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Muy pronto la princesa de Babilonia y el fénix llegaron al imperio de los cimerios15, mucho menos poblado, en verdad, que la China, pero dos veces más extenso; antiguamente era parecido a Escitia, habiéndose vuelto desde hacía algún tiempo tan floreciente como los reinos que se jactaban de instruir a los demás Estados.
Después de algunos días de marcha llegaron a una gran ciudad que la emperatriz reinante hacía embellecer16; pero ella no se hallaba allí: viajaba entonces desde las fronteras de Europa a las del Asia para conocer sus Estados con sus propios ojos, para juzgar sus males y llevarles remedio, para acrecentar las ventajas, para brindar instrucción.
Uno de los principales oficiales de esta antigua capital, informado de la llegada de la babilónica y el fénix, se apuró a ofrecer su homenaje a la princesa y a hacerle los honores de su país, seguro de que su señora, que era la más cortés y magnífica que las reinas, le estaría agradecido por haber recibido a una tan gran dama con los mismos miramientos que ella misma habría prodigado.
Se alojó a Formosanta en el palacio, del cual se alejó a una cantidad de gente inoportuna; se le ofrecieron fiestas ingeniosas. El señor cimerìo, que era un gran naturalista, conversó mucho con el fénix durante el tiempo que la princesa permanecía retirada en sus aposentos. El fénix le confesó que había viajado otrora al país de los cimerios y que ya no lo reconocía.
-¿Cómo cambios tan prodigiosos -decía - pueden haberse operado en un tiempo tan corto? No hace trescientos años que vi la naturaleza salvaje en todo horror; y encuentro ahora aquí las artes, el esplendor, la gloria y la cortesía.
-Un solo hombre17 comenzó esta obra --repuso el cimerio - y una mujer la perfeccionó; una mujer ha sido mejor legisladora que la Isis de los egipcios y la Ceres de los griegos. La mayoría de los legisladores han tenido un genio despótico y estrecho que limitó sus miras al país que gobernaron; cada uno miró a su pueblo como si fuese el único en la tierra o como si debiera ser el enemigo del resto de la tierra. Formaron instituciones sólo para ese pueblo, introdujeron costumbres sólo para él establecieron una religión para el solo. Es así como los egipcios, tan famosos por sus montones de piedras se embrutecieron y se deshonraron por sus bárbaras supersticiones. Creen a las otras naciones profanas no se comunican con ellas: y exceptuada la corte, que se eleva a veces sobre los prejuicios vulgares, no hay un solo egipcio que quiera comer en el mismo plato del que haya comido un extranjero. Sus sacerdotes son crueles y absurdos. Mejor sería no tener leyes y sólo escuchar a la Naturaleza que grabó en nuestros corazones los principios de lo justo y de lo injusto, que someter la sociedad a leyes sociales.
«Nuestra emperatriz abraza proyectos enteramente opuestos: considera que su vasto Estado sobre el cual todos los meridianos vienen a unirse, debe corresponder a todos los pueblos que habitan bajo estos diversos meridianos. La primera de sus leyes fue la tolerancia de todas las religiones y la compasión por todos los errores. Su poderoso genio comprendió que si los cultos son diferentes, la moral es en todos lados la misma; por medio de este principio ella unió su nación a todas las naciones del mundo y los cimerios mirarán al escandinavo y al chino como hermanos suyos. He hecho más: quiso que esta preciosa tolerancia, el primer lazo entre los hombres, se estableciera entre sus vecinos18; así mereció el titulo de madre de la patria, y tendrá el de benefactora de la humanidad si persevera.
«Antes de ella, hombres por desgracia poderosos enviaban sus tropas de asesinos a asolar las poblaciones desconocidas y a regar con su sangre las heredades de sus padres; se llamaban a estos asesinos héroes; sus pillajes eran considerados gloriosos. Nuestra soberana tiene otra gloria: hace marchar a sus ejércitos para llevar la paz, para impedir a los hombres que se perjudiquen, para obligarlos a soportarse unos a otros; y sus estandartes han sido los de la concordia pública.
El fénix, encantado con todo lo que este señor le informaba, le dijo:
-Señor, hace veintisiete mil novecientos años y siete meses que estoy sobre el mundo; nunca he visto nada comparable a lo que me hacéis saber.
Le pidió noticias sobre su amigo Amazán; el cimerio le contó las mismas cosas que le habían dicho a la princesa en territorio de los chinos y de los escitas: Amazán huía de todas las cortes que visitaba apenas una dama le daba una cita en la que temía sucumbir. El fénix comunicó enseguida a Formosanta esta nueva muestra de fidelidad que Amazán le daba, tanto más asombrosa por cuanto él no podía suponer que su princesa la supiese jamás.
Había partido hacia Escandinavia. Fue en estos climas donde espectáculos nuevos asombraron sus ojos. Aquí la realeza y la libertad subsistían juntas19 gracias a un acuerdo que parece imposible en otros estados; los labradores tomaban parte en la legislación tanto como los grandes del reino, y un joven príncipe hacía concebir las mayores esperanzas de ser digno de dirigir una nación libre. Más allá se daba un fenómeno de lo más extraño: el único rey despótico sobre la tierra, gracias a un contrato formal con su pueblo, era al mismo tiempo el más joven y el más justo de los reyes.
En el país de los sármatos Amazán vio a un filósofo en el trono: podía llamárselo el rey de la anarquía porque era el jefe de cien mil pequeños reyes de los cuales uno solo podía con una palabra anular las resoluciones de todos los otros. No le costaba más a Eolo contener todos los vientos que se combaten sin cesar, que a este monarca conciliar los ánimos: era un piloto rodeado de una tempestad constante; y sin embargo, el navío no naufragaba, porque el príncipe era un excelente piloto.
Recorriendo todos estos países tan diferentes de su patria, Amazán rechazaba constantemente todos los buenos partidos que se le presentaban, siempre desesperado por el beso que Formosanta habíale dado al rey de Egipto, siempre firme en su inconcebible resolución de dar a Formosanta el ejemplo de una fidelidad única e inquebrantable.
La princesa y el fénix seguían por todos lados su huella, y sólo se les escapaba por un día o dos, sin que el uno se cansase de correr, sin que la otra dejase un momento de seguirlo.
Atravesaron así toda la Germania; admiraron los progresos que la razón y la filosofía lograban en el Norte; todos los príncipes eran instruidos allí, todos autorizaban la libertad de pensamiento; su educación no había sido confiada a quienes tuviesen interés en engañarlos o que estuviesen ellos mismos en el engaño: se los había educado en el conocimiento de la moral universal, y en el desprecio de las supersticiones; se había desterrado de todos aquellos Estados una costumbre insensata, que enervaba y despoblaba varios países meridionales: esta costumbre era enterrar vivos en vastos calabozos a un número infinito de personas de ambos sexos, eternamente separadas unas de otras, y hacerles jurar no tener jamás comunicación entre ellas. Este exceso de demencia, acreditado durante siglos, había devastado la tierra tanto como las guerras más crueles.
Los príncipes del Norte habían comprendido finalmente que, si se quiere tener un haras, no se deben separar los caballos más fuertes de las yeguas. Habían destruido también errores no menos extravagantes y no en estos vastos países, mientras en otras partes se creía todavía que los hombres pueden ser gobernados sólo cuando son imbéciles.