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Llegamos ayer. El embajador está indispuesto y estará en cama algunos días. Si cuando menos fuera un hombre de buen trato, todo marcharía bien. Lo veo, lo veo: la suerte me ha deparado pruebas difíciles. Pero, ¡ánimo! Un carácter ligero lo soporta todo. ¡Un carácter ligero! Risa me da ver que esta frase ha escapado de mi pluma. ¡Ah! Si fuera más superficial, sería el hombre más feliz del mundo. Otros, pobres de fuerza y de talento se pavonean delante de mí con aire de suficiencia y yo me desespero de mis energías y de mis dotes. Tú, Señor, que me has dado todos estos bienes, ¿por qué no me negaste la mitad, para concederme la confianza y la satisfacción de mí mismo?
¡Paciencia, paciencia! Todo mejorará. Sí, amigo mío, confieso que tienes razón; desde que paso todos los días entre la multitud y veo lo que son los demás y cómo se conducen, estoy mucho más alegre de ser como soy. Sin duda, pues nos han hecho de modo que todo lo que comparamos con nosotros mismos y a nosotros mismos con todo, el bien o el mal está en los objetos que nos sirven para el paralelo y por lo tanto nada me parece más dañino que la soledad.
Nuestra imaginación, tendiente por naturaleza a exaltarse, alimentada por imágenes fantásticas de la poesía, se forja una serie de seres, entre los que ocupamos el último lugar y todo nos parece más grande fuera de nosotros y todas las personas mejores que la nuestra. Sin duda, esto es natural; a cada paso notamos que nos faltan muchas cosas y precisamente creemos que otro posee lo que nos falta; le atribuimos todo cuanto tenemos y le encontramos, además, cierto atractivo ideal. Entonces este hombre feliz es perfecto; es la creación de nuestra fantasía.
Al contrario, cuando con toda nuestra debilidad y nuestro esmero continuamos nuestro trabajo sin distracción, vemos a menudo que caminando lentamente y bordeando, avanzamos más que otros a fuerza de velas y remos… Y, sin embargo, siempre está contento de sí el que marcha al lado de los demás o logra adelantarlos.
A decir verdad, empiezo a estar muy bien aquí. Lo mejor es que no me falta trabajo y que esta gente y estas fisonomías de todas clases, nuevas para mí, me divierten. He hecho conocimiento con el conde de C., a quien estimo más día con día. Persona de superior inteligencia, no es, sin embargo, un corazón frío, aun cuando sus luces abarquen amplias extensiones. Su trato muestra un alma formada para la amistad y la ternura. Se ha encariñado conmigo por un negocio cuyo arreglo se me encomendó. Desde las primeras frases vio que nos entendíamos y que podía hablarme de modo distinto que a los demás. No encuentro palabras para alabar la franqueza con que me honra, ni hay nada en el mundo que produzca alegría tan grande y real como hallar una alma privilegiada que nos abre su corazón.
El embajador me hace pasar muy malos ratos, lo que yo ya preveía. Es el tonto más puntilloso de la tierra; camina paso a paso y es meticuloso co-mo una solterona; nunca está contento consigo mismo, ni hay forma de contentarle. Me gusta trabajar de prisa y no retocar lo que escribo: él es capaz de devolverme una minuta y decir: “Está bien, pero repásala; siempre se encuentra una expresión mejor o un término más adecuado”. Cuando así sucede, me daría a todos los demonios. No ha de faltar una conjunción; es enemigo mortal de las inversiones gramaticales que a veces se me van; no entiende más periodo que el que se escribe con la cadencia tradicional. Es un suplicio entenderse con hombre así.
Lo único que me consuela es la amistad del conde C. Hace unos días me mostró con la mayor franqueza que le fastidian la lentitud y la nimiedad características del embajador. “Esta gente es una polilla para sí misma y para los demás”, decía; “pero hay que padecerla, como cualquier viajero enfrenta el estorbo de una montaña. Si ésta no estuviera, el camino sin duda sería más sencillo y más corto; pero la montaña existe y hay que superarla”.
El viejo conoce bien la preferencia que sobre él me tiene el conde; esto lo quema y usa las oportunidades que se le dan para hablar mal de él en presencia mía. Desde luego lo contradigo y ya tenemos altercado. Ayer, por ejemplo, me tomó por su cuenta y me sacó de mis casillas. Decía “el conde conoce bien los negocios del mundo, tiene facilidad para el trabajo y escribe bien; pero como casi todo literato, carece de conocimientos profundos”. Después hizo una mueca que podría entenderse como “¿te llega a ti ese dardo?” Pero no tuvo efecto en mí. Desprecio a quien piensa y se conduce de este modo y le respondí con viveza, que el conde merece mayor respeto, tanto por su carácter como por su instrucción. Agregué: “No conozco a nadie que haya desarrollado mejor su talento y haya podido aplicarlo a gran cantidad de objetos, sin perder toda la actividad necesaria para la vida cotidiana”. Hablar así a este imbécil era hablarle en griego y me despedí de él para evitar que me agitara más la bilis con sus majaderías. Y toda la culpa es de los que me han amarrado a este yugo con todas las maravillas sobre la actividad. ¡Actividad! Remaría por propia voluntad 10 años más en la galera donde ahora estoy, si el que no tiene otra ocupación que la de plantar patatas y vender su grano a la ciudad no hace más que yo. ¿Y la miseria brillante que veo, el tedio que priva entre esta gente, esta manía de clases que les hace acechar y buscar la oportunidad de levantarse unos sobre otros, fútiles y mermadas pasiones que se presentan al desnudo? Aquí, por ejemplo, hay una mujer que no habla a nadie más que de su nobleza y sus fincas, de tal modo que los forasteros dirán para sí: “Esta es una sandía, a quien un poco de nobleza y cuatro terrones le han devuelto el juicio”. Pero esto no es lo peor: la susodicha es tan sólo hija de un escribano de estos lugares. No puedo comprender a la especie humana, que tiene tan poco juicio, que se prostituye con mezquindad. Guillermo, cada día me convenzo más de lo estúpido que es querer juzgar a los demás. ¡Tengo tanto que hacer conmigo mismo y con mi corazón, tan turbulento! ¡Ah! Dejaría gustoso seguir a todos su camino, si ellos también me dejaran caminar el mío.
Lo que más me irrita son las miserables distinciones sociales. Sé como cualquiera lo necesaria que es la diferencia de clases y conozco sus puntos favorables, de los que yo mismo tomo ventaja; pero no quisiera que vinieran a estorbarme el paso justo cuando podría tener aún alguna leve alegría, algún indicio de felicidad. He hecho conocimiento en el paseo con la señorita B., criatura amable que en medio del mundo infatuado en que vive, conserva naturalidad. Nuestra plática nos fue grata a los dos y al separarnos le pedí permiso para visitarla. Me lo concedió con tal franqueza que apenas pude esperar la hora de acudir a su encuentro. No es de aquí y vive con una tía. La fisonomía de la vieja me desagradó; yo me mostré atento con ella, le dirigí casi siempre la palabra y en menos de 30 minutos adiviné lo que la sobrina me confesaría más tarde; resulta que su tía a su edad carece de todo: de fortuna y de talento. No tiene más recursos que una larga lista de abuelos, en la que se protege como detrás de un muro, ni más diversión que la de mirar altanera a la gente que pasa bajo su balcón.
Debe haber sido hermosa cuando joven y ha pasado la vida en cosas sin importancia; ha sido por capricho el tormento de algunos jóvenes infelices y después, en la madurez aceptó con humildad el yugo de un oficial, de edad avanzada, que por un mediano pasar sufrió con ella su últimos días y murió; pero ahora ella se ve sola y nadie la miraría si su sobrina no fuera tan amable.
¡Qué pobres hombres son los que entregan su alma a los cumplimientos y cuya única ambición es ocupar la silla más visible de la mesa! Se entregan con tal vehemencia a estas tonterías, que no tienen tiempo de pensar en los asuntos de importancia verdadera. Una de tantas sandeces nos aguó toda una fiesta la última semana.
¡Necios! No ven que el lugar no tiene importancia y que el que ocupa el primer puesto juega muy pocas veces el primer papel. ¡Cuántos reyes están gobernados por sus ministros! ¡Cuántos ministros, por sus secretarios! ¿Y quién es el primero? Yo creo que aquél cuyo ingenio controla al de los demás y por su carácter y destreza transforma las fuerzas y pasiones ajenas en artífices de sus deseos.
Necesito escribirte, mi querida Carlota, aquí en un rincón de una posada de aldea, donde me refugié para escapar de una tempestad. Desde que estoy en este triste albergue de D., entre personas raras, ajenas por completo a mi corazón, ni un instante siquiera he sentido la necesidad imperiosa de escribirte. Pero en esta cabaña, en la soledad, en esta cárcel, mientras que la nieve y el granizo golpean mi ventana, ha sido tuyo mi primer pensamiento. Desde que llegué, ¡oh, Carlota!, tu imagen y recuerdo, recuerdo tan vivo y santo, se han apoderado de mí y creo, ¡Dios mío!, sentir todas la alegrías de nuestro primer encuentro.
¡Si pudieras verme, querida, en medio del torrente de distracciones que me asedia! Todas mis sensaciones se enervan y pierden sensibilidad. Ni un solo instante de gozo para mi corazón, ni el más insignificante descanso para mi alma. Nada, nada; estoy aquí como si asistiera a una función de sombras chinescas. Veo pasar y repasar delante de mí hombrecitos y caballitos, y me pregunto muchas veces si no es una ilusión. Yo formo parte de los personajes y desempeño también mi papel; más bien, se me obliga a hacerlo, se me hace actuar como un autómata. Si tomo la mano de quien está más cerca, retrocedo con espanto, pensando que es de madera.
Por la noche hago proyecto de ir a ver la alborada del día siguiente: amanece y me quedo en la cama. De día juego con la idea de ver después la Luna y cuando oscurece, me olvido del tema en mi alcoba. Apenas me explico por qué me levanto y por qué me acuesto.
El resorte que daba movilidad a mi existencia se ha roto; el encanto que me tenía despierto en las tinieblas de la noche y me desvelaba en la mañana se ha ido. Sólo una criatura he visto acá digna del nombre de mujer: la señorita B. Se parece a mi querida Carlota, si es que algo puede parecérsete. ¿Y qué?, dirás, ¿ahora me vienes con galanterías? Si, no es esto de total falsedad; desde hace algún tiempo soy muy adulador… porque no puedo ser otra cosa. Me doy aires de ingenio y dicen las damas que nadie puede hacer un elogio más delicado que yo. Añade: ni mentir, porque lo uno va siempre con lo otro. Creo que te decía de la señorita B. En el fuego de sus ojos azules se adivina naturalmente la energía de su alma. Su posición la mortifica, pues no alcanza a satisfacer ninguno de los deseos de su corazón. Aspira a alejarse del torbellino social y soñamos horas enteras con una felicidad pura, en medio del campo. ¡Ah! ¡Cuántas veces, Carlota, la he forzado a admirarte! ¿Forzado? No: su admiración es auténtica. ¡Tiene tanto gusto en oír de Carlota! ¡La quiere tanto! ¡Oh, si yo estuviera sentado a tus pies, en aquel gabinete seductor y apacible, con los niños corriendo alrededor nuestro! Cuando te molestara el ruido, les reuniría y los haría guardar silencio contándoles algún cuento pavoroso. El sol desciende con majestuosidad detrás de las colinas llenas de nieve; la tempestad ha terminado, y yo… debo regresar a mi jaula. ¡Adiós! ¿Está Alberto a tu lado? ¿Qué digo? Dios perdone mi pregunta.
Hace una semana que el tiempo no puede ser peor y me alegro, pues desde que estoy acá no he logrado ver un buen día, sin que algún inoportuno me lo arruine o me lo robe. Al menos, cuando llueve con fuerza, cuando nieva, cuando hiela o deshiela, me digo: “Mejor me quedo en casa”; pero si amanece soleado, si todo augura un buen día, nunca dejo de decir: “Éste es un favor del cielo que podemos usurpar unos a otros”. No hay nada que el hombre no se quite sin escrúpulos: salud, reputación, alegría, descanso.
Desde luego, casi siempre por necedad, estrechez y egoísmo; y según ellos, con la mejor intención. Algunas veces quisiera rogarles que no se desgarraran las entrañas de forma tan encarnizada.
Temo que el embajador y yo no tengamos muchos acuerdos. Es completamente insoportable. Su manera de llevar los negocios y de trabajar es tan ridícula, que no puedo dejar de oponerme a él y hasta de actuar algunas veces según mi opinión, lo cual desde luego le disgusta; hasta ha elevado una queja sobre mí a la corte, por lo que he recibido una reconvención del ministro, muy suave, pero al fin una reconvención.
Iba a solicitar una licencia temporal, cuando recibí de él una carta personal, en vista de la cual he bajado la cabeza y alabo el buen sentido, el juicio recto, noble y elevado que le ha dictado. ¡Con qué delicadeza hace justicia a mis capacidades (incluso exageradas) de actividad, de influencia sobre otros, de penetración en los asuntos; aptitudes que tiene la amabilidad de calificar de noble ardor juvenil! ¡Cómo modera y reprime el exceso de mi sensibilidad! No trata de oprimir mis ideas, sino de moderarlas, suavizarlas y dirigirlas hacia un objeto sobre el que puedan actuar con toda amplitud y ventaja. Esto me ha reconfortado para ocho días y me ha reencontrado conmigo mismo. Esta paz es un tesoro, es la verdadera felicidad. ¡Ay, amigo mío! ¿Por qué una alhaja tal es tan frágil, tan extraña y a la vez tan preciosa?
¡Que Dios lleve su bendición a ustedes, amigos míos, y les dé cada día la felicidad que a mí me niega! Gracias, Alberto, por haberme engañado. Esperaba recibir noticias de su boda y ese día me había propuesto quitar de la pared el retrato de Carlota, guardándolo con otros papeles. ¡Ya están unidos y su imagen se halla en el mismo sitio! Pues bien, que se quede en su lugar. ¿Y por qué no habría de quedarse? Sin dañarte en forma alguna, ¿no tengo también yo un lugar en el corazón de Carlota? Sí, lo sé; sé que ocupo el segundo lugar y quiero y debo conservarla por esa razón. Si llegara a saber que podía olvidarme, me volvería loco de furia… Esta sola idea, Alberto, es un infierno. ¡Adiós, Alberto! ¡Adiós, Carlota, ángel del cielo, adiós!
He sufrido una mortificación que me llevará de aquí. Estoy furioso. Lo dicho, esto es hecho y ustedes son los únicos culpables; ustedes, que me han excitado, atormentado, forzado a tomar un destino que no deseaba. Nos hemos lucido. Y para que no me digas que lo estropeo todo con mis ideas exageradas, voy, querido amigo, a decirte lo sucedido, con la sencillez y exactitud del cronista.
El conde de C. me aprecia y me distingue: ya lo sabes, porque lo he dicho muchas veces. Ayer comí en su casa. Justo era uno de los días en que por las tardes tiene tertulia, a la que asisten las damas y caballeros más distinguidos. Yo no había pensado en semejante cosa y jamás pude imaginar que nosotros, los menos encopetados, estábamos de más. Comí y después estuve paseando y charlando con el conde en el gran salón. Llegó el coronel B., que se unió a la conversación, y por fin sonó la hora de la tertulia. ¡Bien sabe Dios que no pensaba en ello! Entra la nobilísima señora de S., con su marido y la pava de su hija, que tiene el pecho como una tabla y un talle que no es talle. Pasaron delante de mí con el aire de desdén común en ellos. Como no me inspira la gente de esta clase más que una honda antipatía, opté por retirarme, y esperaba sólo a que el conde estuviera libre de la fastidiosa palabrería, cuando entró la señorita B. Como siempre que la veo se impresiona un poco mi corazón, me quedé y me coloqué detrás de su asiento. Llegué a observar que me hablaba con menos franqueza de la habitual y con alguna tensión. Esto me sorprendió. “¿Es ella como todas estas personas?”, me pregunté. Estaba picado y quería irme; sin embargo, me quedaba, esperando que con alguna frase que me dirigiera llegara a convencerme de que mi pregunta carecía de justicia y… qué se yo. Mientras tanto, el salón se llenó. El barón F., que llevaba todo un guardarropa del tiempo en que se coronó Francisco I; el consejero áulico R., que se anuncia haciéndose llamar su excelencia, con su mujer, que es sorda, etcétera. No debo omitir a J., el desaliñado, que tapa los hoyos de su traje gótico con retales del día. Estas y otras personas entraron, mientras yo hablaba con otras conocidas mías, que me parecieron muy lacónicas. Pensando y atendiendo únicamente a B., no noté que las señoras cuchicheaban en un rincón del salón y que algo extraordinario sucedía entre los caballeros; no observé que la señora de S. hablaba aparte con el conde. (Todo esto me lo dijo después la señorita B.). Por último, el conde vino hacia mí y me llevo al hueco de la ventana.
-Ya conoces -me dijo - , nuestras costumbres. He observado que la gente en general está descontenta de verte aquí y aunque yo no querría, por nada del mundo…
-Perdóneme, señor -dije interrumpiéndolo - . Debí darme cuenta, lo sé, y se también que perdonará esta irreflexión.
Haciendo una cortesía y riendo, añadí:
-Ya había pensado retirarme y no sé qué maligno espíritu me detuvo.
El conde apretó mi mano de un modo que expresaba cuánto podía decir. Me escurrí despacio y fuera ya de la reunión, subí a mi birlocho y fui a M. para ver desde la colina el atardecer, leyendo el magnífico canto en que habla Homero de cómo Ulises fue alojado por uno que guardaba puercos. Hasta ahí, todo iba bien.
Por la noche regresé a mi posada a cenar. Sólo encontré a algunas personas, que jugaban dados en el comedor, en un ángulo de la mesa, para lo cual habían alzado un poco los manteles. Entró el apreciable Adelín, dejó su sombrero, mientras me dirigía la mirada, vino hacia mí y dijo en voz baja.
-¿Con que has tenido un disgusto?
-¿Yo?
-El conde te ha corrido de su tertulia.
-Cargue el diablo con ella. Salí para respirar un aire más puro.
-Me alegro de que no des importancia a lo que carece de ella; sólo siento que el caso se haya hecho público.
Esto hizo que se despertara mi enojo. Conforme llegaba la gente para sentarse a la mesa, me miraban y yo decía para mis adentros: “Te miran por lo de la reunión”. Y esto me quemaba la sangre.
Y como ahora, adondequiera que vaya, oigo decir que los que me envidian baten palmas; que me citan como un ejemplo de lo que sucede a los presuntuosos que creen tener la facultad de prescindir de todas las consideraciones porque están dotados de algún ingenio; y oigo además otras majaderías semejantes, de buen grado me acuchillaría el corazón. Digan lo que digan los caracteres despreocupados, yo querría saber quién es el que puede soportar que tanto bellaco murmure de él en esta forma. Sólo cuando la murmuración carece de bases es fácil despreciar a los murmuradores.
Todo conspira en mi contra. Hoy hallé en el paseo a la señorita B. Me vi forzado a acercarme y apenas nos alejamos un poco del resto, le di mil quejas por lo que anteayer sucedió con ella.
-¡Oh, Werther! -me dijo con la mayor ternura - , ¿cómo interpreta tan mal aquel trastorno mío, usted que me conoce tan bien. ¡Cuánto he sufrido por usted desde que lo vi en el salón! Todo lo adiviné; 100 veces estuve a punto de decírselo. Sabía que las señoras de S. y de T. se marcharían con sus maridos si no se iba; sabía que el conde no se atrevería a romper con ellos… ¡y ahora me pide cuentas!
-¡Cómo, señorita! -dije - , cubriendo mi trastorno y sintiendo agua hirviendo correr por mis venas, al tiempo que recordaba todo lo que me había dicho Adelín.
-¡Cuánto me ha costado todo esto! -dijo aquella belleza, con los ojos llenos de llanto.
Dejé de ser dueño de mí y poco faltó para que me lanzara a sus pies.
-¡Explíquese! -le dije.
Sus lágrimas rodaron; yo estaba fuera de mí. Se enjugó el llanto, sin tratar de ocultarlo.
-Mi tía -continuó - , a quien ya conoce, estaba presente. ¡Gusto le dio verle conmigo! Werther, ayer por la noche y esta mañana he tenido que sufrir un sermón por ser su amiga y me he visto forzada a oír que lo insultaban, que lo humillaban, sin poder defenderlo, sin atreverme a hacerlo más que a medias.
Cada palabra que decía era una espada que cruzaba mi corazón. Sin entender el bien que me hubiera hecho al ocultar todas estas cosas, siguió diciendo lo que de mí se había dicho y quiénes se enorgullecieron del triunfo, celebrando que se había castigado mi orgullo y mi desprecio hacia los demás, cosas que hace tiempo me reprochan.
¡Y oírlo todo de ella, Guillermo; oírlo de ella, cuyo afecto para mí es verdadero y hondo! Quedé anonadado y todavía crece la ira en mi pecho. Quisiera que alguno de ellos tuviera el valor de pronunciar una palabra delante de mí, para atravesarle parte por parte con mi espada. Me calmaría si viera correr la sangre. ¡Ah!, más de cien veces he tomado un cuchillo para acabar con mi asfixia. Dicen que hay una noble raza de caballos que enardecidos y cansados al extremo, se muerden por instinto una vena para respirar con más facilidad. Muchas veces estoy en este caso; querría abrirme una vena que me diera la libertad infinita.
He pedido mi cesantía con esperanza de conseguirla y de que me perdonarás el que lo haya hecho sin consultarte. Necesito salir de aquí y sé todo lo que pudieras decir para evitarlo; di a mi madre lo que sucede, de modo que no se moleste. Es preciso que lleve con paciencia el que no la satisfaga quien ni a sí mismo puede satisfacerse. No dudo que esto le dará mucha pena. ¡Ver que su hijo se detiene de pronto en la brillante carrera que le llevaba a los puestos de consejero y embajador! ¡Ver que se desvía del camino! Haz todas las objeciones que se te ocurran y cuantas combinaciones conduzcan a demostrar en que casos podía y debía seguir aquí; he decidido irme y me voy. Para que sepas adónde, te diré que mi compañía es muy grata al príncipe de Z., y que cuando supo de mi decisión, me pidió que le acompañe a sus estados para pasar la primavera. Me ha prometido libertad absoluta y como estamos de acuerdo en casi todo, voy a correr el riesgo y me iré con él.