François - Marie Arouet de Voltaire
La princesa de Babilonia
Texto

X

«»

Enlaces a las concordancias:  Normales En evidencia

Link to concordances are always highlighted on mouse hover

X

De provincia en provincia, siempre rechazando arrumacos de toda especie, siempre fiel a la princesa de Babilonia, siempre en cólera contra el rey de Egipto, este modelo de constancia llegó a la nueva capital de los galos. Esta ciudad había pasado, como tantas otras, por todos los grados de la barbarie, de la ignorancia, de la estupidez y de la miseria. Su primer nombre había sido barro y .fango38, luego había tomado el de Isis, por el culto de Isis que había legado hasta ella. Su primer senado había sido una compañía de barqueros39. Había sido durante largo tiempo esclava de los héroes depredadores de las siete montañas, y después de algunos siglos, otros bandidos, llegados de la orilla ulterior del Rin, se habían apropiado de su pequeño terreno.

El tiempo, que todo lo cambia, había hecho de ella una ciudad de la cual una mitad era muy noble y muy agradable, la otra un poco grosera y ridícula: era el emblema de sus habitantes. Había dentro de su recinto por lo menos cien mil personas que no tenían otra cosa que hacer más que jugar y divertirse. Este pueblo de ociosos juzgaba las artes que los otros cultivaban. No sabían nada de lo que sucedía en la corte; aunque sólo se hallaba a cuatro cortas millas de allí; parecía que estuviese a seiscientas millas por lo menos.

El placer de la buena sociedad, la alegría, la frivolidad, eran para ellos lo importante y su única preocupación; se los gobernaba como a niños a quienes se prodiga juguetes para impedirles llorar. Si se les hablaba de los horrores que había, dos siglos antes, desolado su patria, y de aquellos tiempos espantosos en que la mitad de la nación había masacrado a la otra por sofismas40 decían que efectivamente aquello no estaba bien y luego se echaban a reír y a cantar vaudevilles.

Cuanto más corteses, divertidos y amables eran los ociosos, más se observaba un triste contraste entre ellos y los grupos de ocupados.

Había, entre estos ocupados, o que pretendían serlo, una tropa de sombríos fanáticos41, mitad absurdos, mitad pillos, cuyo solo aspecto entristecía la tierra,

a la que habrían desquiciado, si hubiesen podido, para darse un poco de crédito; pero la nación de los ociosos, cantando y bailando, los hacía retornar a sus cavernas, así como los pájaros nos obligan a los autillos a zumbillarse en los agujeros de las ruinas.

Otros ocupados42, en menor número, eran los conservadores de las antiguas costumbres bárbaras contra las cuales la naturaleza horrorizada reclamaba a viva voz; sólo consultaban sus registros roídos por los gusanos. Si veían una costumbre insensata y horrible, la miraban como ley sagrada. Es por esta costumbre cobarde de no osar pensar por sí mismos y de extraer las ideas de los desechos de los tiempos en que no se pensaba, que, en la ciudad de los placeres, había aún costumbres atroces. Es por esta razón que no había ninguna proporción entre los delitos y las penas. Se hacía a veces sufrir mil muertes a un inocente para hacerle confesar un delito que no había cometido.

Se castigaba el atolondramiento de un mancebo43 como se habría castigado un envenenamiento o un parricidio. Los ociosos lanzaban gritos agudos y al día siguiente ya no pensaban más en ello, y sólo hablaban de modas nuevas.

Este pueblo había visto transcurrir un siglo durante el cual las bellas artes se elevaron a un grado de perfección que no se habría jamás osado esperar; los extranjeros venían entonces, como a Babilonia, a admirar los grandes monumentos de la arquitectura, los prodigios de los jardines, los sublimes esfuerzos de la pintura y de la escultura. Se sentían encantados por una música que iba al alma sin aturdir los oídos.

La verdadera poesía, es decir aquella que es natural y armoniosa, la que halaga al corazón tanto como al espíritu, sólo fue conocida por la nación durante este siglo bienaventurado. Nuevos géneros de elocuencia desplegaron bellezas sublimes. Los teatros, sobre todo, resonaron con obras de arte como ningún pueblo pudo alcanzar jamás. Finalmente, el buen gusto se expandió en todas las profesiones, hasta tal punto que incluso entre los druidas hubo buenos escritores.

Tantos laureles, que habían levantado su copa hasta las nubes, pronto se secaron en una tierra agotada. Sólo quedaron unos pocos cuyas hojas eran de un verde pálido y moribundo. La decadencia fue producida por la facilidad en el hacer y por la pereza de hacer las cosas bien, por la saciedad de la belleza y por el gusto por lo extravagante. La vanidad protegió a los artistas que volvían a traer los tiempos de la barbarie; y esta misma vanidad, al perseguir a los verdaderos talentos, los obligó a abandonar la patria; los insectos hicieron desaparecer a las abejas.

Ya casi sin artes verdaderas, ya casi sin genio, el mérito consistía en razonar a tontas y locas sobre el mérito del siglo anterior: el embadurnador de paredes de una taberna criticaba sabiamente los cuadros de los grandes pintores; los borroneadores de papel desfiguraban las obras de los grandes escritores. La ignorancia y el mal gusto tenían otros borroneadores a sus expensas; se repetían las mismas cosas en cien volúmenes bajo diferentes títulos. Todo era o diccionario o folletín. Un druida gacetillero escribía dos veces por semana los anales oscuros de algunos energúmenos ignorados por la nación, y sobre los prodigios operados en los desvanes por pequeños mendigos y pequeñas mendigas44; otros ex druidas, vestidos de negro45, a punto de morir de cólera y de hambre, se quejaban en cien escritos porque no se les permitía más engañar a los hombres y porque se dejaba ese derecho a chicos vestidos de gris. Algunos archidruidas imprimían libelos difamatorios.

Amazán no sabía nada de todo esto y, aun cuando lo hubiese sabido, no se habría molestado en absoluto, ya que tenía la mente puesta en la princesa de Babilonia, en el rey de Egipto, y en su juramento inviolable de desdeñar todas las coqueterías de las damas, cualquiera fuese el país adonde la pena condujese sus pasos.

El populacho ligero, ignorante, que siempre lleva hasta el exceso esa curiosidad que es natural al género humano, se afanó durante largo tiempo alrededor de sus unicornios; las mujeres, más sensatas, forzaron las puertas de su hotel para contemplarlo a él.

Al comienzo testimonió a su huésped algún deseo de ir a la corte, pero los ociosos de buena sociedad, que se hallaban por azar allí, le dijeron que ya no estaba de moda, que los tiempos habían cambiado mucho y que los placeres sólo se encontraban en la ciudad. La misma noche fue invitado a cenar por una dama cuya inteligencia y talento eran conocidos fuera de su patria, y que había viajado por algunos países a través de los cuales Amazán había pasado. Le agradó a muchos esta dama y la buena sociedad reunida en su casa. La libertad era decorosa, la alegría no era estridente, la ciencia nada tenía de engorroso, ni el ingenio de áspero. Se dio cuenta de que el término buena sociedad no es un término vano, aunque a menudo sea usurpado. Al día siguiente cenó en una compañía no menos amable, pero mucho menos voluptuosa. Cuando más se sintió él satisfecho con sus comensales más se sintió la gente contenta con él. Amazán sentía que su alma se ablandaba y se disolvía así como las especias de su país se fundían suavemente a fuego moderado exhalando deliciosos perfumes.

Después de cenar, lo llevaron a presenciar un encantador espectáculo, condenado por los druidas porque les quitaba el auditorio del que eran más celosos. Este espectáculo estaba compuesto por versos agradables, por cantos deliciosos, por danzas que expresaban los movimientos del alma y por engañosas perspectivas que encantaban los ojos. Esta especie de placer, que reunía tantos géneros, sólo era conocido bajo un nombre extranjero: se llamaba ópera, lo que significaba antaño en la lengua de las siete montañas trabajo, cuidado, ocupación, industria, empresa, tarea, negocio. Este negocio le encantó. Una joven sobre todo lo sedujo a causa de su voz melodiosa y los atractivos que la adornaban: esta joven de negocios le fue presentada después del espectáculo por sus nuevos amigos. Él le obsequió un puñado de diamantes. Ella se sintió tan agradecida que no pudo dejarlo el resto del día. Cenó con ella y, durante la comida, olvidó su sobriedad: y, después de la comida, olvidó su juramento de ser siempre insensible a la belleza, e inexorable ante las tiernas coqueterías. ¡Qué ejemplo de debilidad humana!

La princesa de Babilonia llegaba en esos momentos con el fénix, su mucama Irla y sus doscientos caballeros gangáridas montados sobre sus unicornios. Hubo que esperar largo tiempo antes de que abriesen las puertas. Preguntó primero si el más hermoso de los hombres, el más valiente, el más talentoso y el más fiel se hallaba aún en esa ciudad. Los magistrados se dieron cuenta de que hablaba de Amazán. Se hizo conducir a su hotel; entró, con el corazón palpitante de amor: toda su alma se hallaba anegada de la inexpresable felicidad de volver a ver finalmente en su amante el modelo de la constancia. Nada le pudo impedir penetrar en su dormitorio; las cortinas estaban descorridas: vio al bello Amazán durmiendo entre los brazos de una linda morena. Ambos tenían mucha necesidad de reposo.

Formosanta lanzó un grito de dolor que resonó en toda la casa, pero que no pudo despertar ni a su primo ni a la joven de negocios. Cayó desmayada en los brazos de Irla. Apenas recobró el sentido, salió de esta fatal habitación con un sentimiento de dolor mezclado con rabia. Irla se informó sobre quién era esta joven que pasaba tan dulces horas con el bello Amazán. Se le dijo que era una joven de negocios muy complaciente, que juntaba a sus talentos el de cantar con bastante gracia.

Oh, justos cielos, poderoso Orosmade! -exclamaba la princesa de Babilonia bañada en lágrimas - ¡Por quién soy traicionada, y a cambio de quién! He aquí pues que el que ha rechazado por mí tantas princesas me abandona por una comedianta de las Galias. No, no podré sobrevivir a esta afrenta.

Señora - le dijo Irla -, así son los jóvenes de uno a otro extremo del mundo: aunque estuviesen enamorados de una belleza descendida del cielo, le serían, en ciertos momentos, infieles por una sirvienta de taberna.

-Ya está decidido -dijo la princesa -, no lo volveré a ver en toda mi vida. Partamos en este mismo instante, y que se aten mis unicornios.

El fénix la conjuró a esperar por lo menos que Amazán se despertara, y que tuviera la oportunidad de hablarle.

No lo merece - dijo la princesa -; me ofenderíais cruelmente: creería que os he pedido que le reprochéis su conducta, y queréis reconciliarme con él. Si me amáis, no agregues esta injuria a la injuria que me ha hecho.

El fénix, que después de todo debía su vida a la hija del rey de Babilonia, no pudo desobedecerla. Ella volvió a partir con todo su acompañamiento.

-¿Adónde vamos, señora? -le preguntó Irla. No lo - repuso la princesa -; tomaremos el primer camino que encontremos; con tal de huir para siempre de Amazán, estoy contenta.

El fénix, que era más juicioso que Formosanta, puesto que no albergaba una pasión, la consolaba durante el camino; le advertía suavemente que era triste castigarse por las faltas de los otros, que Amazán le había dado pruebas bastante manifiestas y bastante numerosas de fidelidad como para que ella pudiera perdonarle haber flaqueado un momento; que él era un justo a quien la gracia de Orosmade había faltado; que en adelante sólo se mostraría más constante en el amor y en la virtud; que el deseo de expiar su falta lo colocaría por encima de si mismo; que ella sólo se sentiría más feliz; que varias grandes princesas antes que ella habían perdonado desvíos semejantes y habían sido felices; le citaba ejemplos y hasta tal punto era buen narrador que el corazón de Formosanta se fue calmando y apaciguando; hubiese querido no partir tan rápido , pero no osaba volver sobre sus pasos; combatiendo entre el deseo de perdonar y, el de mostrar su cólera, entre su amor y su vanidad, dejaba correr a sus unicornios; recorría el mundo, siguiendo la predicción del oráculo a su padre.

Ámazán, al despertar, se entera de la llegada y la partida de Formosanta y del fénix; se entera de la desesperación y la indignación de la princesa; le dicen que ha jurado no perdonarlo jamás.

-Ya no me queda -exclama - más que seguirla y matarme a sus pies.

Sus amigos, los ociosos de la buena sociedad, acudieron al escándalo de esta aventura; todos le hicieron ver que le valía infinitamente más permanecer con ellos; que nada era comparable a la dulce vida que llevaban en medio de las artes y de una voluptuosidad tranquila y delicada; que varios extranjeros e incluso reyes habían preferido este reposo, tan agradablemente ocupado y tan encantador, a su patria y a su trono; que por otra parte su carruaje estaba roto y que un talabartero le estaba haciendo uno a la nueva moda; que el mejor sastre le había cortado ya una docena de trajes al nuevo estilo; que las damas más ingeniosas y más amables de la ciudad, en casa de quienes se representaban muy bien las comedias, se habían reservado cada una un día para agasajarlo con fiestas. La joven de negocios, mientras tanto, bebía chocolate en su tocador, reía, cantaba, y hacía tales arrumacos al bello Amazán, que éste finalmente cayó en la cuenta de que ella no tenía más cerebro que un pájaro.

Como la sinceridad, la cordialidad, la franqueza, así como la magnanimidad y el valor componían el carácter de este gran príncipe, había contado sus desventuras y sus viajes a sus amigos; sabían que era primo segundo de la princesa; estaban informados del beso funesto dado por ella al rey de Egipto.

-Se perdona - le dijeron - esas pequeñas travesuras entre parientes; si no, habría que pasar la vida en eternas querellas.

Nada quebrantó su designio de correr en pos de Formosanta, pero, al no estar listo su carruaje, se vio obligado a pasar tres días con los ociosos en medio de fiestas y placeres. Finalmente se despidió de ellos abrazándolos, obligándolos a aceptar los diamantes mejor engarzados de su país y recomendándoles ser siempre ligeros y frívolos, puesto que así eran más amables y más felices.

-Los germanos - decía - son los viejos de Europa; los pobladores de Albión son los hombres hechos y derechos; los habitantes de Galia son los niños, y me gusta jugar con ellos.





38 Se refiere a Lutecia, cuyo nombre proviene de lutum, barro que sucedió a Lyon como capital de la Galia y luego tomó el nombre de París, al que una falsa etimología de derivaba de Isis


39 Bajo el reinado de Tiberio la corporación de nautas (barqueros) levantó un altar a Júpiter cerca de donde hoy se halla la cabecera del Notre - Dame.


40 Se refiere a las guerras de religión.


41 Los monjes Y la gente de la iglesia.


42 Los funcionarios de la justicia


43 Alusión al caballero de La Barre, ejecutado en 1766 por diversas manifestaciones antirreligiosas. Había sido detenido por no descubrirse al paso del Santo Sacramento


44 Los convulsionarios.


45 Los jesuitas, echados de Francia en 1764. Los chivos vestidos de gris son los laicos.


«»

Best viewed with any browser at 800x600 or 768x1024 on Tablet PC
IntraText® (VA2) - Some rights reserved by EuloTech SRL - 1996-2011. Content in this page is licensed under a Creative Commons License