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Amazán llegó al país de los bátavos20; su corazón experimentó una dulce satisfacción al hallar allí alguna tenue semejanza con el feliz país de los gangáridas: la libertad, la igualdad, la limpieza, la abundancia, la tolerancia; pero las damas del país eran tan frías que ninguna se le insinuó como habían hecho en todos los otros países; no fue necesario que se resistiera. Si hubiera querido conquistar a estas señoras, las habría subyugado a todas, una después de otra, sin ser amado por ninguna; pero estaba bien lejos de pensar en hacer conquistas.
Formosanta estuvo a punto de atraparlo en esta nación insípida: fue cuestión de segundos.
Amazán había oído hablar tan elogiosamente entre los bátavos de cierta isla llamada Albión, que había decidido embarcarse, él y sus unicornios, en una nave que, gracias á un viento favorable del norte, lo condujo en cuatro horas a la orilla de esta tierra más célebre que Tiro y que la isla de Atlántida.
La hermosa Formosanta, que lo había seguido por las riberas orillas del Duina, del Vístula, del Elba, del Véser, llega finalmente a la desembocadura del Rin, que entonces llevaba sus rápidas aguas al mar Germánico.
Se entera de que su querido amante ha bogado hacia las costas de Albión, cree ver su navío; lanza gritos de alegría que sorprenden a todas las damas bátavas, que no podían imaginar que un mancebo pudiese provocar tanta alegría; en cuanto al fénix, no le prestaron mucha atención porque juzgaron que sus plumas no podrían venderse tan bien como la de los patos y los ánsares de sus pantanos. La princesa de Babilonia fletó dos navíos para que la llevaran con toda su gente a esa bienaventurada isla de Albión donde iba a poseer el único objeto de todos sus deseos, el alma de su vida, el dios de su corazón.
Un funesto viento de Occidente se levantó repentinamente en el mismo momento en que el fiel y desventurado Amazán ponía pie en tierra de Albión: los navíos de la princesa de Babilonia no pudieron zarpar. Una congoja de corazón, un amargo dolor, una profunda melancolía se apoderaron de Formosanta: se metió en cama con su dolor, esperando que el viento cambiara; pero sopló ocho días enteros con una violencia desesperante. La princesa, durante ese siglo de ocho días, se hacía leer novelas por Irla: no es que los bátavos supiesen escribirlas; pero, como eran los comerciantes del universo, vendían la inteligencia de las otras naciones, así como sus productos. La princesa hizo comprar en lo de Marc - Michel Rey21 todos los cuentos que habían sido escritos entre los ausonios y los velches22 y cuya venta había sido prohibida juiciosamente en estos países para enriquecer a los bátavos; esperaba hallar en estas historias alguna aventura que se asemejase a la suya y calmase su dolor. Irla leía, el fénix daba su opinión, y la princesa no hallaba nada en la paysanne parvenue ni en el Sopha, ni en los Quatre Facardins23, que tuviese la menor relación con sus aventuras; interrumpía constantemente la lectura para preguntar de qué lado venía el viento.