para
nuestras paces otra
diligencia, su perdida
opinión
mi padre cobra,
y yo quedo satisfecho,
alcanzando por esposa
la
misma que con injuria
de los
timbres que me adornan,
don
Fernando me negó.
Y
supuesto que no gozan
más
lustre los Vasconcelos
en
Portugal que los Sosas,
y que
la elección podía
resolverte a lo que ahora
te
necesita la suerte,
mira lo
que más te importa.
DIEGO: Ésta ha
sido la ocasión
de
traer, doña Ana hermosa,
a
Lucrecia a persuadirte
que fin
venturoso pongas
con la
nieve de tu mano
al
fuego de esta discordia.
LUCRECIA: Doña
Ana, amiga, ¿qué aguardas?
La
tardanza es peligrosa.
Don
Sebastián te merece,
y yo sé
que tú le adoras.
SEBASTIÁN: ¡Ah,
doña Ana! ¿Persuasiones
son
menester cuando logras
amor
tan encarecido?
JUAN: (¡Que
esto sufro, y que en la boca Aparte
hayan
de morir las llamas
que me
abrasan y me ahogan,
por
estar aquí Lucrecia!)
Aparte a doña ANA
MOTÍN:
Ablándale, Faraona.
ANA: No admiréis mi confusion,
si un
caso que tanto importa,
congojada me suspende,
y
suspensa me congoja;
mas
pues tantas conveniencias
vienen
a hacer tan forzosa
la resolución, la mano
os doy.
Danse las manos
SEBASTIÁN:
Y en ella la gloria
mayor
que el amor alcanza.
JUAN: (Pues
quien perdida la llora, Aparte
¿cómo
tendrá sufrimiento?)
LUCRECIA: (Amor,
la esperanza colma,
pues
colmaste la venganza.)
ANTONIO: Dadme
los brazos ahora,
hijo.
ANA: Y
vos a mí la mano.
SEBASTIÁN:
Tenéos.
ANTONIO:
Es ley forzosa
que os reconozca por padre,
pues
sois fénix de mi honra.
En mis
cenizas heladas
perdió
su ser; pero ahora
por vos
ee rejuvenece,
se
vivifica y mejora.
Y
perdona que celebro
con
lágrímas estas glorias;
que
también las da el contento,
como la
pena y congoja.
Y más
cuando tal consorte,
que
viva edades dichosas,
colmó
el punto a mis deseos,
tan
divina cuanto hermosa.
No
puedo hablar más palabra.
Perdonad; que tantas honras
temo
que ataje la muerte,
de mis
dichas envidiosa.
.........................
SEBASTIÁN: Ya,
doña Ana, sois mi esposa.
ANA: Y
dichosa.
SEBASTIÁN:
Pues decidme,
si
sentiréis más, señora,
ver sin
vida a vuestro hermano,
que a
vuestro esposo sin honra.
ANA: ¿Qué
vida en comparación
del
honor vuestro me importa?
Pero,
¿por qué lo decís?
SEBASTIÁN: Porque
esta mano que goza
en la
vuestra tal ventura,
borró
con esta vitoria
la
injuria de despreciarme
don
Fernando; mas con otra
quitó a
mi padre el honor,
de que
era su vida sola
satisfación, y ni vos
quisiérades ser mi esposa,
ni yo, que tanto os estimo,
aspirara a tanta gloria
sin
honor, pues fuera haceros
agravio
en vez de lisonja;
y así
le he dado la muerte.
ANA: ¿Qué
decís? ¡Ah, cielos!
MOTÍN: (Oyan Aparte
la
píldora que faltaba.)
SEBASTIÁN: ..................... Señora,
la
culpa busca la pena;
que
cuando yo entre las ondas
de su
amistad y mi agravio,
vuestro amor y mi deshonra,
ciega
tempestad corría
de
dudas y de congojas;
él,
celoso por la causa
que
sabéis, pues vuestra boca
del
engaño le informó
que
habéis conocido agora,
me sacó
al campo, y su culpa
negoció
su pena propia.
ANA: ¡Ay de
mí, que en vez de galas
visto
de luto mis bodas!
SEBASTIÁN: Vos, señor don Juan, pues veis
que ocasiones tan forzosas
me obligaron, disculpadme;
y al claro sol de
Mendoza,
de su
honor desvaneced,
siendo
su esposo, las sombras.
JUAN: Los
casos han enseñado
que reservaban
la gloria
de su
mano a mi ventura,
si don
Diego de Mendoza
me da
licencia.
DIEGO:
Lucrecia
es en
eso venturosa.
LUCRECIA: Yo soy
tuya.
MOTÍN: Y demos fin
a esta
verdadera historia;
que si
con solo decirlo
al
poeta le perdonan
las
faltas, con esto espera
la
censura mas piadosa.
FIN DE LA
COMEDIA