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Pasó toda la noche hablando de Amazán. Ya no lo llamaba más que su pastor; y es desde entonces que las palabras pastor y amante son siempre empleadas la una por la otra en algunos países.
Ora preguntaba al pájaro si Amazán había tenido otras amantes. Él le respondía que no y ella se sentía en el colmo de la felicidad. Ora quería saber en qué ocupaba su vida; y se enteraba con arrebatos de alegría que la ocupaba en hacer el bien, en cultivar las artes, en penetrar los secretos de la naturaleza, en perfeccionar su persona. Ora quería saber si el alma de su pájaro era de la misma naturaleza que la de su amante; por qué había vivido cerca de veintiocho mil años, mientras qué su amante sólo tenía dieciocho o diecinueve años. Hacía cien preguntas parecidas, a las cuales el pájaro respondía con una discreción que irritaba su curiosidad. Finalmente, el sueño le cerró los ojos y entregó a Formosanta a la dulce ilusión de los sueños enviados por los dioses que sobrepasaban a veces a la misma realidad, y que toda la filosofía de los caldeos apenas puede explicar.
Formosanta no despertó hasta muy tarde. Su habitación estaba en penumbras cuando su padre entró. El pájaro recibió a Su Majestad con una respetuosa gentileza, fue delante de él, batió las alas, estiró el cuello y volvió a posarse sobre el naranjo. El rey se sentó sobre el lecho de su hija, a quien los sueños habían embellecido más aún. Su barba frondosa se aproximó a este hermoso rostro y luego de haberle dado dos besos, le habló con estas palabras:
-Mi querida hija, ayer no pudisteis hallar un marido, como yo lo esperaba; sin embargo necesitáis uno; la salud de mi reino lo exige. He consultado el oráculo, que como sabéis, no miente jamás, y que dirige toda mi conducta. Me ha ordenado haceros recorrer el mundo. Es necesario que viajéis.
-¡Ah!; al país de los gangáridas, sin duda -dijo la princesa, y al pronunciar estas palabras, que se le escaparon, se dio cuenta de que decía una tontería.
El rey, que no sabía una palabra de geografía, le preguntó qué entendía ella por gangáridas. Halló ella fácilmente una excusa. El rey le hizo saber que debía realizar un peregrinaje, y que había designado a las personas de su comitiva: el decano de sus consejeros de estado, el gran capellán, una dama de honor, un médico, un boticario y su pájaro, como todos los sirvientes necesarios.
Formosanta, que jamás había salido del palacio de su padre, el rey, y que hasta el día de Amazán y los tres reyes había llevado una vida muy insípida en la etiqueta del fasto y en la apariencia de los placeres, estuvo encantada de realizar un peregrinaje. -¿Quién sabe -decía ella por lo bajo a su corazón - si los dioses no inspirarán a mi querido gangárida el mismo deseo de ir a la misma capilla, y si no tendré la felicidad de volver a verlo como peregrino?
Agradeció tiernamente a su padre, diciéndole que siempre había sentido una secreta devoción por el santo a quien la enviaban.
Belus ofreció una excelente comida a sus huéspedes; no concurrieron a ella más que hombres. Se trataba de gente muy despareja: reyes, príncipes, ministros, pontífices; todos envidiosos unos de otros, todos pesando sus palabras, todos embarazados, con sus vecinos y consigo mismos. La comida fue triste aunque se bebió mucho. Las princesas permanecieron en sus departamentos, ocupadas cada una en su partida. Comieron poco. Formosanta fue luego a pasear por los jardines con su querido pájaro, quien para divertirla, voló de árbol en árbol desplegando su cola soberbia y su divino plumaje.
El rey de Egipto, que estaba acalorado por el vino, por no decir ebrio, pidió arco y flechas a uno de sus pajes. Este príncipe era en verdad el arquero más torpe de todo su reino. Cuando tiraba al blanco el lugar donde uno se hallaba más seguro era en el objetivo hacia el cual apuntaba. Pero el hermoso pájaro, volando tan rápido como la flecha, se expuso él mismo al golpe y cayó sangrante en los brazos de Formosanta. El egipcio, riendo con una risa tonta, se retiró a sus tiendas. La princesa atravesó el cielo con sus gritos. Se deshizo en llanto, se golpeó las mejillas y el pecho. El pájaro agonizante le dijo muy bajo:
-Quemadme, y no dejéis de llevar mis cenizas hacia la Arabia Feliz, al oriente de la antigua ciudad de Aden o de Edén, y exponerlas al sol sobre una pequeña hoguera de clavo y de canela.
Luego de haber pronunciado estas palabras, expiró. Formosanta estuvo desvanecida largo rato, y sólo volvió en sí para estallar en sollozos. Su padre, compartiendo su dolor y profiriendo imprecaciones contra el rey de Egipto, no dudó que este incidente fuese un presagio siniestro. Fue rápidamente a consultar el oráculo de su capilla. El oráculo respondió.
Mezcla de todo; muerto viviente, infidelidad y constancia, pérdida y ganancia, calamidad y felicidad.
Ni él ni su consejo pudieron comprender nada, pero por lo menos era satisfactorio haber cumplido sus deberes religiosos.
Su hija, desconsolada, mientras que él consultaba el oráculo, hizo rendir al pájaro las honras fúnebres que él había ordenado, y resolvió llevarlo consigo a Arabia siguiendo los avatares de su vida. Fue quemado dentro de una tela de lino incombustible junto con el naranjo donde descansaba; la princesa guardó sus cenizas en un pequeño vaso de oro rodeado de carbunclos y de diamantes que se tomaron de las fauces del león. ¡Ojalá hubiese podido, en vez de cumplir este funesto deber, quemar en vida al detestable rey de Egipto! Aquél era su mayor deseo. En su despecho hizo matar sus dos cocodrilos, sus dos hipopótamos, sus dos cebras, sus dos ratas, e hizo echar las dos momias al Éufrates, si hubiese tenido a su buey Apis, no lo habría perdonado tampoco.
El rey de Egipto, indignado por esta afrenta, partió inmediatamente para hacer avanzar a sus trescientos mil hombres. El rey de las Indias, viendo partir a su aliado, regresó también el mismo día, con el firme designio de unir sus trescientos mil hindúes al ejército egipcio. El rey de Escitia se marchó durante la noche con la princesa Aldé, firmemente resuelto a regresar para combatir por ella a la cabeza de trescientos mil escitas, y de devolverle la herencia de Babilonia, que le era debida, ya que descendía de la rama de los mayores.
Por su parte, la hermosa Formosanta se puso en camino a las tres de la mañana con su caravana de peregrinos, acariciando la esperanza de poder ir a Arabia para ejecutar la última voluntad de su pájaro y de que la justicia de los dioses inmortales le devolviesen a su querido Amazán sin el cual no podía vivir.
Fue así como al despertar el rey de Babilonia no halló a nadie.
-¡Cómo terminan las grandes fiestas! -se decía -, y qué asombroso vacío dejan en el alma cuando el bullicio ha pasado. Pero se sintió transportado de una cólera verdaderamente regia cuando supo que habían raptado a la princesa Aldé. Dio orden de que se despertaran todos sus ministros y que se reuniera el consejo; esperando que llegasen, no dejó de consultar a su oráculo, pero sólo logró que le dijese estas palabras tan célebres desde entonces en todo el universo: Cuando no se casa a las jóvenes, ellas se encargan solas de casarse.
De inmediato fue dada la orden de enviar trescientos mil hombres contra el rey de los escitas. Y hete aquí que la guerra más terrible se enciende por doquier, y ella tuvo origen en los placeres de la fiesta más hermosa que haya sido dada jamás en la tierra. Asia iba a ser asolada por cuatro armadas de trescientos mil hombres cada una. Puede suponerse que la guerra de Troya que asombró al mundo algunos siglos después, sólo era un juego de niños en comparación con ésta, pero también debe tenerse en cuenta que en la querella de los troyanos sólo se trataba de una vieja mujer bastante libertina que se había hecho raptar dos veces, mientras que aquí se trataba de dos doncellas y un pájaro.
El rey de Indias fue a aguardar a su ejército sobre el gran y magnífico camino que conducía entonces directamente de Babilonia a Cachemira. El rey de los escitas corría con Aldé por la hermosa ruta que llevaba al monte Immaüs7. Todos estos caminos desaparecieron luego debido al mal gobierno. El rey de Egipto se había dirigido hacia el occidente y costeaba el pequeño mar Mediterráneo, que los ignorantes hebreos han llamado luego el Gran Mar.
En cuanto a la hermosa Formosanta, seguía el camino de Bassora, bordeado de altas palmeras que proveen sombra perenne y frutos en todas las estaciones. El templo al cual se dirigía en peregrinación, se hallaba en la misma Bassora. El santo a quien este templo había sido dedicado era parecido a aquel que luego se adoró en Lampsaco8. No sólo procuraba maridos a las jóvenes, sino que a menudo hacía las veces de marido. Era el santo más venerado de toda el Asia.
A Formosanta no le importaba en absoluto el santo de Bassora; sólo invocaba a su amado pastor gangárida, a su hermoso Amazán. Esperaba embarcarse en Bassora y desembarcar en la Arabia Feliz para hacer lo que el pájaro le había ordenado.
La tercera vez que se hizo de noche, apenas había entrado en el hospedaje donde sus enviados habían preparado todo para ella, cuando supo que el rey de Egipto también entraba en él. Informado del viaje de la princesa por sus espías, había cambiado de inmediato su itinerario, seguido por una numerosa escolta. Llega, hace colocar centinelas en todas las puertas, sube a la habitación de la hermosa Formosanta y le dice:
-Princesa, es a vos justamente a quien buscaba; me tuviste muy poco en cuenta cuando yo estaba en Babilonia; justo es castigar a las desdeñosas y a las caprichosas: tendréis, os lo ruego, la bondad de cenar conmigo esta noche; no tendréis otro lecho más que el mío, y me conduciré con vos como me plazca.
Formosanta se dio cuenta claramente de que no era la más fuerte; sabía que la inteligencia consiste en conformarse con la situación y tomó la decisión de librarse del rey de Egipto mediante una inocente estratagema: lo miró de reojo, lo cual siglos después se llamó mirar de soslayo, y he aquí cómo le habló, con una modestia, una gracia, una suavidad, un embarazo y una cantidad de encantos que hubiesen enloquecido al más juicioso de los hombres y cegado al más clarividente:
-Os confieso, señor, que siempre bajaba mis ojos ante vos cuando hicisteis al rey mi padre el honor de visitarlo. Tenía mi corazón, tenía mi simplicidad y, demasiado ingenua, temblaba al pensar que mi padre y vuestros rivales percibieran la preferencia que os otorgaba y que también merecéis. Puedo ahora abandonarme a mis sentimientos. Juro por el buey Apis, que es, después de vos, lo que más respeto en el mundo, que vuestras propuestas me han encantado. Ya he cenado con vos en lo del rey mi padre, cenaré aquí nuevamente sin que él comparta la mesa; todo lo que os pido es que vuestro gran capellán beba con nosotros, ya que en Babilonia me pareció un buen comensal; tengo un excelente vino de Chiraz, quiero que ambos lo degustéis. Con respecto a vuestra segunda proposición, es muy incitante, pero no es conveniente que una doncella bien nacida hable de ella; que os baste saber que os considero el más grande de los reyes y el más atractivo de los hombres.
Este discurso mareó al rey de Egipto: aceptó de buena gana que el capellán participara en el festín. -Aún tengo otra gracia que pediros -le dijo la princesa -, es que permitáis que mi boticario venga a hablar conmigo: las doncellas tienen siempre ciertas pequeñas molestias que requieren ciertos cuidados, como vapores en la cabeza, sobresaltos del corazón, cólicos, ahogos, a los que conviene poner en orden en ciertas circunstancias; en una palabra, tengo urgente necesidad de mi boticario y espero que no me neguéis esta simple muestra de amor.
-Señorita -dijo el rey de Egipto -, aunque un boticario tenga vías precisamente opuestas a las mías, y los objetos de su arte sean todo lo contrario del mío, tengo demasiado mundo para negaros un requerimiento tan justo; voy a ordenar que venga a hablaros mientras aguardamos la cena; comprendo que debéis estar un poco fatigada del viaje; debéis necesitar también una mucama, podéis hacer venir la que prefierais, esperaré luego vuestras órdenes y vuestra comodidad.
Se retiró; enseguida se presentaron el boticario y la mucama llamada Irla. La princesa tenía en ésta una confianza absoluta: le ordenó traer seis botellas de vino de Chiraz para la cena y de hacer beber otras tantas a todos los centinelas que tenían arrestados a sus oficiales; luego recomendó al boticario que hiciera poner en todas las botellas ciertas drogas de su farmacia que hacían dormir a la gente veinticuatro horas seguidas y de las cuales siempre se hallaba provisto. El rey regresó con el gran capellán al cabo de media hora; la comida fue muy alegre, el rey y el capellán vaciaron las seis botellas y confesaron que no había un vino tan bueno en Egipto: la mucama cuidó de hacérselo beber a los criados que habían servido. En cuanto a la princesa, tuvo gran cuidado de no beber de él, diciendo que su médico la había puesto a régimen. Todos estuvieron pronto dormidos.
El capellán del rey de Egipto tenía la más hermosa barba que pudiese llevar un hombre de su clase. Formosanta se la cortó con mucha habilidad; luego, habiéndola hecho coser a una pequeña cinta, la ató a su mentón. Se disfrazó con los vestidos del sacerdote y con todos los ornamentos de su dignidad, vistió a su mucama de sacerdotisa de la diosa Isis; finalmente, tomando su urna y sus piedras preciosas, salió del hospedaje en medio de los centinelas, que dormían como su señor. La criada había cuidado de tener en la puerta dos caballos listos. La princesa no podía llevar con ella a ninguno de los oficiales de su cortejo: habrían sido arrestados por los guardias del rey.
Formosanta e Irla pasaron a través de las hileras de soldados que, tomando a la princesa por el gran prelado, la llamaban mi reverendísimo padre en Dios9 y le pedían su bendición. Las dos fugitivas llegaron en veinticuatro horas a Bassora, antes de que el rey se hubiese despertado. Se quitaron entonces los disfraces, que hubieran podido despertar sospechas. Fletaron lo mas rápidamente un navío, que las transportó por el estrecho de Ormuz hacia la bella orilla de Edén, en la Arabia Feliz. Los jardines de este Edén fueron tan renombrados que luego se hizo de ellos la morada dé los justos; fueron el modelo de los Campos Elíseos, de los jardines de las Hespérides y de las islas Afortunadas, porque en estos climas calientes los hombres no imaginaron mayor beatitud que las sombras y los murmullos de las aguas. Vivir eternamente en los cielos con el Ser Supremo, o ir a pasearse en el jardín, en el paraíso, fue lo mismo para los hombres que siempre hablan sin entenderse y que aún no han podido tener ideas claras ni expresiones justas.
Apenas la princesa se halló en esta tierra, su primer cuidado fue rendir a su amado pájaro las honras fúnebres que él había exigido de ella. Sus hermosas manos levantaron una pequeña pira de clavo y de canela. Cuál no sería su asombro cuando, al expandir las cenizas del pájaro sobre esta hoguera, la vio encenderse por sí misma. Todo se consumió prontamente. Sólo apareció, en el lugar de las cenizas, un gran huevo, del cual vio salir a su pájaro más brillante de lo que había sido jamás. Fue el momento más bello que la princesa hubiese experimentado en toda su vida; sólo había uno que hubiese podido serle querido: lo deseaba pero no lo esperaba.
-Bien veo -dijo ella al pájaro - que eres el fénix del cual tanto me han hablado. Estoy a punto de morir de asombro y de alegría. No creía en absoluto en la resurrección, pero mi felicidad me ha convencido.
-La resurrección, señora -le dijo el fénix -, es la cosa más sencilla del mundo. No es más sorprendente nacer dos veces que una sola. Todo es resurrección en este mundo: las orugas resucitan en mariposas, un carozo colocado en la tierra resucita en el árbol, todos los animales enterrados en el suelo resucitan en hierbas, en plantas, y nutren a otros animales de los cuales pronto son parte de su substancia; todas las partículas que componían los cuerpos se cambian en otras diferentes. Aunque es verdad que soy el único a quien el poderoso Orosmade haya concedido la gracia de resucitar en su propia naturaleza.
Formosanta, que desde el día que había visto a Amazán y al pájaro por primera vez había pasado sus horas de asombro, le dijo:
-Concibo que el gran Ser haya podido formar de vuestras cenizas un fénix muy parecido a vos; pero que seáis precisamente la misma persona, que tengáis la misma alma, confieso que no lo comprendo muy claramente. ¿Qué fue de vuestra alma mientras os llevaba en mi bolsillo después de vuestra muerte?
-¡Oh!, ¡por dios, señora!, ¿acaso no le sería tan fácil al gran Orosmade continuar su acción sobre una pequeña chispa de mí mismo como iniciar esta acción? Me había acordado ya anteriormente el sentimiento, la memoria y el pensamiento: me los ha vuelto a conceder; que haya concebido este favor a un átomo de fuego elemental escondido en mí, o al conjunto de mis órganos, no significa nada en el fondo; tanto los fénix como los hombres ignorarán siempre cómo sucede la cosa en realidad; pero la mayor gracia que el Ser Supremo me haya acordado ha sido la de hacerme renacer para vos. ¡Quién pudiera pasar los veintiocho mil años que aún me quedan por vivir hasta mi próximo resurrección entre vos y mi querido Amazán!
-Fénix mío -le repuso la princesa -, pensad que las primeras palabras que me dijisteis en Babilonia y que jamás olvidaré, me hicieron concebir la esperanza de volver a ver a ese querido pastor que idolatro: es absolutamente necesario que vayamos juntos a la tierra de los gangáridas, y que lo lleve de regreso a Babilonia.
-Ése es mi designio --dijo el fénix -. No hay un momento que perder, hay que ir a buscar a Amazán por el camino más corto, es decir por los aires. En la Arabia Feliz hay dos grifos, íntimos amigos míos, que viven sólo a cincuenta millas de aquí: les enviaré un mensaje por medio de las palomas mensajeras; llegarán antes de la noche. Dispondremos del tiempo necesario para haceros preparar un cómodo y pequeño canapé con cajones donde pondremos vuestras provisiones de alimentos. Os sentiréis muy cómoda en este carruaje acompañada por vuestra doncella. Los dos grifos son los más vigorosos de su especie; cada uno de ellos sostendrá uno de los brazos del canapé entre sus garras; pero lo repito una vez más: cada instante es valioso.
Fue de inmediato con Formosanta a encargar el canapé de un tapicero que él conocía. En cuatro horas estuvo terminado. En sus cajones se colocaron pancitos reales, bizcochos mejores que los de Babilonia, limones poncíes, ananás, cocos, pistachos y vino de Edén, que está tan por sobre encima del vino de Chiraz como el de Chiraz lo está sobre el Surenne.
El canapé era tan ligero como confortable y sólido. Los dos grifos llegaron a Edén en el momento exacto. Formosanta y Irla se ubicaron en el carruaje; los dos grifos lo levantaron como si fuera una pluma. El fénix ora volaba cerca, ora se posaba sobre el respaldo. Los dos grifos singlaron hacia el Ganges con la rapidez de una flecha que hiende el aire. Sólo se descansaba durante la noche el tiempo necesario para comer y para hacer beber un trago a los dos cocheros.
Llegaron finalmente a la tierra de los gangáridas. El corazón de la princesa palpitaba de esperanza, de amor y de alegría. El fénix hizo detener el carruaje delante de la casa de Amazán: pidió hablarle; pero ya hacía tres horas que había partido, sin que se supiese hacia dónde había ido.
No hay palabras, ni siquiera en la misma lengua de los gangáridas, que puedan expresar la desesperación que abrumó a Formosanta.
-¡Ay!, esto es lo que temía -dijo el fénix -; las tres horas que pasasteis en el hospedaje del camino a Bassora con ese malhadado rey de Egipto os han robado quizá para siempre la felicidad de vuestra vida: mucho me temo que hayamos perdido a Amazán sin remedio.
Entonces preguntó a los criados si podía saludar a su señora madre. Respondieron que su marido había muerto la víspera anterior y que no veía a nadie. El fénix, que tenía crédito en la casa, hizo entrar a la princesa de Babilonia en un salón cuyas paredes estaban revestidas de madera de naranjo y fileteadas de marfil. Los subpastores y las subpastoras vestidos con largos trajes blancos ceñidos por aderezos color aurora les sirvieron en cien cuencos de simple porcelana cien manjares deliciosos, entre los cuales no se veía ningún cadáver disfrazado: había arroz, harinas, sagú, sémola, fideos, macarrones, tortillas, huevos cocidos en leche, quesos cremosos, pastelería de toda especie, verduras, frutos de un perfume y un gusto desconocidos en los otros climas; había una profusión de licores refrescantes, superiores a los mejores vinos.
Mientras la princesa comía, acostada sobre un lecho de rosas, cuatro pavos reales, o pavones, felizmente mudos, la abanicaban con sus alas brillantes; doscientos pájaros y cien pastores y cien pastoras, cantaban a dos voces; los ruiseñores, los canarios, las currucas, los pinzones cantaban el acompañamiento con las pastoras, los pastores hacían las voces de tenor y las bajas: en todo estaba la hermosura y la simple naturaleza. La princesa confesó que si bien en Babilonia había más magnificencia, la naturaleza era mil veces más agradable en el país de los gangáridas; pero, mientras que le ofrecían esta música consoladora y voluptuosa, ella derramaba lágrimas y decía a la joven Irla, su acompañante:
-Estos pastores y estas pastoras, estos ruiseñores y estos canarios hacen el amor y yo estoy separada del héroe gangárida, digno objeto de mis muy tiernos y muy impacientes deseos.
Mientras ella hacía esta colación, mientras lo admiraba todo y lloraba, el fénix decía a la madre de Amazán:
-Señora, no podéis dispensaros de ver a la princesa de Babilonia; vos sabéis...
-Todo lo sé -dijo ella -, hasta su aventura en un hospedaje sobre el camino de Bassora; un mirlo me lo contó todo esta mañana, y este cruel mirlo es la causa de que mi hijo presa de la desesperación, se haya vuelto loco y haya abandonado la casa paterna. -¿Por lo tanto no sabéis que la princesa me ha resucitado?
-No, querido hijo, sabía por el mirlo que habíais muerto y estaba inconsolable. Me sentía tan afligida por esta pérdida, por la muerte de mi marido y por la precipitada partida de mi hijo que había decidido no ver a nadie. Pero puesto que la princesa de Babilonia me hace el honor de venir a verme, hacedla entrar lo más rápido posible; tengo cosas de suma trascendencia que decirle y quiero que vos estéis presente.
Se dirigió inmediatamente al otro salón para recibir a la princesa. No caminaba ya con mucha ` facilidad: era una dama de alrededor de trescientos años; pero tenía aún bellos rasgos y bien se veía que a los doscientos treinta o doscientos cuarenta años había sido encantadora. Recibió a Formosanta con una respetuosa nobleza, mezclada con un aire de interés y de dolor que hizo a la princesa la más viva impresión.
Formosanta comenzó por presentarle sus condolencias por la muerte de su marido
-¡Ay! -dijo la viuda -, os halláis afectada por su muerte más de lo que creéis.
-Me siento dolida, sin duda -dijo Formosanta -; era el padre de... -al decir estas palabras se echó a llorar -. Sólo vine por él, a través de grandes peligros. Dejé por él a mi padre y la corte más brillante del universo; fui raptada por el rey de Egipto, a quien detesto. Al escaparme de este raptor, atravesé los aires para venir a ver al que amo; llego y él huye de mí... -el llanto y los sollozos no la dejaron proseguir.
-Señora, cuando el rey de Egipto os raptaba, cuando cenabais con él en una posada de Bassora, cuando vuestras hermosas manos le servían vino de Chiraz, ¿recordáis haber visto un mirlo que revoloteaba por la habitación?
-Verdaderamente, sí, despertáis mi memoria; no le había prestado atención, pero poniendo orden en mis ideas, recuerdo muy bien que en el momento en el que el rey de Egipto se levantaba de la mesa para darme un beso, el mirlo se voló por la ventana dando un gran chillido y no volvió a aparecer más.
-Ay, señora -respondió la madre de Amazán -, he ahí justamente la causa de nuestras desdichas; mi hijo había enviado justamente a este mirlo para informarle de vuestra salud y de todo lo que sucedía en Babilonia; esperaba regresar pronto a ponerse a vuestros pies y consagraros la vida. No podéis saber hasta qué punto os adora. Todos los gangáridas son amantes, fieles, pero mi hijo es el más apasionado y constante de todos. El mirlo os halló en una posada; bebías alegremente con el rey de Egipto y un desagradable sacerdote, os vio finalmente dar un tierno beso a este monarca que había matado al fénix y hacia quien mi hijo siente un invencible horror. El mirlo, viendo esto, fue presa de una justa indignación; se voló maldiciendo vuestros funestos amores; hoy regresó y me contó todo; pero ¡en qué momentos, oh cielo!, en el momento en que mi hijo lloraba conmigo la muerte de su padre y la del fénix, en el momento en que sabía que es vuestro primo segundo.
-¡Oh cielos! ¡Mi primo!, señora, ¿es posible?, ¿por qué ventura?, ¿cómo?, ¿a tal extremo llegaría mi felicidad?, ¿y al mismo tiempo sería tan desgraciada por haberlo ofendido?
-Mi hijo es vuestro primo, os lo digo - replicó la madre - y pronto os voy a dar la prueba; pero al volveros parienta mía me arrancáis a mi hijo; no podrá sobrevivir al dolor que le ha causado el beso que disteis al rey de Egipto.
-¡Ah!, tía mía - exclamó la bella Formosanta -, os juró por él y por el poderoso Orosmade que este beso funesto, lejos de ser criminal, era la prueba más fuerte de amor que pudiese dar a vuestro hijo. Desobedecía por él a mi padre. Iba por él del Éufrates al Ganges. Al caer en manos del indigno faraón de Egipto, sólo podía escapar engañándolo. Doy fe por las cenizas y el alma del fénix, que se hallaban entonces en mi bolsillo; él puede hacerme justicia; pero, ¿cómo vuestro hijo, nacido a las orillas del Ganges, puede ser mi primo, si mi familia reina sobre las orillas del Éufrates desde hace tantos siglos?
-Sabéis -le dijo la venerable gangárida que vuestro tío abuelo Aldé era rey de Babilonia y que fue destronado por el padre de Belus.
-Sí, señora.
-Sabéis que su hijo Aldé había tenido de su matrimonio a la princesa Aldé, educada en vuestra corte. Es este príncipe quien, siendo perseguido por vuestro padre, vino a refugiarse en nuestra feliz comarca, bajo otro nombre: él fue quien me desposó, tuve con él al joven príncipe Aldé - Almazán, el más hermoso, el más fuerte, el más valiente, el más virtuoso de los mortales y hoy el más loco. Fue a las fiestas de Babilonia atraído por la fama de vuestra belleza; desde entonces os idolatra, y quizá yo no vuelva a verlo jamás.
Entonces hizo desplegar ante la princesa todos los títulos de la casa de los Aldé; Formosanta apenas se dignó mirarlos.
-¡Ah, señora! -exclamó - ¿Acaso se examina lo que se desea? Bastante os cree mi corazón. Pero, ¿dónde está Aldé - Almazán?, ¿dónde está mi pariente, mi amante, mi rey?, ¿dónde está mi vida?, ¿qué camino tomó? Iría a buscarlo por todos los mundos que el Eterno ha formado y de los cuales él es el más bello ornamento. Iría a la estrella Canopus, a Sheat10, a Aldebarán. Iría a convencerlo de mi amor y mi inocencia.
El fénix testificó que la princesa no había dado, por amor, un beso al rey de Egipto, crimen que el mirlo le imputaba; pero había que desengañar a Àmazán y traerlo de regreso. Envía sus pájaros por todos los caminos, pone en campaña a sus unicornios; se le informa finalmente que Amazán ha tomado el camino el que conduce a China.
-Y bien, vamos a China - exclamaba la princesa -, el viaje no es largo, espero traeros de regreso a vuestro hijo, en quince días a más tardar.
Ante estas palabras, ¡qué de lágrimas de ternura vertieron la madre gangárida y la princesa de Babilonia, qué de abrazos, qué de efusiones del corazón!
El fénix pidió inmediatamente una carroza arrastrada por seis unicornios. La madre les proveyó doscientos caballeros y regaló a la princesa, su sobrina, algunos millares de los más bellos diamantes del país. El fénix, afligido por el mal que la indiscreción del mirlo había provocado, hizo que se ordenara a todos los mirlos irse del país, y es así como desde entonces no se encuentra ni uno sobre las orillas de Ganges.