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XI | «» |
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No resultó difícil a sus guías seguir el rastro de la princesa; no se hablaba más que de ella y de su gran pájaro. Todos los habitantes se hallaban aún sumidos en el entusiasmo de la admiración. Los pueblos de Damasco y de la Marca de Ancona experimentaron luego una sorpresa menos deliciosa cuando vieron volar una casa por el aire46; las orilla del Loria, del Dordoña, del Garrona, del Gironda, resonaban aún de aclamaciones.
Cuando Amazán estuvo al pie de los Pirineos, los magistrados y los druidas del país le hicieron bailar a pesar suyo al son de la pandereta, pero apenas hubo atravesado los Pirineos, no vio más júbilo ni alegría. Si escuchó algunas canciones de tarde en tarde, eran todas de tono triste: los habitantes caminaban gravemente con cuentas enhebradas y un puñal en su cintura. La nación, vestida de negro, parecía estar de duelo. Si los criados de Amazán interrogaban a los pasantes, éstos les respondían por medio de señales; si se entraba a un hospedaje, el dueño de casa hacía saber a la gente en tres palabras que no había nada en la casa, y que se podía enviar a buscar a algunas millas las cosas que necesitaran con urgencia.
Cuando se preguntaba a estos taciturnos si habían visto pasar a la princesa de Babilonia, respondían más locuazmente:
-La hemos visto, no es tan bella: sólo es bella la tez morena; ella ostenta una garganta alabastrina que es la cosa más agradable del mundo, y que es casi desconocida en nuestras regiones.
Amazán avanzaba hacia la provincia regada por el Betis. No habían transcurrido más de doce mil años desde que este país había sido descubierto por los tirios, hacia la misma época en que descubrieron la gran isla de Atlántida, que se sumergió algunos años después. Los tirios cultivaron la Béltica, que los naturales del país dejaban yerma, pretendiendo que no debían preocuparse por nada, y que correspondía a los galos vecinos suyos venir a cultivar sus tierras. Los tirios habían llevado consigo a los palestinos, que desde esa época andaban por todas partes, por poco que fuese el dinero que pudiesen ganar. Estos palestinos, prestando al cincuenta por ciento, habían atraído para sí casi todas las riquezas del país. Eso hizo creer a los pueblos de Bética que los palestinos eran brujos, y todos aquellos acusados de magia eran quemados sin misericordia por una sociedad de druidas a quienes se llamaba los investigadores, o los antropokaios47. Estos sacerdotes los vestían primero con un hábito provisto de una capucha que les tapaba la cabeza48, se adueñaban de sus bienes, y recitaban devotamente las propias oraciones de los palestinos mientras los cocinaban a fuego lento por l 'amor de Dios49.La princesa de Babilonia se había detenido en la ciudad que luego se llamó Sevilla. Su intención era embarcarse en el Betis y regresar a Babilonia por Tiro, para volver a ver al rey Belus, su padre, y olvidar, si podía, a su infiel amante, o bien pedirlo en casamiento. Hizo venir a su casa a dos palestinos que se ocupaban de todos los negocios de la corte. Debían proporcionarle tres navíos. El fénix hizo con ellos todos los arreglos necesarios y convino un precio luego de haber discutido un poco.
La hospedera era muy devota, y su marido, no menos devoto, era familiar, es decir espía de los druidas investigadores antropokaios: no dejó de advertirles que en su casa había una bruja y dos palestinos que hacían un pacto con el diablo, disfrazado de gran pájaro dorado. Los investigadores, sabiendo que la dama tenía una prodigiosa cantidad de diamantes, la juzgaron bruja de inmediato y esperaron que llegara la noche para encerrar los doscientos caballeros y los unicornios, que dormían en vastos establos, porque los investigadores son cobardes.
Después de haber asegurado bien las puertas, se apoderaron de la princesa y de Irla; pero no pudieron apresar al fénix, que se voló a todo lo que daban sus alas: sospechaba que hallaría a Amazán en el camino que va de Galia a Sevilla.
Lo halló en la frontera de Bética, y lo informó de la desgracia de la princesa. Amazán no pudo hablar: estaba demasiado sobrecogido, demasiado furioso. Se arma de una coraza de acero damasquinada en oro, una lanza de doce pies, dos jabalinas y una espada tajante, llamada la, fulminante, que podía hendir de un sólo golpe árboles, rocas y druidas; cubre su hermosa cabeza con un casco de oro bordeado de plumas de garza y de avestruz. Era la antigua armadura de Magog, que su hermana Aldé le había regalado en su viaje a Escitia; los pocos servidores que lo acompañaban montan, como él, cada uno en su unicornio.
Amazán, abrazando a su querido fénix, no le dijo más que estas tristes palabras:
-Soy culpable; si no me hubiese acostado con una joven de negocios en la ciudad de los ociosos, la hermosa princesa de Babilonia no se hallaría en este espantoso estado; ataquemos a los antropokaios.
Pronto entra en Sevilla: quince mil alguaciles guardaban las puertas del recinto donde doscientos gangáridas y sus unicornios estaban encerrados sin tener qué comer; todo estaba preparado para el sacrificio de la princesa de Babilonia, de su mucama Irla, y de los dos ricos palestinos.
El gran antropokaio, rodeado de su pequeños antropokaios, estaba ya en su tribunal sagrado; un gentío de sevillanos, llevando cuentas enhebradas en sus cinturas, juntaban sus manos sin decir una palabra; mientras, traían a la bella princesa, a Irla y a los dos palestinos con las manos atadas detrás de la espalda y vestidos con un hábito encapuchado.
El fénix entra, por un tragaluz, a la prisión donde los gangáridas comenzaban ya a derribar las puertas. El invencible Amazán las rompía desde afuera. Salen completamente armados, todos sobre sus unicornios; Amazán se coloca al frente. No le costó mucho derribar a los alguaciles, a los familiares, a los sacerdotes antropokaios; cada unicornio atravesaba doce a la vez. La fulminante de Amazán cortaba en dos a todos los que hallaba; el pueblo huía con sus mantos negros y sus gorgueras sucias, siempre teniendo en sus manos las cuentas benditas por amor de Dios.
Amazán toma con la mano al gran investigador en su tribunal y lo tira sobre la hoguera que estaba preparada a cuarenta pasos; arroja también a ella, uno tras otro, a los demás pequeños investigadores. Se prosterna luego ante los pies de Formosanta.
-¡Ah, cuán amable sois -dice ella -; cuánto os adoraría si no me hubierais sido infiel con una joven de negocios!
Mientras Amazán hacía las paces con la princesa, mientras los gangáridas apilaban sobre la hoguera los cuerpos de todos los antropokaios, y las llamas se elevaban hasta las nubes, Amazán vio a lo lejos cómo todo un ejército venía hacia él. Un viejo monarcas50, con su corona avanzaba en un carro tirado por mulas enganchadas con cuerdas; otros cien carros los seguían. Estaban acompañados por graves personajes de manto negro y gorgueras, montados sobre caballos muy hermosos; una multitud de gente a pie los seguía con la cabeza descubierta, y en silencio.
Al principio Amazán hizo formar alrededor de él a sus gangáridas, y se adelantó, lanza en ristre. Apenas el rey lo percibió, se quitó la corona, descendió de su carro, abrazó el estribo de Amazán y le dijo:
-Hombre enviado por Dios, sois el vengador del género humano, el liberador de mi patria, mi protector. Estos monstruos sagrados, de los cuales habéis purgado la tierra, eran mis señores en nombre del Viejo de las siete montañas; estaba obligado a soportar mi poder criminal. Mi pueblo me habría abandonado si hubiese querido tan sólo moderar sus abominables atrocidades. Desde hoy respiro, reino, y os lo debo.
Luego besó respetuosamente la mano de Formosanta, y le suplicó que quisiese subir con Amazán, Irla, y el fénix, a su carroza tirada por ocho mulas. Los dos palestinos, banqueros de la corte, prosternados aún en tierra de terror y de agradecimiento, se pusieron de pie, y a la tropa de unicornios siguió el rey de Béltica a su palacio.
Como la dignidad del rey de un pueblo grave exigía que sus mulas fuesen al paso, Amazán y Formosanta tuvieron tiempo de contarle sus aventuras. Conversó también con el fénix; lo admiró y lo besó cien veces. Comprendió hasta qué punto los pueblos de Occidente, que comían animales y sólo comprendían su propia lengua, eran ignorantes, brutales y bárbaros; qué únicamente los gangáridas habían conservado la naturaleza y la dignidad que los más bárbaros de los mortales eran estos investigadores antropokaios, de los que Amazán acaba de purgar el mundo. No cesaba de ser bendecido y de agradecerle. La hermosa Formosanta olvidaba ya la aventura de la joven de negocios y sólo tenía el alma llena del valor del héroe que le había salvado la vida. Amazán, sabedor de la inocencia del beso dado al rey de Egipto, y de la resurrección del fénix, disfrutaba una alegría pura y se hallaba embriagado por el más violento amor.
Se cenó en el palacio, y bastante mal. Los cocineros de Bética eran los peores de Europa. Amazán aconsejó hacer llamar a los galos. Los músicos del rey ejecutaron durante la comida esa célebre melodía que se llamó con el correr de los siglos Las locuras de España. Después de la comida se habló de negocios.
El rey preguntó al hermoso Amazán, a la hermosa Formosanta y al hermoso fénix, qué pensaban hacer. -En cuanto a mí -dijo Amazán -, mi intención es regresar a Babilonia, cuyo presunto heredero soy, y pedir a mi tío Belus mi prima hermana, la incomparable Formosanta, a menos que ella prefiera vivir conmigo entre los gangáridas.
-Mi intención -dijo la princesa - es por cierto no separarme nunca de mi primo segundo. Pero creo que conviene que regrese junto al rey mi padre, tanto más que él me dio permiso para ir en peregrinaje a Bassora y yo he recorrido el mundo.
-En cuanto a mí -dijo el fénix -, seguiré por doquier a estos dos tiernos y generosos amantes.
-Tenéis razón - dijo el rey -, pero el regreso a Babilonia no es tan fácil como pensáis. Todos los días tengo noticias de ese país a través de los navíos tirios, y por medio de mis banqueros palestinos, que mantienen correspondencia con todos los pueblos de la tierra. Todo está en armas contra el Éufrates y el Nilo. El rey de Escitia a la cabeza de trescientos mil guerreros de a caballos, pide que le dé la herencia de su mujer. El rey de Egipto y el rey de las Indias asolan también las orillas del Tigris y del Éufrates, cada uno al frente de trescientos mil hombres, para vengar la burla de la que han sido objeto. Mientras que el rey de Egipto se halla fuera de su país, su enemigo, el rey de Etiopía, saquea Egipto con tres mil hombres y el rey de Babilonia no tiene más que seiscientos mil hombres en pie para defenderse.
-Os confieso - continuó el rey - que cuando oigo hablar de esos prodigiosos ejércitos que Oriente vomita de su seno, y de su asombrosa magnificencia, cuando los comparo con nuestros pequeños cuerpos de veinte a treinta mil soldados, que resultan tan difíciles de vestir y de alimentar, me siento tentado de creer que Oriente ha sido hecho mucho antes que Occidente. Parece que hubiésemos salido anteayer del caos, y ayer de la barbarie.
-Sire -dijo Amazán -, los recién llegados ganan a veces a los que han comenzado primero la carrera. Se piensa en mi país que el hombre es originario de la India, pero no tengo ninguna certeza. -Y vos -dijo el rey de Bética al fénix -, ¿qué pensáis de esto?
-Sire -respondió el fénix -, aún soy muy joven para estar instruido sobre la antigüedad. No he vivido más que unos veintisiete mil años: pero mi padre, que había vivido cinco veces esta edad, me decía que había aprendido de su padre que las comarcas de Oriente habían sido siempre más pobladas y más ricas que las otras. Sabía por sus antepasados que las generaciones de todos los animales habían comenzado a orillas del Ganges. En cuanto a mí, no caigo en la vanidad de compartir esta opinión. No puedo creer que los zorros de Albión, las marmotas de los Alpes, y los lobos de Galia provengan de mi país, del mismo modo que no creo que los pinos y los robles de vuestras comarcas desciendan de las palmeras y los cocoteros de la India.
-Pero, ¿de dónde provenimos, pues? -dijo el rey.
-Nada sé -dijo el fénix -, quisiera saber tan sólo dónde podrán ir la hermosa princesa de Babilonia y mi amigo.
-Mucho dudo --continuó el rey - que con sus doscientos unicornios se encuentren en estado de atravesar tantos ejércitos de trescientos mil hombres cada uno.
El rey de Bética sintió lo sublime del ¿por qué no?, pero creyó que lo sublime no bastaba contra ejércitos innumerables.
-Os aconsejo -dijo - ir a buscar al rey de Miopía; estoy en relación con este príncipe negro por medio de mis palestinos. Os daré carta para él. Puesto lue es enemigo del rey de Egipto, se sentirá feliz de verse fortalecido por medio de vuestra alianza. Os puedo ayudar con dos mil hombres muy sobrios y muy valientes; sólo depende de vosotros contratar otros tantos entre los pueblos que viven, o mejor dicho que saltan, al pie de los Pirineos, y a quienes se llama vascos o vascongados. Enviad a uno de vuestros guerreros montados sobre un unicornio con algunos diamantes: no hay vasco que abandone su castel, es decir la choza de su padre, para serviros. Son infatigables, valientes y alegres, os sentiréis muy satisfechos con ellos. Mientras esperamos que ellos leguen, os agasajaremos con fiestas y os preparemos barcos. No puedo agradeceros en demasía el favor que ne habéis hecho.
Amazán disfrutaba de la felicidad de haber reencontrado a Formosanta, y de gustar en paz de todos os encantos del amor reconciliado, que valen casi pomo los del amor naciente.
Pronto una tropa orgullosa y alegre de vascos legó bailando al son del tamboril; la otra tropa orgullosa y seria, de béticos se hallaba lista. El viejo rey atezado abrazó tiernamente a los jóvenes amantes; lizo cargar sus navíos con armas, lechos, juegos de ajedrez, vestidos negros, golillas, cebollas, ovejas, pollos, harina y mucho ajo, deseándoles una feliz travesía, amor constante y muchas victorias.
La flota abordó la orilla, donde se dice que tantos años después la fenicia Dido, hermana de Pigmalión, esposa de Siqueo, después de haber abandonado la ciudad de Tiro, vino a fundar la soberbia ciudad de Cartago cortando un cuero de buey en tiras, según el testimonio de los más graves autores de la antigüedad, quienes jamás han contado fábulas, y según los profesores que han escrito para niños, aunque después de todo no haya habido jamás nadie en Tiro que se haya llamado Pigmalión, o Dido, o Siqueo, ya que son nombres totalmente griegos y, finalmente, aunque no haya habido rey en Tiro en esa época.
La soberbia Cartago no era más que un puerto de mar; sólo había allí algunos númidas que hacían secar los pescados al sol. Costearon Bizancio y Sirtes, las orillas fértiles donde estuvieron después de Cirene y la gran Quersoneso.
Finalmente llegaron a la primera desembocadura del sagrado río Nilo. Es en la extremidad de esta tierra fértil donde el puerto de Canopus recibía ya las naves de todas las naciones comerciantes, sin que se supiera si el dios Canopus había fundado el puerto, o si los habitantes habían fabricado al dios; ni si la estrella Canopus había dado su nombre a la ciudad, o si la ciudad había dado el suyo a la estrella. Todo lo que se sabía, es que tanto la ciudad como la estrella eran sumamente antiguas, que es todo lo que se puede saber del origen de las cosas, cualquiera sea su naturaleza.
Fue allí donde el rey de Etiopía, habiendo asolado todo Egipto, vio desembarcar al invencible Amazán y a la adorable Formosanta. Tomó al uno por el dios de las batallas, y a la otra por la diosa de la belleza. Amazán le presentó la carta de recomendación de España. El rey de Etiopía ofreció fiestas admirables, siguiendo la indispensable costumbre de los tiempos heroicos; luego se habló de ir a exterminar a los trescientos mil hombres del rey de Egipto, los trescientos mil del emperador de las Indias., y los trescientos mil del gran kan de los escitas, que asediaban la inmensa, orgullosa, y voluptuosa ciudad de Babilonia.
Los dos mil españoles que Amazán había traído con él dijeron que no necesitaban al rey de Etiopía para socorrer a Babilonia; que era suficiente que su rey les mandase ir a liberarla; que bastaba con ellos para esta expedición.
Los vascos dijeron que ya habían hecho otras por el estilo; que vencerían solos a todos los egipcios, los indios y los escitas, y que sólo marcharían junto con los españoles si éstos iban a la retaguardia.
Los doscientos gangáridas se echaron a reír de las pretensiones de sus aliados, y sostuvieron que con cien unicornios solamente harían huir a todos los reyes de la tierra. La hermosa Formosanta los apaciguó con su prudencia y sus encantadores discursos. Amazán presentó al monarca negro sus gangáridas, sus unicornios, los españoles, los vascos y el hermoso pájaro.
Todo estuvo prontamente listo para marchar por Menfis, y por Heliópolis, y por Arsínoe, por Petra, por Artemisa, por Sora, por Apame, para ir a atacar a los tres reyes y para hacer esa guerra memorable ante la cual todas las guerras que los hombres han hecho después no han sido más que riñas de gallos y codornices.
Todos sabemos cómo el rey de Etiopía se enamoró de la hermosa Formosanta, y cómo la sorprendió en el lecho, cuando un dulce sueño abatía sus largas pestañas. Se recuerda que Amazán, testigo de este espectáculo, creyó ver al día y a la noche acostados juntos. No se ignora que Amazán, indignado por la afrenta, lanzó repentinamente su fulminante, y cortó la cabeza perversa del negro insolente, y echó a todos los etíopes de Egipto. ¿No están escritos estos prodigios en el libro de las crónicas de Egipto? La fama no ha publicado con sus cien bocas las victorias que obtuvo sobre los tres reyes con sus españoles, sus vascos y sus unicornios. Devolvió la hermosa Formosanta a su padre; liberó todo el cortejo de su señora, que el rey de Egipto había reducido a la esclavitud. El gran kan de los escitas se declaró vasallo, y su casamiento con la princesa Aldé fue confirmado. El invencible y el generoso Amazán, reconocido como heredero del reino de Babilonia, entró triunfante en la ciudad, con el fénix, en presencia de cien reyes tributarios. La fiesta de su casamiento sobrepasó en todo a la que el rey Belus había dado. Se sirvió en la mesa el buey Apis asado.
El rey de Egipto y el de Indias sirvieron de beber a los dos esposos, y las bodas fueron celebradas por quinientos grandes poetas de Babilonia.
¡Oh musas!, a quienes se invoca siempre al comienzo de la obra, sólo os imploro al final. Es en vano que me se reprocha dar gracias sin haber dicho benedícite. ¡Musas!, no seréis menos por estos mis protectoras. Impedid que los continuadores temerarios estropeen por medio de sus fábulas las verdades que he enseñado a los mortales en este fiel relato, así como han osado falsificar Cándido, el Ingenuo y las castas aventuras de la casta Juana, que un ex capuchino ha desfigurado por medio de versos dignos de los capuchinos, en ediciones bátavas51 . Que no hagan este daño a mi tipógrafo, cargado de una numerosa familia y que apenas tiene con qué comprar los tipos, el papel y la tinta.
¡Oh Musas! Imponed silencio al detestable Cogé52 profesor de charlatanería en el colegio de Mazarin, quien no se sintió satisfecho con los discursos morales de Belisario y del emperador Justiniano, y que escribió malvados libelos difamatorios contra estos dos grandes hombres.
Colocad una mordaza al pedante Larcher53, que sin saber una palabra del babilonio antiguo, sin haber viajado como yo por las orillas del Éufrates y del Tigris, tuvo la Formosanta, hija del mayor rey del mundo, y la princesa Aldé, y todas las mujeres de esa corte respetable, se acostaban por dinero con todos los palafreneros del Asia en el gran templo de Babilonia, obedeciendo a sus principios religiosos. Este libertino de colegio, enemigo vuestro y del pudor, acusa a las bellas egipcias de Mendés54 de haber amado sólo a los chicos, proponiéndose en secreto, ante este ejemplo, darse una vuelta por Egipto para poder disfrutar finalmente alguna aventura.
Como no sabe más sobre lo actual que sobre lo antiguo, insinúa, con la esperanza de acercarse a alguna vieja, que nuestra incomparable Ninon, a la edad de ochenta años, se acostó con el abate Gédoyn, de la Academia Francesa y de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras. Nunca oyó hablar del abate de Cháteauneuf, a quien toma por el abate Gédoyn55. Conoce tan bien a Ninon como a las jóvenes de Babilonia.
Musas, hijas del cielo, vuestro amigo Larcher va más allá: se deshace en elogios sobre la pederastia; osa decir que todos los chiquillos de mi país están sujetos a esta infamia. Cree salvarse aumentando el número de los culpables56.
Nobles y castas Musas, que detestáis por igual al pedantismo y la pederastia, protegedme contra el maestro Larcher.
Y vos, maestro Aliboron, llamado Fréron57, antes supuestamente jesuita, vos cuyo Parnaso se halla ya en Bicétre58 tanto como en la taberna de la esquina, vos a quien todos los teatros de Europa han hecho justicia con la honesta comedia l`Écossaise59, vos, digno hijo del sacerdote Desfontaines60 que nacisteis de sus amores con uno de esos hermosos niños que llevan un hierro y una venda como el hijo de Venus61 y que como él se lanzan al aire, aunque no vayan nunca más allá de lo alto de las chimeneas; mi querido Aliboron, por quien siempre he experimentado tanta ternura, y que habéis hecho reír un mes seguido para la época de aquella Écossaise, os recomiendo a mi princesa de Babilonia: hablad mal de ella a fin de se la lea.
No os olvidaré aquí, gacetillero eclesiástico62, ilustre orador de los convulsionarios, padre de la Iglesia, fundada por el abate Bécherand y por Abraham Chaumeix63 ; no dejéis de decir en vuestras hojas, tan piadosas como elocuentes y sensatas, que La princesa de Babilonia es herética, deísta y atea. Tratad sobre todo de comprometer a ese tal Riballier64 para que haga condenar a La princesa de Babilonia por la Sorbona; daréis con esto un gran placer a mi librero, a quien he dado esta corta historia en carácter de primicia.
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