François - Marie Arouet de Voltaire
La princesa de Babilonia
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I

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I

El anciano Belus, rey de Babilonia, se creía el hombre más importante de la tierra, ya que todos sus cortesanos se lo decían y todos sus historiadores se lo probaban. Esta ridiculez podía disculpársele porque, efectivamente, sus antecesores habían construido más de treinta mil años atrás Babilonia y él la había embellecido. Se sabe que su palacio y su parque, situados a algunas parasangas1 de Babilonia, se extendían entre el Éufrates y el Tigris, que bañaban estas riberas encantadas. Su vasta mansión de tres mil pasos de frente se elevaba hasta las nubes. Su plataforma estaba rodeada por una balaustrada de mármol blanco, de cincuenta pies de altura, que sostenía las estatuas de todos los reyes y todos los hombres célebres del imperio. Esta plataforma, compuesta de dos hileras de ladrillos recubiertos por una espesa capa de plomo de una extremidad a la otra, soportaba doce pies de tierra y sobre esta tierra se habían sembrado bosques de olivos, de naranjos, de limoneros, de palmeras, de claveros, de cocoteros, de canelos, que formaban avenidas impenetrables para los rayos del sol.

Las aguas del Éufrates, elevadas por medio de bombas dentro de cien columnas huecas, llegaban a esos jardines para llenar vastos estanques de mármol y, cayendo luego a otros canales, iban a formar en el parque cascadas de seis mil pies de largo y cien mil surtidores cuya altura apenas podía percibirse, luego volvían al Éufrates, de donde habían partido. Los jardines de Semiramis, que asombraron al Asia varios siglos después, no eran más que una débil imitación de estas antiguas maravillas: porque, en el tiempo de Semiramis, todo comenzaba a degenerarse, tanto entre los hombres como entre las mujeres.

Pero lo más admirable que había en Babilonia, lo que eclipsaba todo el resto, era la hija única del rey, llamada Formosanta2 . Con el correr de los siglos, inspirándose en sus retratos y estatuas, Praxíteles esculpió su Afrodita y aquella que fue llamada la Venus de hermosas nalgas. ¡Qué diferencia! ¡Oh cielos, del original a las copias! Y era por eso que Belus se sentía más orgulloso de su hija que de su reino. Tenía. dieciocho años: necesitaba un marido digno de ella, pero, ¿dónde hallarlo? Un antiguo oráculo había dicho que Formosanta sólo podía pertenecer a aquel que tendiese el arco de Nemrod. Este Nemrod, poderoso cazador ante el Señor, había dejado un arco de siete pies babilónicos de altura, de una madera de ébano más dura que el hierro del Cáucaso, el que es trabajado en las forjas de Derbent3, y ningún mortal desde Nemrod, había podido tensar este arco maravilloso.

Había sido dicho, además, que el brazo que tendiese este arco debía matar al león más terrible y peligroso que fuese soltado en el circo de Babilonia. Aquello no era todo: el que tensase el arco, el vencedor del león, debía derrotar a todos sus rivales, pero debía ser sobre todo muy talentoso, ser el más magnífico de los hombres, el más virtuoso, y poseer la cosa más rara que hubiese en todo el universo.

Tres reyes se presentaron osando disputar a Formosanta: el faraón de Egipto, el Sha de las Indias y el gran Khan de los escitas. Belus eligió el día y, en la extremidad de su parque, designó el lugar del combate, en el vasto espacio bordeado por las aguas del Tigris y del Éufrates reunidas. Se levantó alrededor de la liza un anfiteatro de mármol que podía contener quinientos mil espectadores. Frente al anfiteatro se hallaba el trono del rey, el cual debía aparecer con Formosanta, acompañados con toda la corte, y a derecha e izquierda, entre el trono y el anfiteatro, se hallaban otros tronos y otros sitiales para los tres reyes y para todos los otros soberanos que sintieran curiosidad por venir a ver esta augusta ceremonia.

El rey de Egipto llegó primero, montado sobre el buey Apis, llevando en su mano el sistro de Isis. Lo seguían dos mil sacerdotes vestidos con ropajes de lino más blanco que la nieve, dos mil eunucos, dos mil magos y dos mil guerreros.

El rey de las Indias llegó poco después, en un carro arrastrado por doce elefantes. Tenía un cortejo aún más numeroso y más brillante que el del faraón de Egipto.

El último en aparecer fue el rey de los escitas. No llevaba tras él más que guerreros elegidos, armados de arcos y flechas. Su montura era un soberbio tigre que él había domado, tan alto como los más bellos caballos de Persia. La altura de este monarca, imponente y majestuosa, borraba la de sus rivales; sus brazos desnudos, tan nervudos como blancos, parecían tender ya el arco de Nemrod.

Los tres príncipes se prosternaron primero ante Belus y Formosanta. El rey de Egipto ofreció a la princesa los dos cocodrilos más bellos del Nilo, dos hipopótamos, dos cebras, dos ratas de Egipto y dos momias, junto con los libros del gran Hermes, que él creía eran lo más raro que existía sobre la tierra.

El rey de las Indias le ofreció cien elefantes que llevaban cada uno una torre de madera dorada y puso a sus pies el veda, escrito por la mano del mismo Xaca4.

El rey de los escitas, que no sabía leer ni escribir, presentó cien caballos de batalla cubiertos por gualdrapas de pieles de zorros negros.

La princesa bajó los ojos ante sus pretendientes y se inclinó con una gracia tan modesta como noble. Belus hizo conducir a estos monarcas a los tronos que les habían sido preparados.

Ojalá hubiese tres hijas! -les dijo -, así haría felices hoy a seis personas.

Luego hizo echar a suerte quién ensayaría primero el arco de Nemrod. Se colocaron en un casco de oro los nombres de los tres pretendientes. El del rey de Egipto salió primero, luego apareció el nombre del rey de las Indias. El rey escita, mirando el arco y a sus rivales, no lamentó en absoluto ser el tercero.

Mientras se preparaban estas brillantes pruebas, veinte mil pajes y veinte mil doncellas distribuyeron, sin confusión, refrescos a los espectadores entre las filas de asientos. Todo el mundo confesaba que los dioses sólo habían creado a los reyes para que ofreciesen fiestas todos los días, siempre que éstas fuesen diversas; que la vida es demasiado breve para utilizarla de otra manera, que los procesos, las intrigas, la guerra, las querellas entre los sacerdotes, que consumen la vida humana, son cosas absurdas y horribles, que el hombre no ha nacido sino para la alegría, que no le gustarían tan apasionada y continuamente los placeres si no hubiese sido ya conformado para ellos, que la esencia de la naturaleza humana es el goce y que todo el resto es locura. Esta excelente moral jamás ha sido desmentida, a no ser por los hechos.

Cuando iban a comenzar aquellas pruebas que decidirían la suerte de Formosanta, un joven desconocido montado sobre un unicornio, acompañado de su valet que iba montado de la misma manera y llevaba sobre su puño un gran pájaro, se presenta ante la barrera. Los guardias se asombraron de ver en semejante compañía a una figura que parecía una divinidad. Era, como después se dijo, el rostro de Adonis sobre el cuerpo de Hércules; era la majestad junto con la gracia. Sus cejas negras y sus rubios cabellos, mezcla de belleza desconocida en Babilonia, encantaron a toda la asamblea: todo el anfiteatro se puso de pie para admirarlo mejor; todas las mujeres de la corte fijaron sobre él miradas asombradas. La misma Formosanta, que siempre bajaba los ojos, los levantó y enrojeció; los tres reyes palidecieron; todos los espectadores comparando a Formosanta con el desconocido exclamaban:

-¡En todo el mundo sólo este joven es tan bello como la princesa!

Los ujieres, asombrados, le preguntaron si era rey. El extranjero repuso que no tenía ese honor, pero que por curiosidad había venido desde muy lejos para ver si existían reyes que fueran dignos de Formosanta. Se lo ubicó en la primera fila del anfiteatro, a él, a su valet, a sus dos unicornios y a su pájaro. Saludó profundamente a Belus, a su hija, a los tres reyes y a la asamblea. Luego ocupó su lugar sonrojándose, sus dos unicornios se acostaron a sus pies, su pájaro se posó sobre su espalda, y su criado, que llevaba una pequeña bolsa, se sentó a su lado.

Comenzaron las pruebas. Sacaron de su estuche el arco de Nemrod. El gran maestro de ceremonias, seguido de cincuenta pajes y precedido de veinte trompetas, lo presentó al rey de Egipto. Éste lo hizo bendecir por sus sacerdotes, y, posándose sobre la cabeza del buey Apis, no duda sobre que la primera victoria sea suya. Desciende al medio de la arena, lo intenta, agota sus fuerzas, hace contorsiones que excitan la risa del anfiteatro y que hacen sonreír hasta a la misma Formosanta.

Su capellán mayor se le acerca:

-Que su Majestad - le dice - renuncie a este vano honor, que sólo pertenece a los músculos y los nervios; triunfaréis en todo el resto. Venceréis al león, puesto que tenéis el sable de Osiris. La princesa de Babilonia debe pertenecer al príncipe que tenga mayor talento, y vos habéis adivinado los enigmas. Ella debe desposar al más virtuoso, vos lo sois, puesto que habéis sido educados por los sacerdotes de Egipto. El más generoso será quien triunfe, y vos le habéis regalado los más hermosos cocodrilos y las más hermosas ratas que se hallen en el Delta. Vos poseéis el buey Apis y los libros de Hermes, que son la cosa más rara del universo. Nadie puede disputaros a Formosanta.

-Tenéis razón - dijo el rey de Egipto y volvió a ubicarse sobre el trono.

Se colocó luego el arco en las manos del rey de las Indias, quien a causa de eso, tuvo luego ampollas en las manos durante quince días. Y se consoló suponiendo que el rey de los escitas no tendría más suerte que él.

Llegando su turno, el escita manipuló a su vez el arco. Unía la fuerza a la destreza; el arco pareció adquirir cierta elasticidad en sus manos, consiguió doblarlo un poco, pero nunca llegó a tensarlo. El anfiteatro, a quien el buen aspecto de este príncipe inspiraba inclinaciones favorables gimió ante su falta de éxito, y juzgó que la bella princesa no se casaría jamás.

Entonces el joven desconocido descendió de un salto a la arena y dirigiéndose al rey de los escitas dijo:

-Que su majestad no se sienta asombrado por no haber logrado un éxito absoluto. Estos arcos de ébano se hacen en mi país; existe una manera determinada de encararlos. Vos tenéis mucho mayor mérito por haber logrado doblarlo que el que puedo tener yo en tensarlo.

Inmediatamente tomó una flecha, la ajustó sobre la cuerda, tendió el arco de Nemrod e hizo volar la flecha mucho más allá de las barreras. Un millón de manos aplaudieron este prodigio. Babilonia resonó con las exclamaciones y las mujeres decían:

-¡Que fortuna que un mancebo tan hermoso tenga tanta fuerza!

Luego sacó de su bolsillo una plaquita de marfil, escribió sobre esta placa con una aguja de oro, ató la placa de marfil al arco, y presentó todo a la princesa con una gracia que encantaba a todos los asistentes. Luego fue modestamente a ubicarse en su lugar, entre su pájaro y su valet. Babilonia entera se sentía sorprendida, los tres reyes estaban confundidos pero el desconocido no pareció darse cuenta de ello.

Formosanta se sintió aun más sorprendida al leer sobre la plaqueta de marfil atada al arco estos breves versos escritos en lenguaje caldeo:

Si el arco de Nemrod lanza la guerra

Aviva el de Amor la suave dicha.

Vos lo tenéis. Por vos ese dios brilla

Y vence Y torna en dueño de la tierra.

Tres reyes poderosos, rivales hoy a muerte

Pretenden alto honor: el de agradaros.

No cuál preferís; más ese bravo

El Universo envidiará la suerte.

Este breve madrigal no disgustó a la princesa. Fue criticado por algunos señores de la vieja corte, que dijeron que otrora, en los buenos tiempos, se hubiese comparado a Belus con el sol y a Formosanta con la luna, su cuello con una torre, y su pecho con un celemín de harina. Dijeron que el extranjero no tenía imaginación, que se apartaba de las reglas de la verdadera poesía, pero todas las damas juzgaron que estos versos eran muy galantes. Se sorprendieron de que un hombre que tendía tan bien el arco tuviese tanto ingenio. La dama de honor de la princesa le dijo:

-Señora he aquí mucho talento desperdiciado. ¿Para qué le servirán a este mancebo su ingenio y el arco de Belus?

-Para ser admirado -repuso Formosanta. -¡Ah! -se dijo entre dientes la dama de lionor -, un madrigal más y podría ser amado. Mientras tanto Belus, luego de haber consultado a sus magos, declaró que, si bien ninguno de los tres reyes había podido tender el arco de Nemrod, no era ésta razón suficiente para que su hija no se casara, y que ella pertenecería a aquel que lograrse abatir al gran león que expresamente criaba en su casa de fieras. El rey de Egipto, que había sido educado en la sabiduría de su país, halló muy ridículo que un rey se expusiera a las fieras para poder cazarlo. Reconocía que la posesión de Formosanta era algo muy valioso, pero pensaba que si el león lo mataba no podría jamás desposar a esta hermosa babilónica. El rey de las Indias compartió el sentimiento del egipcio. Ambos llegaron a la conclusión de que el rey de Babilonia se burlaba de ellos, que debían llamar a sus ejércitos para castigarlo, que tenían bastantes súbditos que se sentirían muy honrados de morir al servicio de sus señores, sin que esto costara un cabello de sus sacrosantas cabezas, que destronarían con facilidad al rey de Babilonia y luego echarían a suerte a la hermosa Formosanta.

Habiendo llegado a este acuerdo, los dos reyes enviaron cada uno a su país una orden expresa de reunir un ejército de trescientos mil hombres para raptar a Formosanta.

Mientras tanto el rey de los escitas descendió solo a la arena cimitarra en mano. No se sentía perdidamente enamorado de los encantos de Formosanta: la gloria había sido hasta ese momento su única pasión, ella había sido quien lo había conducido hasta Babilonia. Quería que se viera que si los reyes de India y de Egipto eran lo bastante prudentes como para no comprometerse con los leones, él era lo suficientemente valeroso como para no desdeñar este combate, y que repararía el honor de la corona. Su raro valor no le permite siquiera servirse de la ayuda de su tigre. Se adelanta sólo, livianamente armado, cubierto con un casco de acero guarnecido de oro y sombreado por tres penachos de crines blancas como la nieve.

Lanzan el león más enorme que se haya criado jamás en las montañas del Antilíbano contra él. Sus terribles garras parecían capaces de desgarrar a los tres reyes a la vez, y sus enormes fauces, de devorarlos. Sus horribles rugidos hacían vibrar el anfiteatro. Los dos fieros campeones se precipitan uno contra otro en rápida carrera. El valiente escita hunde su espada en las fauces del león, pero la punta, chocando contra uno de esos dientes durísimos que nada puede perforar, se quiebra en astillas, y el monstruo de las selvas, furioso por su herida, imprime ya la marca de sus uñas sangrientas en los flancos del monarca.

El joven desconocido, conmovido por el peligro que corre un príncipe tan valiente, se lanza a la arena más rápido que un rayo, corta la cabeza del león con la misma destreza de que luego hicieron gala en nuestras calesitas los jóvenes caballeros, diestros en arrancar cabezas de moros, o sortijas.

Luego, sacando una cajita, la presenta al rey escita, diciéndole:

-Su Majestad hallará en esta cajita un bálsamo verdadero que crece en mi país. Vuestras gloriosas heridas se curarán en un instante. Sólo el azar os ha impedido triunfar sobre el león, vuestro valor no es por ellos menos admirable.

El rey escita, más inclinado al reconocimiento que a la envidia, agradeció a su liberador y, luego de haberlo abrazado afectuosamente, volvió a su tienda para aplicar el bálsamo sobre sus heridas.

El desconocido entregó la cabeza del león a su criado, y éste, luego de haberla lavado en la gran fuente que estaba bajo el anfiteatro, y haber dejado que manara toda la sangre, tomando un hierro de su bolsita, arrancó los cuarenta dientes del león y colocó en su lugar cuarenta diamantes de igual tamaño.

Su señor con su habitual modestia volvió a colocarse en su lugar y entregó la cabeza del león a su pájaro:

-Hermoso pájaro -dijo -, ve a llevar a los pies de Formosanta este humilde homenaje.

El pájaro parte, llevando en una de sus garras el terrible trofeo; lo presenta a la princesa inclinando humildemente el cuello y prosternándose ante ella. Los cuarenta brillantes deslumbraron todos los ojos. Aún no se conocía esta magnificencia en la soberbia Babilonia: la esmeralda, el topacio, el zafiro y el granate eran considerados como los más bellos aderezos; Belus y su corte se sentían llenos de admiración. El pájaro que entregaba este homenaje los sorprendió más aún. Era del tamaño de un águila, pero sus ojos eran tan dulces y tiernos como fieros y amenazadores son los del águila. Su pico era de color rosa y parecía asemejarse en algo a la boca de Formosanta. Su cuello reunía todos los colores del arco iris, pero más vivos y brillantes. El oro en sus mil matices chispeaba en su plumaje. Sus patas parecían una mezcla de plata y púrpura, y la cola de los hermosos pájaros que luego se uncieron al carro de Juno no era tan hermosa como la suya.

La atención, la curiosidad, el asombro, el éxtasis de toda la corte se dividían entre los cuarenta diamantes y el pájaro. Se había posado sobre la balaustrada, entre Belus y su hija Formosanta; ella lo acariciaba, lo halagaba, lo besaba. Él parecía recibir sus caricias con un placer mezclado con respeto. Cuando la princesa le daba besos se los devolvía y luego la miraba con ojos enternecidos. Recibía de ella bizcochos y pistachos que tomaba con su pata purpúrea y plateada, llevándolos a su pico con gracia inexpresable.

Belus, que había examinado con atención los diamantes, juzgaba que una de sus provincias apenas podría pagar un presente tan rico. Ordenó que se prepararan para el desconocido presente aún más magníficos que los que habían destinado a los tres monarcas.

-Este mancebo -decía - es sin duda el hijo del rey de la China, o de esa parte del mundo llamada Europa, de la que he oído hablar, o del África, que es, según se dice, vecina del reino de Egipto.

Envió de inmediato a su gran escudero para que llevase sus parabienes al desconocido y para que le preguntase si era soberano de alguno de estos imperios, y por qué, poseyendo tan inmensos tesoros, había venido solo con un escudero y un bolso tan pequeño. Mientras que el escudero se adelantaba hacia el anfiteatro para cumplir su cometido, llegó otro valet sobre un unicornio. Este criado dirigiendo la palabra al mancebo, le dijo:

-Ormar, vuestro padre llega al final de sus días, he venido a advertiros.

El desconocido elevó sus ojos al cielo, derramó algunas lágrimas y sólo respondió con esta palabra: -Partamos.

El gran escudero, luego de haber dado los parabienes de Belus al vencedor del león, al donador de los cuarenta diamantes, al dueño del hermoso pájaro, preguntó al criado de qué reino era soberano el padre de este joven héroe. El valet respondió:

-Su padre es un viejo pastor muy amado en su región.

Durante esta breve conversación el joven ya había montado sobre el unicornio. Dijo al gran escudero:

Señor, dignaos ponerme a los pies de Belus y de su hija! Oso suplicarle tener gran cuidado del pájaro que le dejo; es tan único como ella.

Diciendo estas palabras partió como un rayo; sus dos valets lo siguieron y se perdió de vista. Formosanta no pudo evitar lanzar un fuerte grito. El pájaro volviéndose hacia el anfiteatro donde su amigo estaba sentado, pareció muy afligido de no volver a verlo. Luego mirando fijamente a la princesa, y frotando suavemente su hermosa mano con su pico, pareció consagrarse a su servicio.

Belus, más asombrado que nunca, al saber que este joven tan extraordinario era hijo de un pastor, no pudo creerlo. Ordenó que corriesen tras él, pero pronto regresaron diciéndole que los unicornios sobre los cuales los hombres montaban no podían ser alcanzados, y que, con el galope que llevaban debían hacer cien leguas por día.





1 parasanga: medida persa de longitud equivale a tres leguas en Francia


2 Formasanta :del latín Formosa: bella


3 En Rusia, sobre el Mar Caspio, al pie del Cáucaso


4 Calkya es decir Buda


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